Levantad, Carpinteros, La Viga Del Tejado Seymour: Una Introducción

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J. D.

Salinger

Levantad, carpinteros,
la viga del tejado
Seymour:
Una introducción

Traducción de Carmen Criado


Título original: Raise High the Roof Beam, Carpenters
and Seymour: An Introduction.
Esta edición ha sido publicada por acuerdo con Harold Ober Associates Inc.
Agency e International Editors’ Co.

Primera edición: 2010


Segunda edición, con nueva traducción: 2018
Tercera edición: 2019

Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto


Turégano y Lynda Bozarth
Diseño cubierta: Manuel Estrada

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
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Copyright © 1955, 1959 by J. D. Salinger


Copyright renewed 1983, 1987 by J. D. Salinger
© de la traducción: Carmen Criado, 2018
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2010, 2019
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-9181-546-4
Depósito legal: M. 9.735-2019
Printed in Spain

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Índice

11 Levantad, carpinteros, la viga del tejado


95 Seymour: Una introducción

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Si aún queda en el mundo algún aficiona-
do a la lectura –o alguien que sólo lee y
sigue adelante– le pido, a él o a ella, con
gratitud y afecto infinitos, que divida la
dedicatoria de este libro en cuatro partes y
la comparta con mi mujer y mis hijos.
Levantad, carpinteros,
la viga del tejado
Una noche, hará unos veinte años, mientras mi enorme
familia se hallaba asediada por las paperas, mi herma-
na pequeña, Franny, fue trasladada, con cuna y todo, a
la habitación, aparentemente libre de gérmenes, que yo
compartía entonces con Sey­mour, mi hermano mayor. Yo
tenía quince años y él diecisiete. Hacia las dos de la ma-
drugada me despertó el llanto de nuestra nueva compa-
ñera de cuarto. Durante unos minutos permanecí quieto,
en posición neutral, escuchando el alboroto, hasta que oí,
o más bien percibí, que Seymour se movía en la cama ve-
cina a la mía. En aquellos días teníamos siempre una lin-
terna en la mesilla de noche que había entre los dos por si
se producía alguna emergencia, lo cual, que yo recuerde,
nunca ocurrió. Seymour la encendió y se levantó.
–Mamá dijo que el biberón está en la cocina –le dije.
–Se lo he dado hace un rato –dijo Seymour–. No tiene
hambre.

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Se acercó a la estantería en medio de la oscuridad y fue


iluminando con la linterna, de un lado a otro, los estan-
tes. Yo me incorporé en la cama.
–¿Qué vas a hacer? –le pregunté.
–Creo que voy a leerle algo –contestó Seymour mien-
tras cogía un libro.
–Por el amor de Dios, si sólo tiene diez meses –le dije.
–Lo sé. Pero tienen orejas. Oyen.
El que Seymour leyó a Franny aquella noche a la luz de
la linterna era uno de sus relatos favoritos, un relato
taoísta. Hasta el día de hoy Franny jura que recuerda
cómo Seymour se lo leía.

El duque Mu de Chin dijo a Po Lo:


–Tú ya tienes muchos años. ¿Hay alguien en tu familia a
quien pueda enviar a buscar caballos en tu lugar?
Po Lo le replicó:
–Se puede elegir a un buen caballo por su constitución y
por su porte. Pero un caballo extraordinario, el que no le-
vanta polvo y no deja huellas, es algo evanescente y fugaz,
tan escurridizo como el aire. El talento de mis hijos corres-
ponde a un nivel decididamente inferior. Saben distinguir
a un buen caballo cuando lo ven, pero no saben distinguir a
un caballo extraordinario. Sin embargo, tengo un amigo, un
tal Chiu-fang Kao, un vendedor ambulante de carbón y ver-
duras, que, en lo que concierne a caballos, no es en modo
alguno inferior a mí. Recibidle, por favor.
El duque Mu le recibió y más tarde le envió en busca de
un corcel. Tres meses después Chiu-fang Kao volvió con la
noticia de que lo había encontrado.
–Está en Shach’iu –añadió.

