De Miguel - La Memoria Perdida PDF
De Miguel - La Memoria Perdida PDF
De Miguel - La Memoria Perdida PDF
ISSN: 1131-558X
ras@cps.ucm.es
Universidad Complutense de Madrid
España
Miguel, Jesús M. de
La memoria perdida
Revista de Antropología Social, núm. 13, 2004, pp. 9-35
Universidad Complutense de Madrid
Madrid, España
Resumen
El análisis auto/biográfico se basa en documentos o entrevistas en torno a la realidad social, sobre las rela-
ciones de una persona con la sociedad. La tensión individuo-sociedad es evidente. Se investiga muy poco lo
oculto, lo que no se sabe, lo que se olvida, sobre todo los documentos que no se publican, o las fotos que no
existen. Este artículo reivindica aquello que falta en el análisis -lo missing- y que a menudo se descubre por
causalidad, o por serendipidad, pero que proporciona sentido a la realidad social global. El presente artículo
se basa en el testimonio de diversos informantes.
Palabras clave: Método biográfico, memoria, marginación, familia, olvido, lo missing, fotografía
Abstract
(Auto)biographical analysis is based on documents or interviews centered on social reality and on a perso-
n's relationship with society. Tension between the individual and society is obvious. What is hidden, what is
unknown and what is forgotten, especially unpublished documents and non-existent photographs, are rarely
studied. This article recovers what is missing in the analysis and what is often discovered by causality or by
serendipity, but what provides sense to the overall social reality. The article is based on testimonies from
several informants
Key words: Biographical method, memory, social deviation, family, to forget, missing, photography
SUMARIO 1. La coherencia del caos. 2. Santa Rita, Rita, Rita... 3. La foto missing. 4. Referencias biblio-
gráficas.
1 "Don't ever tell anybody anything. If you do, you start missing everybody". J. D. Salinger, The
Catcher In the Rye (Boston: Little, Brown and Company, 1951), es la frase final del libro (capítulo 26).
Véase la bibliografía al final del artículo. Luego, sobre el caos, he utilizado algunas (buenas) ideas de
la profesora Diana Sancho a quien doy las gracias. A Jara D. Sanchez le agradezco su serenidad. Jesusa
ha sido una fuente de sugerencias.
2 Me refiero al libro de Sigmund Freud. Un ejemplo típico de exclusión simbólica, precisamente con
relación a Freud, es el libro de Paul Roazen, Brother Animal: The Story of Freud and Tausk (1969):
"¡Nadie querrá hablarle de Tausk!" es la frase que hizo a Roazen escribir ese libro. "Antes de suicidar-
se, Tausk dejó instrucciones para que se destruyeran todos sus papeles; fue preciso un día entero para
quemarlos. Tausk deseaba quedar borrado para siempre de la memoria humana: la Historia se encargó
de cumplir su voluntad. Ahora, a los cincuenta años del suicidio de aquel hombre, este libro tal vez
ayude a resucitarlo" (p. 15).
Sería interesante volver a entrevistar a esta persona —diez años después— para
ver si la memoria de su vida se conserva, y si ha resuelto algunas de las preguntas
vitales que plantea. En la sociedad postmoderna, y postmaterialista actual, una per-
sona rehace su autobiografía continuamente. Es parte de la tensión individuo-
sociedad que plantea este informante. Según pasan los años, las personas continúan
realizando un análisis autobiográfico. De esa forma construyen y reconstruyen su
identidad personal en relación con la sociedad. El problema es que la sociedad tam-
bién cambia. El ser humano se observa dentro de una estructura social cambiante.
Con cada año, con cada vuelta de tuerca, las personas van cambiando la imagen que
tienen de sí mismas. Por eso sería interesante estudiar cómo este informante recons-
truye su vida. En parte depende de su memoria, de lo que recuerda de cuando tenía
18 años, pero también de los trozos de memoria supuestamente perdida.
El tema de la memoria perdida lo estoy analizando actualmente en una historia de
vida extensa, titulada provisionalmente Psicoanálisis y Sociología, que es la vida —
contada por él mismo— del psicoanalista Juan Campos Avillar. Entrevistar (con
magnetófono) y transcribir la vida de un psicoanalista es tarea sumamente difícil;
precisamente por ello es un reto intelectual singular. De su prefacio quiero entresacar
unas frases que se refieren directamente al problema de recordar y de la memoria
perdida. Juan Campos (2004) sugiere:
“La vida puede tener una coherencia global; o bien ser incoherente pero
bella. En la memoria las piezas son como trazos, que se quedan pegadas a las
paredes. Unas son imágenes, otras palabras, otras olores. A medida que vamos
escarbando o profundizando en la poza de los recuerdos y que los vamos
sacando a flote, dejando secar, y deletreando, se convierten en memoria viva.
Hay algunas cosas que son formidables. Olores, sabores, imágenes sueltas.
