William James - Emoción
William James - Emoción
William James - Emoción
(1842-1910)
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WILLIAM JAMES 14S
facultad en un animal por virtud de su utilidad en presencia de
ciertas características del ambiente, puede resultar útil en pre
sencia de otras características del ambiente que originalmente
no tuvieron nada que ver con que se produjera o preservara.
Una vez que una tendencia nerviosa intenta descargarse, todo
tipo de cosas imprevistas pueden apretar el gatillo y dejar libre
los efectos. Que entre estas cosas debe haber convencionalismos
inventados por el hombre es un asunto que no tiene ninguna
consecuencia psicológica. La parte más importante de mi am
biente son mis congéneres. La conciencia de su actitud hacia mí
es la percepción que normalmente provoca la mayor parte de mis
vergüenzas, indignaciones y temores. La extraordinaria sensibi
lidad de esta conciencia puede verse en las modificaciones cor
porales que provoca en nosotros la conciencia de que nuestros
congéneres no nos prestan absolutamente ninguna atención. Nadie
puede atravesar la plataforma en una reunión pública con el mismo
grado de tensión muscular que usaría para atravesar su propia
habitación. Nadie puede dar un mensaje ante un público de este
tipo sin una excitación orgánica. El “pánico al escenario” es sólo
el grado extremo de esta timidez personal totalmente irracional
que cada quien tiene en cierto grado, tan pronto como siente los
ojos de varios extraños fijos sobre él, aunque en su interior esté
convencido de que sus sentimientos hacia él no tienen ninguna
importancia práctica. Siendo así las cosas, no es sorprendente que
la persuasión adicional de que la actitud de mis congéneres signi
fica algo bueno o malo para mí, debe despertar emociones aún
más fuertes. En las sociedades primitivas, “Bien” puede significar
que me den un trozo de carne de res, y “Mal” puede significar que
apunten una flecha a mi cráneo. En nuestra “época culta”, “Mal”
puede significar no saludarme en la calle, y “Bien” darme un
rango académico honorario. La propia acción no tiene importan
cia, en tanto que pueda percibir en ella una intención o animus.
Ésa es la percepción que despierta la emoción; y puede provocar
en mí, un hombre civilizado que experimenta el trato de una socie
dad artificial, unas convulsiones corporales tan fuertes como las de
cualquier prisionero de guerra salvaje que se entera de que sus cap
tores están a punto de comérselo o de hacerlo miembro de su tribu.
Después de haber rechazado esta objeción, surge no obstante
una duda más general. ¿Hay alguna prueba, podemos preguntar,
para suponer que determinadas percepciones sí producen efectos
corporales generalizados por una especie de influencia física inme
diata, antes de que se produzca una emoción o una idea emocional?
150 LA FILOSOFÍA Y LA PSICOLOGÍA
La única respuesta posible es que sin duda existe esa prueba.
Al escuchar poesías, dramas o narraciones heroicas, a menudo
nos sorprendemos por el escalofrío que nos recorre como una ola
repentina, por el ensanchamiento del corazón y la efusión lacrimal
que nos pesca inesperadamente a intervalos. Esto sucede par
ticularmente al escuchar música. Si vemos de improviso una sombra
obscura que se mueve en un bosque, nuestro corazón deja de latir,
y nos quedamos sin aliento antes de que pueda surgir cualquier
idea articulada del peligro. Si nuestro amigo se acerca a la orilla
de un precipicio, experimentamos la sensación bien conocida de
“querer estar en todas partes”, pero nos contenemos, aunque sabe
mos positivamente que está seguro y no imaginamos con claridad
una caída. Este escritor recuerda bien su asombro cuando, a los
siete u ocho años de edad, se desmayó al ver sangrar a un caballo.
La sangre estaba en una cubeta, con un palo dentro, y si la me
moria no me falla, revolví la sangre con el palo y la vi gotear
de él sin sentir otra cosa que una curiosidad infantil. De impro
viso el mundo se ennegreció ante mis ojos, mis oídos comenzaron
a zumbar, y no supe nada más. Nunca había oído hablar de que el
hecho de ver sangre producía desmayo o malestar, y sentía tan
poca repugnancia por ella, que incluso a esa tierna edad, como
bien recuerdo, no pude dejar de preguntarme cómo la mera
presencia física de una cubeta de líquido carmesí podía provo
carme efectos corporales tan formidables.