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

–¿Qué clase de caballo es? –le preguntó el duque.


–Es una yegua castaña –fue la respuesta.
Sin embargo, cuando fue enviada una persona a recogerlo,
el animal resultó ser un semental negro como el carbón. El
duque, muy disgustado, mandó llamar a Po Lo.
–Ese amigo tuyo –le dijo–, el que envié a buscar un caba-
llo, se ha hecho un lío. ¡Ni siquiera sabe distinguir el color o
el sexo de un animal! ¿Qué puede entender de caballos?
Po Lo exhaló un suspiro de satisfacción.
–¿Ha llegado a ese extremo? –exclamó–. Entonces vale
diez mil veces más que yo. No hay comparación posible en-
tre los dos. Lo que importa a Kao es el mecanismo espiritual.
Al fijarse en lo esencial olvida los detalles; al centrarse en las
cualidades interiores, pierde de vista lo exterior. Ve lo que
quiere ver y no lo que no quiere ver. Mira lo que debería mi-
rar y no lo que no es necesario mirar. Kao es tan bueno juz-
gando caballos que tiene cualidades suficientes para juzgar
otras cosas más importantes.
Cuando llegó, el caballo resultó ser un excelente animal.

He reproducido aquí esta historia, no sólo porque


siempre me esfuerzo por recomendar a padres y herma-
nos mayores de bebés de diez meses una buena prosa
para tranquilizarlos, sino también por otra razón muy di-
ferente. Lo que sigue es el relato de un día de boda de
1942. Es, en mi opinión, un relato completo, que incluye
un comienzo, una mortalidad y un fin concretos. Como
conocedor del hecho, creo que debo añadir que hoy,
en 1955, el novio ya no está entre nosotros. Se suicidó en
1948 mientras se encontraba de vacaciones en Florida
con su mujer... Pero a lo que quiero llegar realmente es a

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esto: desde que el novio se retiró permanentemente de la


escena no he podido pensar en nadie a quien querría en-
viar a buscar caballos en su lugar.

A fines de mayo de 1942, los hijos –en número de siete–


de Les y Bessie (Gallagher) Glass, artistas de variedades,
ya retirados, de los teatros Pantages, se hallaban disemi-
nados, por decirlo así, por todo Estados Unidos. Yo, el
segundo de los hermanos, me encontraba en el hospital
militar de Fort Benning, Georgia, con pleuresía, un pe-
queño recuerdo que me habían dejado trece semanas de
entrenamiento básico en la infantería. Los gemelos, Walt
y Waker, se habían separado un año antes. Waker estaba
en un campamento de objetores de conciencia en Ma-
ryland y Walt se hallaba en algún lugar del Pacífico –o de
camino– con una unidad de artillería de campaña. (Nun-
ca hemos estado del todo seguros de dónde se encontra-
ba Walt en ese momento concreto. No era muy aficiona-
do a escribir cartas y después de su muerte nos llegó muy
poca información –casi ninguna– respecto a sus circuns-
tancias personales. Murió en un accidente increíblemen-
te absurdo a fines del otoño de 1945, en Japón.) Boo
Boo, la mayor de mis hermanas, que figura, cronológica-
mente, entre los gemelos y yo, era alférez en el Servicio
Voluntario de la Marina y, con frecuencia, estaba desti-
nada en una base naval de Brooklyn. Toda aquella pri-
mavera y aquel verano utilizó el pequeño apartamento
de Nueva York al que mi hermano Seymour y yo había-
mos renunciado prácticamente desde que nos habíamos
alistado. Los dos hermanos pequeños de la familia,
Zooey (varón) y Franny (hembra), estaban con nuestros