Estaban ahí pero no nos dábamos cuenta. […] La memoria falsea la realidad,
que a su vez es compleja por naturaleza. Habría dos textos posibles: uno es lo
que de entrada hay en mi memoria, otro al contrastarlo con la realidad. […]
Dentro de esos recuerdos hay algunos que están en la superficie y basta con
coger la caña para acercarlos, e irlos coleccionando, secarlos y analizarlos.
Son como un cronograma, las fotografías, los puntos tangenciales. Pero hay
recuerdos para los que hace falta sumergirse en la poza de los recuerdos. Ese
pozo negro de los recuerdos es arriesgado. No hay más remedio que hacer
como los pescadores de pulpos de la costa mexicana del Pacífico. El pescador
que va en busca del pulpo se sumerge atado a una soga. El pulpo se le agarra
y el amigo tira de la cuerda. Salen los pulpos vivos con todo lo que se hayan
tragado. […] Este pensamiento me lo ha inspirado Norbert Elias con la idea
de que una vez muerto la conciencia personal termina. No hay nada más.
Puede haber otra vida, pero no conciencia personal. Conciencia quiere decir
conocer con los demás. […] El sistema no tolera algo que le haga cambiar; tal
vez se consiga en el futuro. Por eso lo dejamos por escrito. En este universo
simbólico la escritura sirve para comunicarse a través de generaciones, más
allá de las imposiciones que en un momento implica el sistema.”
Juan Campos defiende la escritura de historias de vida, como una forma de auto-
conocerse, pero también de hacer accesible el análisis de la relación individuo-
sociedad, en un tiempo concreto, a otras personas. Charles Tilly afirma que “La
sociología sin historia es como un decorado de Hollywood: paisajes magníficos, pin-
tados a veces de forma maravillosa, pero con nada ni nadie detrás de ellos”. La cita
aparece en el libro de Robert L. Miller (2000: 21) titulado Researching Life Stories
and Family Histories. Una idea muy similar aparece en 1996, en el libro La memo-
ria inquieta de Esteban Pinilla de las Heras, que son sus memorias de 1935 a 1959,
en España. El capítulo primero es esencial para el tema que aquí estamos analizan-
do: “¿Por qué continuamente se está rescribiendo la Historia?” Pinilla de las Heras
inicia ese capítulo —y el libro— con un verso de Miguel de Unamuno, escrito en
1936, pocas semanas antes de su muerte en Salamanca:
“Felicidades
Acabas de recibir
una Bendicion de Santa Rita de Cassia. Pidele algo y Pasalo a 6 Personas
antes de 36 dias y lo que pediste
se te consedera
Santa Rita de Cassia es la
patrona de las Causas
imposibles, confia en ella”
Conozco a Alfonso —mi informante— desde hace casi veinte años, y estoy en su
lista de direcciones de internet. Supongo que esa es la forma en que me llega esta
bendición de Santa Rita. En vez de pedir algo y “pasarlo” a seis personas más, con-
testo a la lista de envío original señalando que tal y como está el mundo es mejor
que Santa Rita “nos pesque confesados”; expresión castiza que sugiere que las gue-
rras y cataclismos recientes son considerables. Algunos de la lista me contestan
empezando una típica relación epistolar con personas que ni siquiera conozco. Mi
informante me contesta con un mensaje que titula “Confesión”. Lo recojo aquí ver-
batim:4
“Estimado Jesús:
Si Santa Rita me ha de pillar confesado, te diré que mis ‘pecados’ son demasiado
extensos en calidad y cantidad y incluyen todos y de todos los tipos que imaginaros
podais (con ello no me extenderé más). No espero el perdón, pero si la benevolen-
cia y comprensión y un poco de amnesia repentina y amor puro.
Si yo fuese el confesor, y no digo ya si yo fuese Dios..., creo que ofrecería ese olvi-
do repentino y cariño esencial que espero me caracterice en mis futuros juicios si es
que llego a ellos algún día. ¿La virtud probada —en ese aspecto— ha sido manifes-
tada durante estos últimos años... desde 1967 por mi parte?
Que Dios me perdone sobre todo la insolencia que ya me han dicho que me carac-
teriza, pero el cambio no existe dicen también no?...
3 Conservo la grafía exacta y el texto en castellano (latinoamericano) y sin acentos como en el origi-
nal.
4 Se respeta el idioma y grafía originales
5 Todos los nombres propios de los textos de los informantes,en el presente artículo, son diferentes
de la realidad.
3. La foto missing
Hay un sustrato de no conciencia (o de inconsciencia a veces) que sin embargo es
bastante racional o elaborado. Es como cuando decimos que la mente sabe más que
uno mismo. El placer —para Freud— es la realización de un deseo histórico, insa-
tisfecho por las generaciones anteriores. En ese sentido lo que nos falta es el secre-
to de lo que somos. Pongo un ejemplo que inevitablemente aparece en primera
persona, pues es el propio yo el que se sorprende. Una informante —Cristina—
actualmente de 23 años de edad, me hace llegar una carta que su padre (Julián) le
escribió para su 18 cumpleaños. La carta trata precisamente de una foto missing, que
falta, y mediante la cual es posible reconstruir el análisis de la realidad. Como en el
caso de Carlo Ginzburg —en Il formaggio e i vermi— habría que preguntarse cuán-
tas fotos faltan en los análisis que realizamos como científicos sociales, y cómo
podríamos superar el problema de la memoria perdida. Pero en vez de analizar aquí
ese problema, reproduzco palabra por palabra la carta que mi informante me hace
llegar.
