Descartes
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16. Tendemos a imaginar que la evidencia empírica debe venir a parar a algo «inmediatamente
dado» al percibir, como un «dato» que se nos presenta o experimentamos. Si mantenemos esa
imagen delante de los ojos, acaso nos parezca que, mejor o peor, cabe tener cierta evidencia
de que delante nuestra hay un vaso azul, pero que sobre cuestiones intencionales no cabe
evidencia muy sólida o concluyente. Muchos piensan que esto pone de manifiesto que, más
allá de lo «inmediatamente dado», siempre «construimos interpretaciones», o que, toda
comprensión «incluye» cierta interpretación. Aquí se dan cita diversas confusiones. Para
desenredarlas un poco, conviene empezar por poner de relieve algo acerca de cómo hablamos
de recabar, tener y aportar evidencia de que algo sea el caso. Luego, algo acerca de cómo
hablamos de interpretar.
Es lo mismo creer que alguien está convencido de algo sin evidencia suficiente, y creer que su
convicción no está justificada. Es lo mismo tratar de verificar o conocer si algo es el caso, y
tratar de recabar evidencia acerca de si algo es el caso, es decir, es lo mismo tratar de conocer
o comprender si algo es el caso y tratar de evidenciarlo. Tratar de conocer no es tratar de
hacer acopio de «particulares datos perceptivos». De lo que estamos seguros no recabamos
evidencia ―no tratamos de evidenciar lo que consideramos ya evidente―, pues lo que
asumimos conocer no tratamos de conocerlo. De mucho de lo que estamos seguros no
venimos a estarlo tras verificar nada ―e. g. estoy seguro que he tomado un vaso de agua hace
un rato, que Napoleón tenía pulmones, que alguien me ha mentido, que en el tejado de mi
casa no hay un caballo, etc.― Estar seguro de algo que no se ha tratado de evidenciar nunca,
no significa tener convicciones irresponsables o injustificadas o haberse formado opiniones a la
ligera sin haber recabado evidencia suficiente. Si parece extraño que podamos considerar
justificado tener convicciones sobre algo en lo que, incluso, nunca antes pensamos, es por
imaginarnos, confusamente, que una convicción solo puede considerarse justificada si se
«piensa mucho» sobre la cuestión, o por imaginarnos que nuestras creencias son una
pluralidad definida de particulares que se adquieren poco a poco, una detrás de otra, a modo
de cosas que en cierto momento «entran». Y así nos parece, confusamente, que si no hemos
estado vigilantes, si no hemos considerado con cuidado las cosas, algo de lo que ha «entrado»
ha podido colarse sin especial examen. Ahora bien, las indefinidas atribuciones intencionales
son una posibilidad sui generis de considerar empírica y relevantemente ciertos individuos de
ciertas capacidades con lenguaje, no una manera de registrar cambios de estado particulares
en tales individuos. Y una convicción sobre cierta cuestión nos parece justificada, no por creer
que la cuestión se ha pensado o verificado muchas veces, sino por creer que no requiere más
verificación. Que hayamos pensado en algo muy intensamente o que hayamos tratado de
verificarlo, no quiere decir que hayamos alcanzado convicción alguna. Y que una convicción se
le haya impuesto a otro tras tratar de conocer, no quiere decir que tengamos que considerar
justificada su convicción.
Las creencias empíricas están constitutivamente vinculadas en una actitud posible. Cabe tener
un presentimiento o una corazonada sin razón, cabe desvariar sin razón, pero una convicción
empírica que no guarde vínculos con el resto de creencias que alguien tiene, sin razón, es
incomprensible, o, dicho de otra forma, no es una cualificación de una actitud posible. Si nos
resulta extraño que alguien asuma saber cierta cuestión, cabe preguntarse por qué razón está
seguro sobre ello, es decir, cabe preguntarse cómo esa convicción se concilia en su actitud. Las
razones que alguien pueda explicitar permitirán a otros comprenderle mejor en términos
intencionales, más precisamente, comprender por qué razón está seguro sobre esa cuestión.