Imaginemos dos navajas de acero con sus filos cruzados en
ángulo recto y moviéndose de acá para allá. Toda nuestra orga
nización nerviosa se pone “de punta” al pensarlo; y sin embargo,
¿qué emoción puede haber excepto un sentimiento desagradable
de nerviosidad, o el temor de que pueda venir más? La emoción
aquí se basa en el efecto corporal sin sentido que provocan inme
diatamente las navajas. Este caso es típico: cuando una emoción
ideal parece preceder a los síntomas corporales, con frecuencia
no es otra cosa que una representación de los propios síntomas.
Una persona que ya se ha desmayado al ver sangre puede pre
senciar los preparativos de una operación quirúrgica con una
angustia incontrolable y opresión en el corazón. Prevé ciertos
sentimientos, y esto precipita su llegada. Yo tuve noticias de un
caso de terror mórbido, en que la paciente confesó que lo que la
poseía parecía ser, más que cualquier otra cosa, el temor al propio
temor. En las varias formas de lo que el profesor Bain llama
“emoción tierna”, aunque el objeto apropiado deba generalmente
ser contemplado directamente antes de que se produzca la emo-
WILLIAM JAMES 151
ción, algunas veces el solo hecho de pensar en los síntomas de la
emoción puede tener el mismo efecto. En las naturalezas senti
mentales, el pensamiento de “anhelar algo” produce un “anhelo”
real. Y, para no dar ejemplos más burdos, una madre que imagina
las caricias que le hace a su niño puede provocarle un espasmo
de ansia maternal.
En estos casos vemos claramente cómo la emoción comienza
y termina con lo que llamamos sus efectos o manifestaciones.
No tiene categoría mental, excepto el sentimiento, idea o mani
festaciones que se presentan, las cuales posteriormente consti
tuyen así todo su material, su suma y substancia, así como sus
recursos usuales. Y estos ejemplos deben hacernos ver cómo en
todos los casos el sentimiento de las manifestaciones puede desem
peñar un papel mucho más profundo de lo que suponemos en la
constitución de la emoción.
Si nuestra teoría es cierta, un corolario necesario debería ser
que cualquier estímulo voluntario de las manifestaciones de una
emoción especial debe darnos la propia emoción. Claro está que
en la mayoría de las emociones no se puede aplicar esta prueba,
porque muchas de las manifestaciones están en órganos sobre los
cuales no tiene control nuestra voluntad. De todos modos, dentro
de los límites en que se puede verificar, la experiencia corrobora
plenamente esta prueba. Todos sabemos que el pánico aumenta
con la huida, y que dar rienda suelta a los síntomas del pesar o la
cólera aumenta estas pasiones. Cada acceso de llanto hace más
agudo el pesar, y provoca otro acceso aún más fuerte, hasta que
al fin llega el reposo con la lasitud y con el aparente agotamiento
de la maquinaria. En la rabia es notorio cómo “nos vamos dando
cuerda ’ hasta llegar a un punto culminante después de varios
estallidos. Si usted se niega a expresar una pasión, ésta se extin
gue. Cuente hasta diez antes de desahogar su cólera, y lo que la
motivó puede ya parecerle ridículo. Silbar para conservar el valor
no es una mera figura de expresión. Por otro lado, si nos sentamos
todo el día en una mala postura, suspiramos y replicamos a todo
con una voz triste, nuestra melancolía se prolonga. No hay un
precepto más valioso en la educación moral que éste, como lo saben
todos los que lo han experimentado: si deseamos dominar las
tendencias emocionales indeseables en nosotros mismos, debemos
asiduamente, y en el primer caso a sangre fría, llevar a cabo los
movimientos externos de aquellas disposiciones contrarias que pre
ferimos cultivar. La recompensa a la persistencia vendrá infali
blemente, al desvanecerse la morriña o depresión, y al ocupar su
152 LA FILOSOFIA Y LA PSICOLOGIA
lugar una alegría y amabilidad reales. Desfrunza el ceño, avive
la mirada, enderécese y hable en un tono animado, salude jovial
mente, y su corazón debe estar realmente frígido si no se va
descongelando gradualmente.