“Querida Cristina:
Vuelvo a casa, asadito de calor, y prendo la televisión. Todas las tardes veo
el hombre del tiempo. Explica la temperatura sobre un mapa grande, multi-
color, de Estados Unidos. Hay algunas nubes pintadas, pero sobre todo man-
chas amarillas que representan tiempo soleado. Las zonas en que hay calor
aparecen en naranja, y las altas temperaturas en rojo. Si supera los cien gra-
dos, aparece en granate. Suele ser una forma oblonga en el sudoeste, justo en
la frontera con México, a la altura del Golfo de California. En todo este agos-
to no hemos bajado de “el triple dígito” como dice enfáticamente el hombre
del tiempo. Nunca he aprendido a traducir fahrenheits en centígrados, pero sé
—por experiencia— que ciento diez grados fahrenheit es mucho, muchísimo,
calor.
Claro que no todo los caballos son igual de buenos. Darío abre la boca y me
enseña cómo la coz de un caballo (era “otro caballo, no mi alazán”) le partió
la lengua cuando era pequeño. Bueno, no está totalmente partida; no es un
espectáculo horrible; ahora están de moda los piercings. Solo una gran cica-
triz, como un Cañón del Colorado en miniatura sobre la superficie lunar de la
lengua. De pequeño me impresionaba mucho. Me prometí no dejarme nunca
cocear por un caballo. Aunque un verano que fui a la era —tendría yo unos
trece años— uno de los caballos estuvo a punto de darme un disgusto. Desde
entonces les tengo un respeto doble.
Las entrevistas con Darío iban aproximadamente en orden cronológico.
Recuerdo que una vez pedí a mi padre me contase su boda. ‘En aquella época’
—me cuenta Darío— ‘no se hacían bodas como ahora’. Apenas fueron fami-
liares a la suya. De los diez hermanos ninguno. Fue en la iglesia, en una igle-
sia de Salamanca, aunque no recuerda exactamente cuál. Fueron sus padres,
los padres de Mariana, y alguno más. No se hicieron foto. Cuánto me hubiese
gustado ver la cara que ponían mis padres el día de su boda. Me extraña sobre-
manera que no se hiciesen foto. Tenían dinero, Darío era el primogénito, y en
Salamanca había fotógrafos: malos y cursis… pero fotógrafos. Los recién
casados se sacaban fotos; los libros de fotografías están llenos de ejemplos.
‘No,’ repetía Darío, ‘en aquella época no se hacía nada de nada; era la guerra
civil, y no estaba el horno para bollos’. En realidad se casaron justo antes de
la guerra civil, pero yo le acepto que el 12 de febrero de 1936 la situación
debía ya estar revuelta. Mi hermano mayor nació al empezar 1937, y cinco
meses después mi padre tuvo que ir a la guerra.
Pero había algo que no encajaba. Darío era el primogénito, y aunque la
situación política en los pueblos estuviese complicada, casar al primogénito
de una familia patriarcal de once hijos era palabras mayores. Había pasado
algo que Darío no me contaba. Yo hubiese dado mucho por ver la foto de boda
de mis padres. No había duda que se habían casado. Yo mismo había tenido
que presentar el Libro de Familia varias veces en el colegio para matricularme
y para examinarme de bachillerato. Pero faltaba la foto de boda.
Sencillamente nunca fueron al fotógrafo. Sospecho, pues, que la realidad que
estoy viendo en las miles de fotos del pueblo de Deleitosa no es toda la ver-
dad, pues hay muchas fotos missing, fotos que nunca se hicieron.
Mis padres son tan mayores —en sus ochenta— que aprovecho siempre la
visita a Madrid para poner un poco de orden en casa de Darío y Mariana. Ya
se sabe cómo son los viejos: lo guardan todo. Desde calendarios del repre-
sentante del gas, hasta las gangas de El Corte Inglés en las rebajas de enero
de hace siete años. Así que repaso los papeles, los diversos sobres y cajas de
zapatos, y tiro la mitad. Subconscientemente espero que la foto de la boda de
Mariana y Darío aparezca en cualquier momento, con marco dorado, debajo
tenido mucha leche, y ha dado de mamar a todos los hijos bastante. Cuentan
que mi hermano mayor volvía de le escuela y pedía la teta. Mamaba un rato.
Eran otros tiempos. Así hemos salido todos de sanos. No hubo foto de boda,
ni tiempo, ni ganas. Luego mi padre siguió viviendo con sus padres. Mariana
y el bebé con mi abuela, la maestra del pueblo. No sé si les dejaban verse
mucho, ¡pues a pesar de estar casados fueron separados!. La primera
Nochebuena la pasó mi padre solo en el bar. Me imagino ahora la cantidad de
sufrimiento que tuvieron que pasar los dos. Era un sociedad bastante cruel.