Lógicamente constitutivo de una actitud posible es lo siguiente: ‘si alguien está seguro de que
A es el caso y está seguro de que A es evidencia concluyente de que B es el caso, está seguro
que B es el caso’. Por tanto, una de las razones que pueden explicar por qué alguien está
seguro de algo, es que crea tener cierta evidencia concluyente de ello. —‘Pero lo que importa
no es lo que alguien crea, sino la real evidencia’. Bueno, una cosa es interesarse por la actitud
de alguien acerca de lo que cree sobre B y otra cuestionar si B es el caso o cuestionar si la
concluyente evidencia que alguien asume tener de que B es el caso es efectivamente tal. La
evidencia que alguien aduce ―A― acaso pueda recusarse, acaso sea empíricamente
discutible, acaso la consideremos dudosa o irreal. Y, suponiendo que la damos por buena,
dependiendo de lo que creamos empíricamente en lo restante, acaso consideremos que es una
evidencia concluyente, sólida o pobre de B, o, incluso, que no es evidencia ninguna en favor de
B. En efecto, lo que para otro es evidencia concluyente de B, podría yo considerarlo
insuficiente como evidencia, esto es, podría creer que la cuestión es más problemática de lo
que el otro se cree, que su convicción no se justifica por la evidencia aducida, más aún, podría
creer que A no es evidencia ninguna de B, que es irrelevante, o, incluso, que hace B menos
plausible. —‘Pero, entonces, la cuestión sobre qué evidencia hay de que B sea el caso, ¿solo
viene a parar a lo que empíricamente se nos pueda imponer?’ ¿A qué va a venir a parar si no?
Confusamente nos imaginamos que si solo hay convicciones empíricas nos falta algo, como si
no fuera suficiente con que se nos fueran decantando empíricamente las cosas. Nos parece
como si la evidencia empírica debiera ser «otra cosa» donde la posibilidad de errar queda
lógicamente cancelada. Incluso a veces nos sentimos inclinados a pensar en la evidencia como
cosas que «poseyéramos materialmente» o como sensaciones experimentadas. Nos parece
que si no llegamos a «algo así» todo es inseguro o infundado. Esto es una ilusión.
La lógica posibilidad de estar equivocados no es una razón para no estar seguro de tener una
evidencia concluyente. Quien afirma tener evidencia concluyente sobre una cuestión empírica
no expresa que el error sobre esa cuestión esté lógicamente excluido ―lo cual es un
contrasentido―, sino algo empíricamente falible. Muy raramente, algo de la propia actitud
actual puede ser aducido como evidencia de algo empírico. Por ejemplo, si estoy
empíricamente seguro de que en los hombres hay cierta correlación entre el dolor de cabeza y
una mayor actividad en cierta área del cerebro, el dolor de cabeza que experimento podría ser
para mi evidencia de que en cierta área de mi cerebro hay más actividad. Ahora bien, si
pregunto a alguien qué evidencia tiene de que sea Juan la persona que ve2 a lo lejos ―algo
empíricamente problemático― ¿me aduce más evidencia diciéndome que es seguro que es
Juan dados la experiencia sensible que se le presenta? ¿Es ello ulterior evidencia de que no se
equivoca, de que realmente es Juan quien está viendo2? Que él estaba convencido de estar
percibiendo2 a Juan ya lo tenemos claro, pero lo que dice no es evidencia ninguna de que no se
equivoca.
Explicar a otro por qué razón estamos seguros de que algo es el caso no es acreditarle que sea
verdad lo que creemos, sino explicitarle algo acerca de cómo tal seguridad se concilia en
nuestra actitud. Quien viene a estar al tanto de por qué razón estamos seguros de algo nos
comprende mejor, no necesariamente comparte nuestra convicción o nos considera
justificados en nuestra convicción. A veces nos imaginamos que explicar por qué razón
creemos empíricamente algo es fundamentar la adhesión, justificarla, aduciendo otras
creencias tanto o más seguras, y que, si en casos no tenemos nada que responder a quien nos
pregunta por la razón de que tengamos cierta convicción, eso debe ser porque hay
convicciones empíricas básicas que se tienen «sin razón», «sin fundamento». En todo esto hay
varias confusiones.