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

padres en Los Ángeles, donde mi padre trabajaba como


«cazatalentos» para unos estudios de cine. Zooey tenía
trece años y Franny ocho. Los dos aparecían cada sema-
na en un programa de radio, protagonizado por niños y
titulado, quizá con la ironía típica del país, Este chico
sabe mucho. Debo decir que en un momento u otro, o,
mejor dicho, en un año u otro, todos los niños de nuestra
familia han aparecido semanalmente en ese programa en
calidad de «invitados» remunerados. Seymour y yo fui-
mos los primeros que participamos en ese concurso,
cuando teníamos respectivamente diez y ocho años, allá
por 1927, en los días en que se emitía desde uno de los
salones del viejo hotel Murray Hill. Los siete hermanos,
desde Seymour hasta Franny, aparecimos en el programa
bajo seudónimo, lo cual puede parecer extraordinaria-
mente anómalo teniendo en cuenta que somos hijos de
artistas de variedades, una secta raramente opuesta a la
publicidad, pero mi madre había leído una vez en una
revista un artículo que trataba de la pequeña cruz con la
que tienen que cargar los niños profesionales, es decir,
del distanciamiento que experimentan con respecto a
una sociedad normal supuestamente deseable. Como
consecuencia adoptó una postura inflexible acerca de
ese asunto y jamás flaqueó. (No es éste el momento de
abordar la cuestión de si la mayoría, o todos, los niños
«profesionales» deben ser declarados proscritos, com-
padecidos o ejecutados sin piedad por perturbar el or-
den. Por el momento, sólo diré que la suma de lo que in-
gresamos por participar en ese programa ha costeado los
estudios universitarios de seis de los hermanos y está
costeando los de la séptima.)

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Nuestro hermano mayor, Seymour –del que trataré


casi exclusivamente en este relato–, era cabo en lo que,
en 1942, aún se llamaba el Air Corps. Le habían destina-
do a una base de aviones B-17 de California, donde,
creo, trabajaba en las oficinas. Debo añadir, y no total-
mente de pasada, que era con mucho el menos dado a
escribir cartas de toda la familia. Me parece que no he
recibido más de cinco de él en toda mi vida.
La mañana del veintidós o veintitrés de mayo –nadie
de mi familia ha fechado jamás ningún mensaje–, una
carta de mi hermana Boo Boo fue depositada a los pies
de mi cama en el hospital de Fort Benning mientras me
vendaban el diafragma con esparadrapo (un método que
se aplica habitualmente a pacientes con pleuresía y que,
supuestamente, garantiza que, al toser, no se rompan en
pedazos). Cuando acabó el suplicio, leí la carta de Boo
Boo. Aún la conservo y la transcribo aquí literalmente:

Querido Buddy:

Tengo mucha prisa porque tengo que hacer el equipaje,


así que esta carta será corta pero intensa. El Almirante Pe-
llizca-traseros ha decidido que debe volar a algunos lugares
secretos a causa de la guerra y ha decidido también llevar a
su secretaria, es decir, a mí, si me porto bien. La idea me da
cien patadas. Dejando a Seymour aparte, el viaje significa
barracones en bases aéreas heladoras, intentos de ligue in-
fantiles por parte de nuestros soldados y esas horribles bol-
sas de papel para vomitar en el avión. La cuestión es que
Sey­mour se casa, sí, se casa, así que, por favor, presta aten-
ción. Yo no puedo asistir a su boda. Estaré fuera entre seis