La figura de mi madre, una mujer callada, trabajadora infatigable, casi anal-
fabeta, se engrandece de pronto a mis ojos. La foto missing trae una nueva paz
y alegría a mi vida. Ahora valoro mejor a Mariana. Imagino lo que debió pasar
a sus veintitrés años. Nueve meses de agonía sabiendo que estaba embaraza-
da. Un matrimonio forzado, sin gracia, sin foto siquiera. El esposo y padre que
se va a la guerra. Criando ella sola a su hijo del alma. Mi padre tres años en
el frente, con algunas escapadas fugaces a ver a la familia en la Castilla pro-
funda. Luego la vuelta a la paz, que no al sosiego. El nieto de la maestra seña-
lado con el dedo en el pueblo. Los hermanos y padres en contra. La España
negra en acción.
En Villamayor también nació luego mi otro hermano. Mis padres se liaron
la manta a la cabeza —literalmente— y en el año 1944 se fueron a vivir a San
Sebastián. Allí en “la bodega” (el sótano) de la casa de San Marcial 30, cerca
de La Concha, nací yo tres años después. Mi madre de portera, mi padre de
subalterno en la Delegación de Industria. Sabían leer y escribir por los pelos
pero salieron adelante, como tantos otros españoles/as de la época. Mi her-
mano el mayor en el pueblo era el número uno en la escuela, pero en San
Sebastián agarraba los cuentos de la época y no entendía nada. Lloraba de
rabia. Menudos años debieron ser cuando el colegio de mi hermano mayor
costaba al mes más que el sueldo que ganaba mi padre. Pero Mariana recuer-
da esos años en San Sebastián como los más felices de su vida. Se había
escapado de su familia, del pueblo, de la historia aquella. Habían empezado
una nueva vida. Desde entonces fuimos una familia algo errante, muy unida,
con un enorme deseo de seguir adelante, de triunfar. Quizás excesivo.
Entiendo ahora el entrañable amor de Mariana por su hijo mayor. Él fue su
pasaporte para la libertad, quien le permitió casarse con Darío, el verdadero
hijo de sus entrañas. Durante años me ha emocionado ese amor de Mariana
por mi hermano mayor. Mi madre es una mujer reservada, callada, que ve,
procesa y calla. Nunca nos ha besado mucho. Dicen los psicólogos/as que
aquellas personas que nunca han sido besadas, ni recibieron cariño en su
infancia, de mayores a su vez no saben mostrar ese cariño a los suyos. Yo
siempre pensé que en España, en los años cincuenta y sesenta, las madres no
besaban a sus hijos/as. Pero me equivocaba. Sencillamente mi madre no nos
besaba mucho. Eso no significa que nos tuviese menos cariño. Mariana ha
sido la madre perfecta. Siempre cuidándonos, trabajando desde la salida del
sol hasta el ocaso, respetándonos. Consejos pocos pero buenos. Sabiendo
siempre más de lo que dice. Con cierta socarronería, que Darío, cuando se
enfada dice que es cuquez. —‘¡Es que eres una Cuca!’
El libro de mi padre se me empieza a deslizar de las manos. Pierdo el con-
trol. Todo por una foto missing que nunca existió. Dudé de si debía rehacer la
historia o dejarla tal y como me la contaba Darío. No le dije nada. Alguna otra
vez removí el cuchillo en la herida preguntando sobre la boda, la iglesia, el
restaurante, o la foto. Pero el astuto Darío había urdido la historia bien durante
décadas y no pensaba cambiarla ahora. Si Darío no hubiese falsificado el
Libro de Familia ni mis hermanos ni yo hubiésemos estudiado en el colegio
de los jesuitas, tampoco habríamos conseguido beca, seguramente nunca
habríamos ido a la Universidad. Tampoco estaría hoy en Arizona escribiendo
esto en el ordenador. Sólo se habría salvado mi hermana, que siendo la nena,
la pequeñaja, le tocó ir al Colegio Estudio y gozar de la tradición de la
Institución Libre de Enseñanza. Quizás ni siquiera ella, pues mi hermano
mayor fue quien abrió camino a nosotros tres. Darío lo reconoce varias veces:
—‘Tu hermano no quiso ponerse a trabajar, dijo que ni hablar, que tenía que
estudiar.’ A su vez Mariana apoyaba. Como hija de maestra se ponía de parte
del hijo asegurando que estudiar era bueno. Había, pues, que cambiar un siete
por un seis, y rehacer la historia. Una mentira blanca en la que nadie perdía
y todos ganábamos. Algún día, pensaron mis padres, ya nos enteraríamos.
Pero cuanto más tarde mejor. ¡Medio siglo!