De la misma manera que inmediatamente no comprendería que mi madre me preguntara por
qué razón tengo intención de irme a acostar esta noche ―¿a qué viene esa pregunta? ¿Qué es
lo que le resulta extraño?―, no comprendería que me preguntara por qué razón estoy seguro
de ciertas cosas. Si un hermano me dice por teléfono, con convicción, que está en una calle de
Londres y está lloviendo mucho, normalmente no me parece raro, sino enteramente
comprensible, que esté seguro de ello, es decir, no me cuestiono, extrañado, tratando de
desentrañar cómo eso se concilia en su actitud, por qué razón está seguro de dónde está o de
que allí esté lloviendo. Por tanto, tampoco me cuestionaré, extrañado, por la evidencia que
pueda asumir tener de ello. Que en casos no nos cuestionemos por la razón por la que otro
está seguro de algo, nada tiene que ver con creer que sus convicciones empíricas «no tienen
fundamento», sino con que dado lo que de su actitud asumimos, nos resulta comprensible,
entra dentro de nuestras expectativas, que esté convencido sobre ello. —‘Bueno, pero ¿qué
pasaría si alguien a tu lado, mientras ves llover desde la ventana de tu salón, te preguntara por
qué razón estás seguro de no equivocarte? Pues podrías equivocarte.’ Que el error no esté
lógicamente excluido ni es una razón para no estar seguro de algo, ni es una razón para
cuestionarse por qué razón está alguien seguro de algo. —‘Pero si, con todo, te preguntara,
extrañado, por qué razón estás seguro de que llueve. ¿Qué pensarías?’ Depende, claro, de lo
que se me fuera imponiendo. Inmediatamente podría creer que estaba de broma o, si es
alguien que no conozco, que está trastornado. Podría acaso llegar a creer que cree, por alguna
razón, que tengo alguna discapacidad ―por ejemplo, que estoy ciego y sordo―, y que, por
eso, le parece extraño que esté convencido. Entonces podría hacerme cargo de su pregunta y
decirle que no tiene por qué extrañarse, que lo estoy viendo, que puedo ver. —‘Ya, pero, y si
no ocurriera nada de eso, y, con todo, la persona quisiera comprender por qué razón estás
seguro’. La verdad, no comprendería su inquietud. Si estuviera seguro de ver a cierta persona
muy a lo lejos, comprendería que alguien me preguntara por qué razón estoy tan seguro de
saber quién es, y podría explicárselo, porque alguna razón tendría para estar seguro ―e. g.
porque he estado antes allí; porque lo he visto irse hacia allí; porque siempre se sienta a leer
allí a esa hora; etc.―. En el caso apuntado no sé qué aducir a quien me pregunta, pero no
porque mi convicción «carezca de fundamento», sino porque no comprendo por qué le resulta
extraño que esté seguro de ver2 llover. Pues esto es claro para mí: si quien me pregunta cree
que tengo las capacidades que permiten percibir algo en ciertas circunstancias, a menos que
tenga alguna razón para creer que yo no habría de estar tan seguro, no le extrañará que esté
seguro de percibir2 llover delante mía. Debe haber alguna razón por la que él no tenga esa
expectativa, si realmente no la tiene, es decir, debe haber alguna razón por la cual mi
convicción le resulte difícil de conciliar. Si me enterara, pongamos por caso, que quien me
preguntaba estaba asumiendo que yo debía tener cierta evidencia de que alguien simularía la
lluvia, comprenderé por qué le extraña mi convicción. Una vez que le comprendo, puedo
explicarle por qué razón estoy convencido de que es lluvia lo que veo2: simplemente, yo no
creía las cosas que el asumía que creía. —‘Pero la cuestión es si estás o no justificado en tu
convicción de que es lluvia lo que ves. Es decir, la cuestión es cómo determinamos quién tiene
real evidencia.’ Bueno, esa es la cuestión empírica de si es lluvia lo que veo2, y eso no se sujeta
a mi actitud. Acaso se me imponga que la cuestión es más problemática de lo que inicialmente
pensaba, y empiece a considerar la posibilidad de un simulacro. En tal caso, podría decir que
antes estaba seguro, pero que ahora no lo veo tan claro; que antes creía tener una evidencia
concluyente de que estaba lloviendo, pero que ahora no me lo parece, etc. O acaso se me
imponga que lo que el otro me comenta es irreal, un disparate, y sigo estando convencido
como lo estaba antes. En esto, como en cualquier otra cuestión empírica, nada está escrito.