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

semanas y dos meses a causa de este viaje. He conocido a la


chica. En mi opinión no tiene ninguna personalidad, pero es
guapísima. En realidad no sé con seguridad si tiene persona-
lidad o no. Quiero decir que la noche en que la conocí no
dijo más de dos palabras. Se limitó a permanecer sentada, a
sonreír y a fumar, así que no es justo que opine. Sobre su no-
viazgo no sé más que, al parecer, se conocieron cuando Sey­
mour estuvo destinado en Monmouth el invierno pasado. La
madre es increíble; picotea en todas las artes y ve a un psi-
coanalista jungiano dos días por semana (la noche en que la
conocí me preguntó dos veces si me había psicoanalizado).
Me dijo que le gustaría que Seymour se relacionara con más
gente. A renglón seguido añadió que aun así le quiere mu-
chísimo, etc., etc. Y que le había escuchado religiosamente
todos los años que estuvo en la radio. No sé nada más, ex-
cepto que tienes que ir a la boda. Nunca te perdonaré si no
lo haces. En serio. Mamá y papá no podrán venir desde Ca-
lifornia. Para empezar, Franny tiene el sarampión. A propó-
sito, ¿la oíste la semana pasada? Se explayó increíblemente
bien acerca de cómo volaba por todo nuestro apartamento
cuando tenía cuatro años y no había nadie en casa. El nuevo
presentador es aún peor que Grant, si eso es posible. Incluso
peor que Sullivan en los viejos tiempos. Le dijo que proba-
blemente soñaba que volaba. Pero ella se defendió maravi-
llosamente. Dijo que sabía que volaba porque cuando baja-
ba tenía en los dedos polvo de haber tocado las bombillas.
Estoy deseando verla. Y a ti también. En cualquier caso, tie-
nes que ir a la boda. Ve sin permiso si es necesario, pero ve,
por favor. Tendrá lugar a las tres de la tarde del cuatro de ju-
nio. Será una boda laica y liberada, y se celebrará en casa de
la abuela de la novia, en la calle Sesenta y tres. Los casará un

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juez. No sé el número de la casa, pero está exactamente dos


portales más abajo de donde vivían Carl y Amy rodeados de
lujo. Enviaré un cable a Walt, pero creo que ya ha zarpado.
Por favor, ve, Buddy. Seymour está esquelético y tiene esa
mirada de éxtasis con la que es imposible comunicarse. Qui-
zá al final todo salga perfectamente, pero odio 1942. Creo
que, en general, por principio, odiaré 1942 hasta que me
muera. Te veré cuando vuelva. Con todo cariño,

Boo Boo.

Dos días después de la llegada de esta carta me dieron


de alta en el hospital, custodiado, por decirlo así, por los
tres metros de esparadrapo que rodeaban mis costillas.
Durante una semana llevé a cabo una campaña agotado-
ra destinada a conseguir el permiso para asistir a la boda.
Al final lo logré, tras congraciarme laboriosamente con
el comandante de mi compañía, un hombre aficionado a
la lectura, según confesión propia, y cuyo autor favorito
resultó ser, casualmente, también el mío, un tal L. Man-
ning Vines. O Hinds. A pesar del vínculo espiritual que
nos unía no pude sacarle más que un permiso de tres
días, que, en el mejor de los casos, me proporcionaría el
tiempo justo para ir en tren a Nueva York, asistir a la
boda, engullir una cena en algún sitio y volver, empapa-
do en sudor, a Georgia.
Recuerdo que en 1942, los vagones de ferrocarril, ex-
ceptuando los coches-cama, estaban ventilados solamen-
te en teoría, iban llenos de policía militar y olían a zumo
de naranja, leche y whisky de centeno. Me pasé toda la
noche tosiendo y leyendo un tebeo que alguien tuvo

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

la amabilidad de prestarme. Cuando el tren llegó a Nue-


va York –a las dos y diez de la tarde del día de la boda–
me encontraba agotado de tanto toser, exhausto en gene-
ral, sudoroso y arrugado, y el esparadrapo me picaba
como un demonio. En Nueva York hacía un calor inso-
portable. No tenía tiempo para ir a mi apartamento, así
que dejé mi equipaje, que consistía en una bolsa de lona
de aspecto bastante deprimente, en una de las taquillas de
la estación de Pensilvania. Para empeorar aún más las
cosas, mientras recorría el barrio en busca de un taxi, un
teniente de Transmisiones, al que al parecer no había sa-
ludado al cruzar la Séptima Avenida, sacó de pronto una
pluma y escribió mi nombre, mi número de recluta y mi
dirección mientras unos cuantos civiles miraban la esce-
na con interés.
Cuando al fin subí a un taxi estaba agotado. Di al taxis-
ta las indicaciones necesarias para que me llevara al me-
nos hasta la antigua casa de Carl y Amy. Pero en cuanto
llegamos a esa manzana todo resultó muy sencillo. Sólo
había que seguir a la multitud. Había incluso un toldo
que llegaba hasta la calzada. Poco después entré en una
casa enorme, donde me recibió una mujer muy guapa,
con el pelo color lavanda, que me preguntó si era amigo
de la novia o del novio. Dije que del novio. «¡Ah!», dijo
ella. «Estamos agrupando a todo el mundo». Se rió de
una forma bastante excesiva y me llevó hasta la que pa-
recía ser la única silla plegable vacía en una habitación
muy grande llena de gente. Desde hace trece años tengo
un vacío total en mi mente con respecto a los detalles fí-
sicos de esa habitación. Aparte de que estaba atestada y
de que hacía en ella un calor asfixiante, sólo recuerdo