Cuando iba al colegio, de pequeño, yo siempre estaba orgulloso de que mi
madre era de Madrid. Mi padre era castellano-viejo, y luego maqueto en el
País Vasco. Pero mi madre era de la capital, de Madrid. Además era hija de
maestra. Estaba yo orgulloso también de que mi madre había nacido en un
hospital, nada de en casa, en la Maternidad de la calle O’Donnell. Es actual-
mente una maternidad para señoras snob, de clase alta. Pero por Darío no
averiguaba mucho de Mariana. Repetía que era la esposa perfecta, y que él la
había salvado de ser la cenicienta en casa de sus padres. Que la tenían como
criada, cuidando de la casa y de sus hermanos mientras mi abuela daba clases
en la escuela. Que ni siquiera la habían llevado a la escuela. Le pregunté
varias veces por qué mi madre había nacido en Madrid, teniendo en cuenta
que la familia vivía en Valladolid y luego en Salamanca. Tampoco es que les
pillase un veraneo pues mi madre nació un 14 de octubre, el del año 1913; dos
años después que mi padre. La abuela Ana, la madre de Mariana, debía tener
entonces unos veintiún años.
Empiezo a darme cuenta de que las fotos missing reverberan en el desván
de la mente. No existen, pero emanan luz, fosforecen en el fragor de la vida.
Quizás es que faltaban más fotos. Mariana apenas aparecía en las fotos. Las
de cuando era pequeña quedaron, dice Darío, en casa de la abuela. —‘Se
quedaron con todo, hasta con la herencia.’ Prometo pues hacer un viaje a
Salamanca, a casa de la tía Orenciana, a ver fotos. Dudo. Estoy haciendo una
historia oral, no una novela de detectives. Claro que me hubiese encantado ver
la foto de mi madre recién nacida, la de su primera comunión, o su primer día
de escuela. ¡Ver la cara de mi abuela a sus veintiún años! A lo mejor mi hija
se le parece. Así que después de llamar a la tía Orenciana, y casi prometer un
viaje, no me atrevo a ir a Salamanca. Empieza a preocuparme saber demasia-
do. Me da igual miedo lo que puedo ver en casa de la abuela, como el hacer
un viaje para nada. A lo mejor no hay fotos de Mariana. El libro de Darío se
puede eternizar.
Ya sé que es la historia de Darío, pero hay algunos datos mínimos de la vida
de Mariana que son necesarios para entender la historia de la familia. Darío
admite que sabe poco. Bajando la voz me confiesa el secreto de que a veces
Mariana se había quejado a su hermano Paco de que su padre la pegaba. Que
no la querían. Una vez Darío vio las marcas de cómo la habían pegado. La
sangre le hervía a Darío, pero no dijo nada a Mariana. Pocos años después
escaparían de aquel infierno marchándose del pueblo. A Mariana todo lo que
se refiere a ese pueblo le da alergia, pero de verdad. Le salen ronchas cada vez
que alguien del pueblo viene a casa. Es una alergia real no imaginada, que yo
he heredado, y que a veces me sale en la mejilla izquierda. Escribiendo esto
me rasco. Es un eczema. Cuando yo era pequeño tanto mi madre como yo nos
poníamos un montón de crema cuando nos salía. La alergia venía y se iba, sin
avisar. Hace ya tiempo que no da la lata, pero está ahí latente…
¿Por qué mi madre había nacido en Madrid? Darío decía que en aquella
época era así. Ya me estaban a mi tocando las narices las explicaciones
antropológicas de mi padre, de que en aquella época se hacía así. Es obvio
que no todos los recién nacidos de España nacían en Madrid. Tenía que haber
una razón más plausible. Pensé que lo mejor era preguntárselo a mi madre.
Durante los dos años que grababa las conversaciones con Darío, Mariana
aceptó que la vida de la familia fuese contada por el ‘cabeza de familia’.
Condescendió a que quedase siempre la interpretación de Darío. Yo sospe-
chaba que ella sabía cosas que Darío ignoraba, pero es complicado escribir
dos historias distintas al mismo tiempo. Faltaba por describir, entre otras
cosas, lo que ella sintió al quedar embarazada, y cómo pudo ocultarlo casi
hasta el día del parto. Mariana no se sentía celosa de que Darío contase su his-
toria, o de que yo le dedicase tanto tiempo a mi padre y no a ella. Asumía así
el papel que le tocó representar en su vida. Durante la historia de la familia se
notan algunos bandazos, o cambios de dirección, para los que no hay una
explicación clara. Darío asegura que es el destino. Pero detrás de esos cam-
bios yo noto cada vez más un golpe de timón de Mariana. De forma callada,
Mariana tomaba algunas decisiones en momentos oportunos. Así que si yo
estaba escribiendo una historia de la familia, tenía que preguntarle un par de
cosas antes de que fuese tarde. Por ejemplo, debía de haber comprendido
antes por qué era ella la que guardaba el Libro de Familia, y por qué al dárme-
lo lo hizo con sus preciosos ojos azules extrañamente brillantes.