Nuestras creencias o dudas empíricas no las decidimos a voluntad, sino que, simplemente, se
nos van imponiendo, se nos van decantando. Y en tanto estamos seguros de que tal y tal es el
caso, asumimos saberlo, y, si no creemos que esto haya de ser obvio para otro, acaso le
informemos de que sabemos que tal y tal es el caso. ¿Hay, en esto, algo insuficiente? ¿Hay algo
que echar en falta?
No es lo mismo tener evidencia que aportarla. Tratar de aportar a otro evidencia de que algo
es el caso es tratar de acreditárselo o fundamentárselo, esto es, tratar de que se le imponga
empíricamente. Lo que cabe hacer con ese propósito es diverso. Se puede aseverar algo que
creemos otro no sabe, explicarle por qué lo sabemos, incoarle a hacer tal o cual, por ejemplo,
consultar tal o cual, etc. Si a resultas de ello se le decanta confiadamente que las cosas son así,
considerará que la evidencia que se le ha aportado es convincente, quedará convencido. Que
alguien asuma tener concluyente evidencia de que algo es el caso, no implica que asuma poder
acreditarlo a otros. Supongamos que digo a alguien que había un pájaro naranja en un árbol
enfrente de mi casa hace una hora, y no queda convencido, a pesar de asegurarle que lo he
visto ―cree, pongamos por caso, que acaso me he equivocado o cree que le miento―; acaso
no pueda hacer nada para acreditárselo, acaso no pueda aportarle ulterior evidencia que le
convenza ―si lo hubiera grabado en video, acaso podría―. Por lo demás, la evidencia que
alguien pueda aportar podría considerarla uno convincente, otro poco convincente. Mi mero
testimonio podría convencer a unos, no a otros. Ahora bien, que a algunos no pueda
convencer de algo de lo que estoy empíricamente seguro, no implica que mi seguridad no esté
justificada o que no sepa. Creer que hay evidencia pública concluyente de algo, es creer que
ello puede ser acreditado convincentemente ante cualquiera ―de ciertas capacidades―. Ello
no es un requisito de la asunción de conocimiento.
******************
Decir y querer decir
1. En el sentido más recto, decir algo es una acción intencional. De la misma manera que
alguien no realiza la acción intencional de levantar un vaso si intencionalmente no tiene
voluntad de hacerlo, en la acepción para nosotros relevante, alguien propiamente no dice algo
si no lo dice intencionalmente. Por tal razón, no consideraríamos casos de ello el mero musitar
una salmodia mientras se piensa en otra cosa o el quejido ―’¡ay!’― proferido reactivamente,
acaso sin darse cuenta.
Si alguien realiza la acción intencional de levantar un vaso, eso implica que naturalistamente
ha levantado el vaso, pero si alguien realiza la acción intencional de decir algo, ello no implica
el supuesto hecho naturalista de que haya dicho lingüísticamente algo, pues esto último no es
hecho naturalista ninguno. Estar naturalistamente al tanto de los sonidos que alguien profiere
o de las circunstancias en que los profiere, no es estar naturalistamente al tanto de que
alguien haya dicho lingüísticamente algo. Esto último nada es, como nada es el «hecho
naturalista de mentir».