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J. D. Salinger

dos cosas: que sonaba un órgano justo detrás de mí y que


la mujer que estaba sentada a mi derecha se volvió y me
susurró con entusiasmo de forma que todos lo oyeran:
«¡Soy Helen Silsburn!». Del lugar en el que se encontra-
ban nuestros asientos deduje que no era la madre de la
novia, pero, por si acaso, sonreí, asentí amablemente, y
estaba a punto de decir quién era cuando ella se llevó un
dedo discretamente a los labios y los dos miramos al
frente. Eran, aproximadamente, las tres. Cerré los ojos y
esperé, con cierta cautela, a que el organista dejara la
música de circunstancias y atacara la marcha nupcial de
Lohengrin.
No tengo una idea muy clara acerca de cómo transcu-
rrió la hora y cuarto siguiente, aparte del hecho funda-
mental de que nadie atacó Lohengrin. Recuerdo unas
cuantas caras desconocidas que se volvían subrepticia-
mente, de vez en cuando, para ver quién tosía. Y recuer-
do que la mujer que tenía a mi derecha volvió a dirigirse
a mí con el mismo susurro festivo. «Debe de haber un
retraso», dijo. «¿Has visto alguna vez al juez Ranker?
Tiene cara de santo». Y recuerdo que, en cierto momen-
to, la música de órgano pasó curiosamente, casi desespe-
radamente, de Bach a una pieza de la primera época de
Rodgers y Hart. Pero me temo que, en general, pasé el
tiempo prestándome a mí mismo una piadosa asistencia
médica con el fin de reprimir mis ataques de tos. Duran-
te todo el tiempo que estuve en esa habitación abrigué la
idea, insistente y cobarde, de que estaba a punto de te-
ner una hemorragia, o, al menos, iba a fracturarme una
costilla a pesar del corsé de esparadrapo que llevaba.

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

A las cuatro y veinte –o por decirlo de una forma más di-


recta una hora y veinte minutos después de que se desva-
neciera toda esperanza razonable– la novia, con la cabe-
za baja y escoltada por sus padres, fue sacada del edificio
y conducida, casi en volandas, por una escalinata de pie-
dra hasta la acera. Después fue depositada –casi pasan-
do, al parecer, de mano en mano– en el primero de los
coches negros de alquiler que esperaban, en doble fila,
junto al bordillo. Fue un momento excesivamente gráfi-
co –propio de la prensa sensacionalista– y, como tal,
tuvo como complemento testigos presenciales, ya que
los invitados (yo incluido) habíamos empezado a salir
del edificio, aunque discretamente, formando una mana-
da atenta, por no decir boquiabierta. Si algo pudo hacer
el espectáculo un poco menos penoso fue el tiempo. El
sol de junio, tan ardiente, tan deslumbrante, y tan próxi-
mo como múltiples bombillas de flash, hacía que la ima-
gen de la novia, mientras bajaba casi como una inválida
los escalones de piedra, se viera borrosa, lo cual fue lo
mejor que podía sucederle.
Una vez que el coche de la novia hubo desaparecido
–al menos físicamente– de la escena, la tensión en la ace-
ra –en especial en torno a la entrada del toldo, es decir
junto al bordillo, donde precisamente me encontraba–
degeneró en lo que, de haber sido la casa una iglesia y de
haber sido domingo aquel día, podría haberse conside-
rado la confusión normal causada por un grupo de feli-
greses que se dispersan. De pronto llegó el contundente
mensaje –que, al parecer, partía del tío Al de la novia–
según el cual los invitados debíamos utilizar los coches
que esperaban junto a la acera, hubiera recepción o no,