Las únicas excepciones a esto son aparentes, no reales. La gran
expresión emocional y movilidad de ciertas personas a menudo
nos lleva a decir: “Sentirían más si hablaran menos”. Y en otra
clase de personas, la energía explosiva con que manifiestan su
pasión en ocasiones crítica, parece correlacionada con la forma
en que la acumulan durante los intervalos. No obstante, éstos son
sólo tipos excéntricos de carácter, y dentro de cada tipo prevalece
la ley que vimos en el último párrafo. La gente sentimental está
construida de tal manera que las efusiones son su forma natural
de expresarse. Poner un alto al sentimentalismo sólo logrará a
medias que tomen su lugar actividades más “reales” ; en general
sólo producirá apatía. Por otro lado, si el pesado y bilioso “volcán
en ebullición” reprime la expresión de sus pasiones, encontrará que
expiran si no tienen ningún desahogo; mientras que si se multi
plican las ocasiones en que considera que vale la pena hacerlas
explotar, encontrará que crecen en intensidad a medida que la
vida sigue adelante.
Yo estoy convencido de que no hay una excepción real a esta
ley. Podríamos mencionar los formidables efectos de las lágrimas
reprimidas y los efectos calmantes de decir su opinión cuando
está enojado y acabar con el asunto, pero éstas son desviaciones
engañosas de la regla. Cada percepción debe llevar a algún resul
tado nervioso. Si ésta es la expresión emocional normal, pronto
se agota, y en el curso natural de las cosas le sucede la calma.
Pero si la salida normal se obstruye por alguna causa, bajo ciertas
circunstancias las corrientes pueden invadir otros cauces, y allí
causar efectos peores y diferentes. Así pues, los planes de venganza
pueden tomar el lugar de un estallido de indignación; un calor
seco puede consumir al que teme llorar, o puede, como dijo Dante,
volverse de piedra interiormente; y luego las lágrimas o un acceso
de dolor pueden traerle alivio. Cuando enseñamos a los niños
a reprimir sus emociones, no es para que puedan sentir más, sino
a la inversa. Es para que puedan pensar más; porque hasta cierto
punto cualquier corriente nerviosa que es desviada de las regiones
inferiores, debe aumentar la actividad del sistema de pensamiento
del cerebro.
El último argumento importante a favor de la prioridad de los
síntomas corporales sobre la emoción sentida, es la facilidad con
WILLIAM JAMES 153
que formulamos por su medio casos patológicos y casos normales
bajo un esquema común. En cada manicomio encontramos ejem
plos de temor, cólera, melancolía o vanidad inmotivada totalmen
te; y otros de una apatía igualmente inmotivada que persiste a
pesar de las mejores razones externas por las que debe quitarse.
En los primeros casos debemos suponer que la maquinaria nervio
sa es tan “inestable” en alguna dirección emocional, que casi cada
estímulo, por inapropiado que sea, hará que se altere en esa forma,
y como consecuencia engendre el complejo particular de senti
mientos que forman el cuerpo psíquico de la emoción. Así pues,
para tomar un ejemplo especial, si la incapacidad para inhalar
profundamente, los saltos del corazón, y ese cambio epigástrico
peculiar conocido como “angustia precordial” con una tendencia
irresistible a ponerse casi en cuclillas y a quedarse quieto, y quizá
con otros procesos viscerales que no se conocen aún, todos ocurren
espontáneamente juntos en cierta persona; su sentimiento de la
combinación es la emoción del temor, y él es la víctima de lo que
se conoce como temor mórbido. Un amigo que ha sufrido ataques
ocasionales de esta enfermedad tan penosa, me dice que en su
caso todo el drama parece centrarse alrededor de la región del
corazón y el aparato respiratorio, que su principal esfuerzo du
rante los ataques es controlar sus inspiraciones y hacer que lata
más lentamente el corazón, y que en el momento en que logra
respirar hondamente y mantenerse erguido, el temor parece des
aparecer de inmediato.