Expresar lingüísticamente algo no está vinculado con específicos criterios naturalistas, sino con
que un individuo haga algo tipificable de cierto modo en su actitud, esto es, con que un
individuo haga algo que en su actitud funja como expresivamente relevante. La actitud de un
hablante al respecto de lo que en cierto caso pueda ser expresivamente relevante es,
justamente, parte de su lenguaje. La cuestión empírica de si un hablante de hecho ha
empleado expresiones, o de si ha empleado unas u otras expresiones, no es un respecto
intencional, pero es categorialmente intencional: es una cuestión no vinculada a específicos
criterios naturalistas, sino que remite a la actitud del hablante ante lo eventualmente realizado
por él.
Por último, quien relevantemente exhibe que tiene un lenguaje no puede exhibir que
recurrentemente tiene dudas sobre si dice algo o sobre lo que dice. Solo excepcionalmente
puede ser esto problemático para quien exhibe su condición de hablante.
10. Consideremos el caso en que tratando de comprender lo que alguien nos acaba de decir le
pedimos que nos lo aclare.
Si en un dialogo no se está seguro de haber comprendido lo que nos han dicho, cabe preguntar
al interlocutor sobre ello tratando de comprenderlo. La pregunta inquiere por cierta conducta
en cierto respecto ―lo que nos ha dicho―. Y tal pregunta no admite normalmente la
respuesta: ‘yo mismo no sé lo que te he dicho’. El otro no puede dudar cognitivamente, «sabe»
lo que ha querido decir, no porque el sentido de lo que ha dicho sea cosa obviamente
experimentada, de la que tuviera que estar al tanto, sino porque ello atañe a su actitud. Y si
corresponde a la pregunta sobre lo que acaba de decir, ¿qué hace? ¿Acaso se pone a describir
cierta «particular experiencia» que acabara de tener? No. Lo que por ejemplo podría hacer es
explicitar lo que había dicho de una manera que creyera más clara, esto es, menos expuesta a
ser mal comprendida por su interlocutor. Cabría aquí preguntarse: ‘¿y cómo sabe que conviene
hacer eso?’ Bueno, lo «sabe» de la misma manera que quien le hace la pregunta «sabe» que
hacerla es pertinente para alcanzar a comprender lo que le han dicho, es decir, lo «sabe» en el
sentido de que lo cree: es un individuo con cierta actitud dóxica que hace intencionalmente
algo con un cierto propósito ―que el interlocutor comprenda lo que hace un momento le
había querido decir―.
Cabría preguntar: ‘¿cómo sabe quien da la aclaración que el sentido de lo que dice es el mismo
que antes?’ Bueno, si quiero barrer la habitación y digo que hace un momento también lo
quería, es decir, si afirmo que mi intención no ha cambiado, ¿en virtud de qué sé que mi
intención es la misma? Si estoy jugando, tratando de hacer botar una pelota con la mano
izquierda sobre una línea, y me propongo seguir haciendo lo mismo un par de minutos más,
¿en virtud de qué sé que lo que me propongo es lo mismo que antes ya me proponía? En
virtud de nada. No por verificar nada ni por ponderar evidencias, desde luego. Es cosa de mi
actitud el que siga manteniendo la misma intención. De igual manera, si alguien expresa de
otra manera lo que acaba de decir, no es nada cognitivamente problemático para él que quiera
decir lo mismo, y carece de sentido verificarlo. El caso sería distinto, sin embargo, para quien
considerara lo que dijo en una ocasión remota. Entonces uno podría dudar de si quiso decir lo
mismo que ahora quiere decir, como uno podría dudar de si por la mañana jugó con la pelota
siguiendo intencionalmente las mismas reglas que ahora. De lo que en una ocasión remota
quisimos decir cabe dudar cognitivamente, justamente porque ello no atañe a nuestra actual
actitud. Pero dudar de si en otra ocasión se quiso decir lo mismo que ahora, no es dudar de si
dos cosas particulares ―una dudosa y otra conocida― son idénticas. Solo si se duda
cognitivamente acerca de lo que se quiso decir hace tiempo, cabe dudar cognitivamente
acerca de si se quiso decir lo mismo que ahora se quiere decir ―pues esto último no es nada
acerca de lo cual tenga sentido dudar cognitivamente―.