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J. D. Salinger

hubiera o no cambio de planes. A juzgar por la reacción


de los que me rodeaban, el ofrecimiento fue recibido, en
general, como un gesto de generosidad. Huelga decir,
sin embargo, que los coches debían utilizarse sólo des-
pués de que un pelotón de aspecto formidable –descrito
como la «familia más próxima» de la novia– hubiera to-
mado el medio de transporte que necesitaba para aban-
donar la escena. Y, después de un ligero y misterioso re-
traso, semejante a un embotellamiento y durante el cual
permanecí curiosamente clavado en mi sitio, la «familia
más próxima» comenzó efectivamente a protagonizar el
éxodo a razón de seis o siete personas por coche en unos
casos y de tres o cuatro en otros. El número de ocupan-
tes dependía, deduje, de la edad, comportamiento y an-
chura de caderas de los primeros que tomaban posesión
del vehículo.
De pronto, siguiendo la sugerencia, notablemente ta-
jante, de uno de los que partían, me encontré parado en
el bordillo, exactamente a la entrada del toldo, ayudan-
do a los invitados a subir a los coches.
Por qué se me había elegido para esa tarea exige una
breve reflexión. Que yo sepa, el hombre de acción ma-
duro y sin identificar que me había seleccionado no tenía
la menor idea de que yo era hermano del novio. Por lo
tanto, parece lógico que me eligiera por razones mucho
menos poéticas. Estábamos en 1942. Yo tenía veintitrés
años y acababa de incorporarme al ejército. Supongo
que fueron solamente mi edad, mi uniforme y la aureola
color caqui, inconfundiblemente de servicio, que me ro-
deaba los que no dejaron duda acerca de mi idoneidad
para hacer el trabajo de portero.

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Levantad, carpinteros, la viga del tejado

No sólo tenía veintitrés años, sino que los míos eran


veintitrés años evidentemente inmaduros. Recuerdo que
introduje a aquellas personas en los coches sin la menor
habilidad. Lo hice manteniendo una falsa apariencia de
cadete inexperto y perseverante que cumple con su de-
ber. De hecho, al cabo de pocos minutos caí en la cuenta
de que estaba satisfaciendo las necesidades de una gene-
ración predominantemente más vieja, más baja y más ro-
lliza que la mía, y mi actitud al sostener a aquellos hom-
bres y mujeres por el brazo y cerrar la puerta de su coche
se fue haciendo aún más falsa que la anterior. De hecho
empecé a comportarme como un gigante excepcional-
mente competente e irresistiblemente atractivo, un gi-
gante joven con tos.
Pero el calor de la tarde era, como mínimo, asfixiante,
y las compensaciones que me ofrecía mi tarea debieron
de empezar a parecerme cada vez más exiguas. De pron-
to, aunque la multitud de personas que formaban la «fa-
milia más próxima» de la novia apenas había comenzado
a decrecer, me lancé al interior de uno de los coches re-
cién cargados en el momento en que comenzaba a alejar-
se del bordillo. Al hacerlo, me di un golpe perfectamente
audible (y quizá merecido) con el techo del vehículo.
Uno de los ocupantes no era otro que mi susurrante co-
nocida Helen Silsburn, quien comenzó a hacerme objeto
de una simpatía sin reservas. Era evidente que el golpe
había resonado en todo el coche. Pero a los veintitrés
años yo era el tipo de joven que ante cualquier lesión re-
cibida en público (a excepción de una fractura de crá-
neo) responde con una risa que suena a hueca y subnor-
mal.

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