Un día aprovechamos los dos —Mariana y yo— que Darío se había ido a la
oficina y que Aurora estaba arreglando la casa. Nos sentamos a hablar en el
sofá. Los dos sabíamos que había poco tiempo, y que convenía ir al grano. La
conversación apenas duró un cuarto de hora, pero la recuerdo como un siglo.
Mi madre está ya mayor, y a menudo se queda pensando. A veces recuerda
detalles pequeños con memoria aguda. En otras ocasiones sencillamente calla.
No hubiese sido fácil escribir un libro con su versión de la saga familiar.
Debía de haberlo realizado unos años antes, pero yo entonces vivía en
Canadá. Había dejado pasar la ocasión. Ese día Mariana se esforzó en con-
tarme los enigmas que faltaban; las fotos que nunca fueron sacadas, y por qué.
El sol entraba a raudales por el ventanal, por la espalda, sobre el sofá, así que
apenas veía yo las facciones de Mariana... hasta que la oí sollozar.
Me contó que efectivamente quedó embarazada de Darío, pero que no dijo
nada a nadie. Que ya cerca del parto no lo pudo ocultar y que el médico de la
familia —Don Bernardo— la trató muy bien. Darío estaba lejos del pueblo,
en Vitigudino vendiendo o comprando ganado. Ni se enteró. Darío y Mariana
se casaron unos días después (veintitrés días), pero no hubo tiempo para la
foto pues Mariana tenía que volver rápidamente a dar de mamar al bebé. La
leche se le salía. Desde siempre ha querido mucho a ese hijo. Unos años
después nació Oscarín, pero se murió a los seis meses. Tanto mi padre como
mi madre lloraron mucho a ese Oscarín. Todavía lo recuerdan. ‘Óscar’ es
nombre de mala suerte en nuestra familia. Un hermano de Mariana llamado
Óscar también murió cuando era adolescente. Los demás hermanos nunca
supimos mucho de esos Óscar.
Mariana habla por primera vez, y ya nadie le va a impedir contarme su ver-
sión. Le pregunté por qué había nacido en Madrid. Ella, claro, no recuerda
mucho su propio nacimiento. Su madre había quedado huérfana. Su abuelo
Óscar —que era guardia civil— debió morir hacia el año 1903, dejando una
esposa viuda (Inés) con su hija Ana. Esa Ana es mi abuela, la maestra. Las
fechas exactas no importaban, no había tiempo. Ya me encargaría yo luego de
averiguarlas. La historia se repite. Cuando mi abuela Ana queda embarazada
de su hija Mariana no estaba todavía casada con mi abuelo Eleuterio. Mi
abuela Ana descubre que está embarazada y abandona el pueblo, y se va a
Madrid. Así nadie en el pueblo se entera de su embarazo. No se trata sólo del
oprobio de ser madre soltera, sino además seguramente cuestión de dinero.
Inés y Ana vivían juntas de una pensión del abuelo,que fué guardia civil. La
pensión de orfandad duraba seguramente hasta que la niña se casase.
El embarazo fue, pues, doblemente inconveniente.
De acuerdo con su madre Inés, y en secreto absoluto, Ana fue embarazada
a la capital, y solicitaron el parto en la Maternidad de O’Donnell. La vida
cambia y yo, tonto de mí, no había caído en la cuenta. Lo que ahora es mater-
nidad de mujeres de clase alta, y un poco snobs, a principios de siglo era la
Maternidad del Estado, donde las mujeres pobres, las gitanas —y las solteras
embarazadas— daban a luz en Madrid. Allí nació Mariana, mi madre. El
orgullo que yo sentía siempre de que mi madre fuera de la capital, se tam-
baleó. Todo mi pedigrí capitalino provenía de que mi abuela Ana, para ocul-
tar su embarazo, los últimos meses de embarazo los pasó en Madrid, y parió
en O’Donnell. Luego se volvió al pueblo… sin Mariana. Mariana de los
Ángeles. No llegó ni siquiera a tenerla en sus brazos. Eso me lo recuerda ella.
Allí mismo, en el hospital, Mariana fue dada a una familia gitana, mendi-
gos, que la acogieron por unas monedas. Años después, me cuenta Mariana,
cuando murió la abuela Ana, —‘encontré unos recibos de dinero de la abuela
con aquella familia. Me dio tanta rabia que los rompí.’ Se puso a llorar.
Mariana vivió toda su infancia en Madrid con esa familia gitana. Tenía una
hermana querida, que se llamaba también Mariana. Era un poco mayor que
ella, y le cuidaba muy bien. Cada día iban las dos juntas a pedir limosna.
También a mendigar a las fábricas, y solicitar pan duro por las casas. Siempre
con su hermana Mariana de la mano. La familia la quería muchísimo. —‘Se
portaron muy bien conmigo’ me cuenta mi madre. Recuerda que la querían
muchísimo. —‘Eran muy buena gente.’
Nunca averigüé donde vivió ella en Madrid exactamente; ni el apellido de
la familia gitana. Tampoco recordaba ella dónde vivió antes de la guerra.