Si nuestra hipótesis es correcta, nos hace darnos cuenta más pro
fundamente que nunca, hasta qué punto nuestra vida mental está
ligada a nuestra estructura corporal, en el sentido estricto del tér
mino. El embeleso, amor, ambición, indignación y orgullo, consi
derados como sentimientos, son frutos que crecen en el mismo
suelo junto con las sensaciones corporales más burdas de placer
y dolor. No obstante, dijimos al principio que sólo podríamos afir
mar esto de lo que entonces acordamos llamar emociones “nor
males” ; y que aquellas sensibilidades internas que parecían des
provistas a primera vista de resultados corporales debían quedar
fuera de nuestra descripción. Antes de cerrar el tema, debemos
decir una palabra o dos sobre estos últimos sentimientos.
Éstos son, como recuerda bien el lector, los sentimientos mora
les, intelectuales y estéticos. Las concordancias de sonidos, de co
lores, de líneas, las consistencias lógicas, las aptitudes teleológicas,
nos afectan con un placer que parece enraizado en la forma de la
154 LA FILOSOFIA Y LA PSICOLOGIA
representación misma, y que no toma nada de cualquier reverbe
ración que surge de las partes que están debajo del cerebro.
Los psicólogos herbartianos han tratado de distinguir sentimientos
debidos a la forma en que se pueden ordenar las ideas. Una de
mostración geométrica puede ser tan “bonita” y un acto de justicia
tan “pulcro” como un dibujo o una tonada, aunque la belleza
y la pulcritud parecen aquí ser un puro asunto de sensación, y
allá no tener nada que ver con la sensación. Tenemos entonces,
o algunos de nosotros parecen tener, formas de placer y de des
agrado auténticamente cerebrales, que aparentemente no van de
acuerdo (en el modo en que se producen) con las llamadas emo
ciones “normales” que hemos estado analizando. Además, es seguro
que los lectores a quienes hasta ahora no han convencido nuestras
razones, se sobresaltarán con esta admisión y considerarán que
con ella renunciamos a todo nuestro argumento. Puesto que las
percepciones musicales, así como las ideas lógicas, pueden provo
car inmediatamente una forma de sentimiento emocional, dirán
ellos, ¿no es más natural suponer que en el caso de las llamadas
emociones “normales”, provocadas por la presencia de objetos o la
experiencia de sucesos, el sentimiento emocional es igualmente
inmediato, y la expresión corporal algo que llega más tarde y que
se añade?
No obstante, un escrutinio frío de los casos de emoción cerebral
pura da poca fuerza a esta asimilación. A menos que en ellos real
mente vaya aunada al sentimiento intelectual una reverberación
corporal de algún tipo, a menos que realmente nos riamos de la
pulcritud del artefacto mecánico, nos emocionemos con la justicia
del acto o nos estremezcamos con la perfección de la forma musi
cal, nuestra condición mental está más aliada a un juicio de lo
correcto que a cualquier otra cosa. Y un juicio de este tipo se
puede clasificar más bien entre la conciencia de la verdad: es un
acto cognoscitivo. De hecho, el sentimiento intelectual rara vez
existe por sí solo. La tabla de resonancia corporal entra en acción,
y una cuidadosa introspección mostrará que es así en mayor grado
de lo que suponemos. De todos modos, cuando la larga familia
ridad con cierta clase de efectos ha llegado a embotar la sensibi
lidad emocional y al mismo tiempo ha agudizado el gusto y el
juicio, tenemos una emoción intelectual, si se le puede llamar así,
pura e inmaculada. La sequedad de esa emoción, su palidez y
ausencia de todo ardor, como puede existir en la mente de un
crítico totalmente experto, no sólo nos muestra cuán diferente
es de las emociones “normales” que consideramos primero, sino
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