Las complicaciones posibles en un caso como el pergeñado son enormes, y en este punto ni
siquiera queremos aludir a motivos de índole lingüística. En cualquier caso, relativamente a la
posibilidad apuntada, acaso alguien tenga aún la tentación de preguntarse: ‘¿dónde «se halla»
el sentido de lo que uno había querido decir, ese sentido que otro trataba de comprender y
por el que preguntaba, ese sentido que uno accedía a aclararle? ¿Dónde «se encuentra» y
cómo alcanza otro a «entrar en relación» con él?’ No se ha dicho lo anterior para responder
estas preguntas, sino para reparar en su confusión. Hacerlas es como preguntarse en qué parte
del cosmos se encuentran los números primos.
Lo psicológico figurado
Alguien podría decir que un ordenador estaba calculando, que se había puesto a hacer algo,
que le teníamos que dar instrucciones o que nos estaba presentando algo; incluso que estaba
pensando, que nos había comunicado algo o que no comprendíamos por qué nos decía algo. A
un ordenador, ciertamente, no lo consideramos un ser vivo ni un individuo consciente en
sentido propio. En casos así expresamos algo de lo que ocurre empleando conceptos que, en
otros casos, así diríamos, emplearíamos de manera no figurada. Acaso sin dificultad podríamos
expresar lo relevante sin servirnos de expresiones que normalmente empleamos haciendo
atribuciones psicológicas. Ahora bien, si en vez de un ordenador consideráramos un robot de
apariencia humana, con múltiples sensores, que interaccionara con su entorno de manera
compleja, incluso si en principio cupiera prescindir del empleo de conceptos psicológicos para
hablar de lo que el robot realiza, ello podría resultar difícil o incluso ajeno a nuestros intereses.
Pues, acaso, lo que queramos decir es que el robot detecta un objeto, lo discrimina según su
color, se da cuenta de que hay un obstáculo en su camino, trata de coger algo, identifica algo,
etc. Por supuesto, este modo de hablar seguiríamos asumiéndolo como figurado; diríamos
que, propiamente, el robot no percibe, no ve, no discrimina, no se da cuenta de nada, no tiene
propósitos, no se comunica con nosotros, etc. El robot, simplemente, no pertenece a la clase
de los individuos sintientes o conscientes, pues es un mecanismo fabricado cuyos movimientos
se explican, primariamente, por las pautas implementadas, digamos, en complejos
servomecanismos. Como eso lo sabemos, sabemos que, propiamente hablando, no es un
individuo de esa clase.
Un tercer modo de hablar de empleo figurado, cabe ejemplificarlo en quien, teniendo una
cosmovisión animista, dijera que una montaña quiere permanecer quieta o que el espíritu del
río desea fluir y verter su agua en el mar. Lo que de empíricamente relevante hay en lo que el
animista dice fácilmente se puede expresar podando los conceptos psicológicos. El empleo de
conceptos psicológicos no se explica, en este caso, por su relevancia empírica, al contrario de
lo que sucedía en los dos casos anteriormente apuntados, sino porque en él se expresa cierto
modo de ver las cosas del animista. Adviértase que los miembros de la tribu que hablaban de
«hombres impropios» acaso emplearan los conceptos psicológicos a regañadientes, debido a
su relevancia empírica, pero sosteniendo, en virtud de su personal modo de ver las cosas, que
hablaban entonces de modo «figurado»; aquí pasa estrictamente lo contrario, pues los
conceptos psicológicos se emplean de manera empíricamente gratuita, manifestando un modo
de ver las cosas, de manera que esto es lo que moverá primariamente a otro, no al animista, a
decir que ese empleo es figurado. Por lo demás, el animista que divergiera de otros en lo que
dice hablando de la montaña y el río, no diverge por discordar en el lenguaje, sino por razón de
su modo de ver las cosas. No hace mucho leí que una mujer inglesa trataba de manera
personal a sus lámparas: les hablaba, decía sentirse unida a ellas, incluso había asumido una
suerte de «compromiso matrimonial» con su preferida, con la que dormía, y cuyas virtudes
alababa con cariño. Ignoro si era verídico, pero no es imposible. Aunque lo que dijera a sus
lámparas fuera empíricamente gratuito, no tendría por qué haber sido dicho en broma. Ese
extraño modo de hablar a las lámparas no se explica porque la mujer tenga un lenguaje
diferente del inglés convencional, sino por su peculiar modo de ver las cosas, o, se podría
querer decir, con desaprobación, por cómo está de la cabeza.