Vagamente era detrás de una estación de ferrocarril, pues cada día para ir a
pedir tenían que cruzar las vías del tren. Era muy peligroso. Recuerda con
angustia el miedo que tenía a los cinco años al cruzar las vías del tren. Mi
madre se agarraba a la mano de su hermana Mariana, y las dos juntas cruza-
ban corriendo las vías. Pasaban a veces por los pelos. Un día no se atrevían a
cruzar y un hombre les dio la mano y cruzó con ellas; con mucho cuidado. Mi
madre dice que el corazón le golpeaba dentro del pecho por el miedo. Se agar-
ró fuerte a la mano de su hermana. Cuando cruzaron al otro lado lloró de ale-
gría y se lo agradeció a aquel hombre. Nunca podrá olvidarse de aquel día
aunque nunca se lo ha contado a nadie. Hasta hoy. A mí.
Las dos hermanas Mariana cada mañana salían a pedir pan duro, algunas
monedas. Sobre todo a la salida de las fábricas. La gente les daba algo, y
volvían juntas a casa. Vivían de la limosna. Aquella familia no tenía casi nada,
eran gitanos, pero querían mucho a mi madre, y lo compartieron todo con ella.
Mi madre era muy feliz. No conocía otra cosa, pero era dichosa. Mucho más
que después. Mi madre tiene los ojos azules, y seguramente era algo rubiales,
así que como gitana quizás no pegaba mucho. Quería más que a nadie a su
madre y a su hermana Mariana. En la familia había también un padre y un her-
mano.
Mientras tanto, en el macizo de la raza —expresión que le gustaba a
Dionisio Ridruejo— la abuela Ana rehizo su vida. Casó mal, con Eleuterio,
que hacía de prestamista pero en el fondo vivía de ella. Ana terminó además
la carrera de maestra, y ganó su primer trabajo en Lugo, en un pueblito que
Mariana ya no recuerda si era Castroverde o Castro de Rei. Ana fue allí a vivir
con su madre Inés, el marido Eleuterio, y pronto les nacería un hijo varón:
Óscar. Era una familia casi feliz. Pero el pasado pesa como una losa. Como
solía decir Pancho Marsal, en todas las familias hay siempre un primo evapo-
rado (que desapareció de la familia, que está missing) y un tío buenazo.
Efectivamente un tío bueno convenció a mi abuela Ana que no podía dejar a
su hija en Madrid en manos de unos gitanos. Mariana debía ser ya una moci-
ta. Tenía que traerla y darle los apellidos de la nueva familia. Así que después
de tormentosas deliberaciones decidieron enviar a Eleuterio a Madrid a
recoger a Mariana, y traerla al pueblo de Lugo. Allí ya nadie conocía a Ana,
ni sabía su historia. Además ya tenían un hijo varón, Óscar, y nadie notaría la
diferencia.
Nunca he averiguado si Eleuterio es realmente mi abuelo (tu bisabuelo).
Seguramente no lo es. No importa. A estas alturas, pienso, ya da igual la his-
toria real. Eleuterio podría ser el que deja embarazada a mi abuela, ella da a
luz secretamente en Madrid, abandona la hija, y vuelve al pueblo. Mi abuela,
unos años después se casa con el mismo novio. Pero mucho más romántico
sería que el padre fuese en realidad un capitán alemán de ojos azules, que
luego muere en la guerra. Seguramente nunca conoceré a mi abuelo. Las fotos
missing se amontonan ya como las cartas del tute. Una foto missing lleva a
otra foto missing. Quizás sea mejor dejarlo estar.
Mariana no quiere irse de su familia gitana. Es feliz. Le gusta vivir con
ellos. La han criado, vestido, alimentado, y ha pasado con ellos toda su infan-
cia. Son muy buenos con ella. Quiere mucho a su hermana Mariana. No le
gusta Eleuterio. Pero la decisión está tomada, y la fuerza de la ley es superior
a los sentimientos de una mocita. Dócilmente Mariana recoge sus cuatro
cosas, y viaja con Eleuterio a Lugo a vivir con ellos. Pero quizás es ya dema-
siado tarde. Mariana es una hija-de-maestra extraña, que no sabe leer ni
escribir. Tiene además costumbres raras. Pero es callada, y trabaja muy bien.
Mis abuelos no supieron qué hacer con ella. La vistieron de criada, y a limpiar
la casa. Cuida de su hermano Óscar. Está a punto de nacer la segunda hija,
Orenciana (1923), y la familia redondea luego la descendencia con el
nacimiento de otro niño varón, Martín, tres años después. Ya nadie se preo-
cupa de Mariana. La abuela Ana seguramente hizo de tripas corazón, y olvidó
el romance de su juventud. Mariana cuida de Óscar, de Orenciana y de Martín.
La abuela hace de maestra, y cuando vuelve a casa todo está cuidado por
Mariana. Eleuterio está todo el día en el casino. No tiene trabajo conocido:
presta dinero; son seguramente cuatro perras. Como señala Darío, tenían a
Mariana de cenicienta; pero no metafóricamente, sino de verdad, de criada, de
esclava.
