Edgar Allan Poe-El Caso Del SR Valdemnar PDF
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© Libro N° 6668. La Verdad Sobre El Caso Del Señor Valdemar. Poe, Edgar Allan.
2 Emancipación. Noviembre 16 de 2019.
Título original: © La Verdad Sobre El Caso Del Señor Valdemar. Edgar Allan Poe
Versión Original: © La Verdad Sobre El Caso Del Señor Valdemar. Edgar Allan Poe
LA VERDAD SOBRE EL
CASO DEL SEÑOR
VALDEMAR
Edgar Allan Poe
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AUDIO:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi
atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de
experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como
inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse
si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia
magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría
dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso
hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros
puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada
la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos
puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la
Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones
polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en
Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez,
tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y
también por la blancura de sus patillas, en violento contrasté con sus cabellos negros,
lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento
muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres
7 veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros
resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba
nunca bajo mi entero
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue
que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para
temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que
pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa,
noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces
se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por
lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el
momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar
veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P ... :
Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche,
y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en
el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la
espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un
color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que
la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi
8 imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me
habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de
entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía
sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores
D... y F...
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me
explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el
pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural,
no funcionaba en absoluto, En su porción superior el pulmón derecho aparecía
parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos
purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y
en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas, Todos estos
fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado
con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la
adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la
tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de
osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos
facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un
domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y
F... se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero,
a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día
siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me
referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró
dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de
inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me
sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de
tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el
experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un
9 estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L...l) me libró de toda
preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi
obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por
mi propia, convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia
el fin se acercaba rápidamente.
El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de
todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en
forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar,
le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba
dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían
sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento
lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue
imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando
llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En pocas palabras les
expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que
el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los
pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del
sujeto.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el
estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba
en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos
médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche
a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de volver
por la mañana temprano. L...l y los enfermeros se quedaron.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces
la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los
párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo;
moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de
ellos estas palabras:
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al
hipnotizado:
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el
intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la
cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible,
12 murmuró:
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los
ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel
adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y
los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de
cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de
su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo.
Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que
antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento
que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada
y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores
de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel
instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos
un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar
a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta
ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por
el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que
lograríamos sería su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses—
continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez
por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo
exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de
considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De
entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo
proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este
descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento,
procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido.
Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo.
Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al
paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer.
Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión
de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo.
Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy
seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar
preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto!
¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del
sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se
encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los
presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable
putrefacción.
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