Apuntemos un último modo de hablar de empleo figurado, similar al que se acaba de apuntar,
con un matiz de diferencia. Imagínese que una mosca revolotea un rato hasta que viene a
posarse en la comida que dos amigos comparten; hablando de ello cabría decir que la mosca
había sido atraída por la comida; si alguien dijera que la mosca había decidido dirigirse a la
comida con el propósito de alimentarse, le comprenderíamos, pero pensaríamos que hablaba
de manera un tanto rimbombante y forzada. Aunque la mosca sea un individuo consciente al
que relevantemente cabe atribuirle psicológicamente ciertas cosas ―la mosca detecta algo,
intenta liberarse de la tela de araña, esquiva nuestro manotazo―, sus formas de
comportamiento son tan limitadas que otras no están justificadas: un perro puede mirar
atentamente, una mosca no; un perro puede estar contento, una mosca no; un perro puede
decidirse a saltar a la piscina tras considerarlo dubitativamente, una mosca puede hacer algo,
pero propiamente no sopesa dubitativamente ni se decide a hacer nada. Decir que la mosca ha
decidido dirigirse a la comida con el propósito de alimentarse, es un modo de expresión algo
forzado o figurado, pero ahora, no porque consideremos que la mosca no es propiamente un
individuo consciente, sino porque pintamos su comportamiento con trazos psicológicos que no
están empíricamente justificados. Como en el caso del animismo, esto no tendría por qué
hacerse en broma. Así pasa a veces, por ejemplo, en la presentación humanizada de los
animales de compañía. Decir de un perro que piensa en lo que va a hacer más tarde o que se
siente ofendido tiene un punto de gratuidad empírica, pero hay quienes hablan así de manera
regular. La divergencia entre quien lo hace y quien nunca se expresa así en relación con los
perros no se explica, de nuevo, por tener un lenguaje diverso, tampoco por tener creencias
empíricas diversas, sino por una dispar actitud en otro plano: dos no coinciden en lo que les
importa y en su modo de ver las cosas.
Condiciones lingüísticas de ciertas cualificaciones intencionales
Supongamos que alguien, digamos Ana, tiene un lenguaje parecido al mío, con algunas
diferencias, entre otras, que carece del concepto rojo, es decir, en su lenguaje no hay ninguna
expresión con el significado de la acepción cromática que “rojo” tiene en el mío. Supongamos
que alguien que concuerda en mi lenguaje, digamos Esther, me dice que se ha comprado un
coche rojo. Yo le creo. Creo, por tanto, que el coche de Esther es rojo. ¿Puede Ana creer eso
que yo creo? Hay, ciertamente, diversos sentidos en que cabría decir que Ana puede creer que
el coche de Esther es rojo, sin tener el concepto rojo. Supóngase que Ana tuviera un predicado
cromático más específico que rojo, esto es, que solo cubriera ciertas tonalidades de rojo,
digamos rojana, y que el color del coche de Esther fuera rojana, además de ser rojo.