Ahora entiendo el misterio de que mis tíos —tanto Orenciana como
Martín— fueran a la Universidad, tengan carrera superior, y que mi madre
apenas si sabe escribir su nombre. Ahora, a sus ochenta y seis años, la médi-
ca le ha recomendado que escriba. Dócilmente rellena cuadernos y cuadernos
de una letra redonda, angelical, copiando de alguno de los múltiples libros que
hemos ido dejando los hijos en la casa de Madrid en los sucesivos naufragios.
Dice la médica que es bueno para ella escribir y esforzarse. Me llama la aten-
ción ver ahora a Mariana escribiendo por prescripción médica cuando durante
su niñez se lo prohibieron. Pero mi madre tiene sus pequeñas venganzas.
Aunque realmente se llama Mariana de los Ángeles siempre se ha negado a
utilizar ese nombre tan largo. “Mariana es más sencillo. Mariana a secas.”
Pero ahora entiendo que a sí misma se dice: “Mariana, como mi hermana
Mariana”. Es un homenaje minimalista a la persona que más quiso en su
infancia. Recuerda Rosebud.
No debió ser una familia feliz. Al menos mi madre no debió ser feliz en
Galicia, ni luego después en Salamanca. Era la criada de la casa. La hija real,
y primogénita, que nunca fue a la escuela; lavando escaleras y limpiando
culos. Aceptó el papel que le tocaba, pues no había otra posibilidad. Cuidó
siempre de sus hermanos con enorme cariño. Durante toda la vida siempre le
he oído hablar bien de ellos. Los ha querido y ha seguido cuidando de ellos
incluso de mayor. De su padre —el abuelo Eleuterio— nunca le he oído dos
palabras. En Lugo empezó a aprender a no ser querida, a quedarse callada,
muda. Nada de su vida real podía ser contado, ni a su propio marido. Mucho
menos a sus hijos o a la nena. Ojalá que ellos no pasasen por las penalidades
de su vida. Con eso le basta para ser feliz. Seguimos sentados en el sofá.
Mientras me lo va contando todo se le saltan las lágrimas, que bajan a rau-
dales por su regazo, inconteniblemente. Ya le queda poco más por contarme.
Confía en que yo luego ate cabos.
¡Ayer vio a su hermana Mariana! Mis padres iban paseando juntos por la
calle Princesa. De pronto allí mismo, junto a El Corte Inglés, sentada en el
suelo pidiendo limosna estaba su hermana querida, Mariana. Era ella. La
misma mirada. Mariana me asegura que se reconocieron. Se miraron a los
ojos, y a su mente vino cuando cruzaban juntas las vías del tren, con el
Aquí termina la carta. Este ejemplo sugiere la forma en que las familias,
como instituciones sociales, recuerdan y olvidan. Por un lado, el internet y el telé-
fono móvil, el establecimiento de nuevas redes sociales y, por otro lado, la fragili-
dad de las relaciones interpersonales están transformando los procesos de recordar
y olvidar. El penúltimo libro de Zigmunt Bauman sobre Liquid Love —en 2003—
pone de manifiesto que la memoria familiar y las estrategias que definen la historia
familiar están también cambiando aceleradamente. Las familias no son sólo institu-
ciones de control social típico, sino que incluso controlan la producción del
conocimiento y su transmisión. La posesión más valiosa de una familia es la infor-
mación, incluyendo la documentación visual sobre sus miembros. Las interacciones
familiares se basan en contar a los demás miembros lo que deben pensar y lo que no
deben de preguntarse. La desviación se soluciona expulsando a personas de la red
familiar, haciendo incluso desaparecer sus fotos. Lo importante es que ese proceso
no se note. La solidaridad familiar se dedica a preservar la memoria de la familia en
la forma de una historia prevista y “normal”. Así la familia controla la memoria de
sus miembros. Las representaciones familiares (colectivas) es lo que constituye el
orden social. Pero las ciencias sociales deben dedicarse a analizar esas estrategias
colectivas.
Todo científico/a social que se dedique a realizar biografías e historias de vida, o
entrevistas en profundidad, tiene que tener muy en cuenta lo sugerido en este artícu-
lo sobre la forma en que las familias recuerdan, y sobre todo la forma en que olvi-
dan. Como sugería C. Wright Mills “ningún estudio social que no vuelva a los pro-
blemas de la biografía y de la historia y de sus intersecciones dentro de la sociedad,
ha terminado su jornada intelectual” (1961: 26)6. La realidad social no es sólo la que
existe o es visible sino también lo que falta, lo que está missing. Más aún: es la
memoria perdida lo que suele dar sentido a la realidad global. Who is afraid of
Virginia Woolf ?
4. Referencias bibliográficas.
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2003 Liquid Love. Londres, Polity Press.
6 La cita era una de las preferidas de Juan F. Marsal, citada en Hacer la América (1972: 321).
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