Supóngase que Esther habla el lenguaje de Ana y le dice que su coche es rojana. Cabría decir,
entonces, que Ana cree que el coche de Esther es rojo en el sentido de que cree que el coche
de Esther es rojana y que lo que es rojana es rojo. Sin embargo, en el sentido en que yo
intencionalmente creo que el coche de Esther es rojo lo que cree Ana es que el coche de
Esther es rojana. Y creer lo uno y lo otro, claro está, no es lo mismo. Otra posibilidad: Ana ha
visto el coche de Esther, de manera que, en un nuevo sentido, cabe decir que cree que el
coche de Esther es rojo, a saber, Ana cree que el coche de Esther es rojo en el sentido de que
el color del coche que ha visto y eventualmente recuerda, caería bajo lo que yo llamo rojo.
Pero Ana, claro está, no cree intencionalmente que el coche de Esther sea rojo en el sentido en
que yo lo creo tras decírmelo Esther. Si Ana ve el coche al día siguiente y le parece que tiene
otra tonalidad distinta de la que recordaba ―una que, en todo caso, sigue siendo roja―, ella
podría decir que el color del coche no es el que creía que era. Yo, sin embargo, diría que era
como creía que era o como Esther me había dicho que era, esto es, que era rojo. Lo que yo
creo tras decirme Esther que su coche es rojo no es lo que Ana pueda creer tras ver el coche
de Esther. Está claro por qué. Tener intencionalmente cierta creencia empírica es tener una
actitud de adhesión en cierto respecto expresable. Yo tengo una actitud de adhesión al
respecto de si creo que el coche de Esther es rojo, pero quien no tiene el concepto rojo no
podría tener una actitud a ese respecto.
Tratemos de plantear una objeción a esto. Hay un mapa de color, es decir, un gráfico en el que
de manera continua se exhiben tonalidades cromáticas. Con un bolígrafo trazo un círculo que
engloba las que, aproximadamente, llamaría rojas. Le doy ese mapa a Ana y le digo: ‘el coche
de Esther tiene el mismo color que alguna de las tonalidades que se ven dentro del círculo’.
Ana comprende esto. ¿Creería entonces Ana intencionalmente que el coche de Esther es rojo
como yo lo creo, sin tener el concepto rojo? No. Lo que intencionalmente creería Ana es que el
color del coche de Esther es indistinguible de alguno de las englobados en el círculo. Esto,
ciertamente, es una creencia, ¿pero es la que yo expreso diciendo que el coche de Esther es
rojo? No. El mapa de color es un medio óptimo para ilustrar a alguien en el significado de
“rojo”, y no se niega que Ana pueda asimilarlo, pero lo que aquí se supone es que Ana no tiene
el concepto rojo. Ana podría estipular llamar rojana2 a objetos con un color como
―indistinguible de― alguno de los destacados. Pero esto solo introduciría una manera más
económica de hablar de las tonalidades de color visualmente indistinguibles de las que se
encuentran dentro del círculo, sean estas las que sean, sean ellas rojas o no. El mapa de color,
por ejemplo, podría alterarse. Lo que importa aquí no es que el mapa se pueda alterar de
facto, sino que, se altere o no se altere, mientras uno no tiene el concepto rojo, lo que Ana
intencionalmente cree del color del coche de Esther no es lo que yo creo. Lo que podría ser es
que tener una u otra creencia no redundara, en muchos casos, en relevantes diferencias de
conducta.
Si alguien no tiene cierto concepto, no puede tener una actitud cualificada en respectos para
cuya expresión se requiere la posesión de tal concepto. Otros factores lingüísticos, diversos de
los conceptuales, pueden ser también condición lógica de ciertas cualificaciones intencionales
no lingüísticas. En cierto sentido puede decirse que Ana cree que Esther mide siete pies, si cree
que mide el equivalente en centímetros, es decir, cree que mide eso mismo. Pero en otro
sentido no puede decirse, si no sabe expresar la longitud en pies ―no domina ese recurso―.
Aquí cabría delimitar diversas acepciones de creer algo. Tomando las cosas en el segundo
sentido, factores diversos de los conceptuales serían relevantes en los respectos considerados.
Se podría decir que lo que está en cuestión en tales respectos no es solo la actitud sobre lo que
en ellos empíricamente se plantea, sino sobre lo que en ellos empíricamente se plantea en el
modo de expresión en que se plantea.