Literatura Del Mas Aca

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L I T E R AT U R A D E L

MÁS ACÁ

E S P E J O S Y V E N TA N A S
L I T E R AT U R A D E L

MÁS ACÁ
Literatura del más acá / Giselle Aronson, Ariel Bermani, et al ; ilustrado por Florencia Gavilán. - 1a ed. - La Plata :
Ediciones Bonaerenses, 2021.
24 p. : il. ; 19 x 21 cm. - (Espejos y ventanas ; 3)

1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Juvenil. 3. Cuentos Fantásticos. I. Aronson, Gisele. Bermani, Ariel. II. Gavilán,
Florencia, ilus.

Gobierno de la Provincia de Buenos Aires


Calle 6 e/ 51 y 53, La Plata (1900), Buenos Aires, Argentina

© de los textos: Giselle Aronson, Ariel Bermani, Ana Rocío Jouli, Paula Tomassoni
© de las ilustraciones: Florencia Gavilán

© Ediciones Bonaerenses
2022

Dirección general: Agustina Vila


Dirección editorial: Guillermo Korn
Coordinación general: Agustín Arzac
Edición: Joaquín Conde y Oliverio Coelho
Corrección: María Laura Ramos Luchetti
Diseño de colecciones: Ezequiel Cafaro
Diseño: Federico Gianni
Ilustraciones: Florencia Gavilán

2022, Ediciones Bonaerenses, Gobierno de la Pcia. de Buenos Aires


Todos los derechos sobre esta obra fueron cedidos para la presente edición

Impreso en Argentina

Licenciado bajo Creative Commons


Atribución - No comercial - Compartir obras derivadas igual
L I T E R AT U R A D E L

MÁS ACÁ

Giselle Aronson
Ariel Bermani
Ana Rocío Jouli
Paula Tomassoni
Ana Rocío Jouli
Skyland

A medianoche solo la luz


del cuidador del camping está encendida
pero sus hijas juegan en la oscuridad.
Me escoltan hasta el tráiler
donde su madre amablemente
me presta un abrelatas
y las manda a dormir.
Yo soy la ayudante, dice la más grande,
mientras su hermana dibuja
círculos con su bicicleta e imagino
la paz de sus mentes,
suaves como rocas antiguas,
lavadas por el lago y doradas,
sus vidas de aventura
y cielos nocturnos, el aburrimiento
aún no inventado.

En el medio no hay nada

Yo iba a tu casa en taxi


para verte más rápido
y seguía los números
en los carteles de las calles
como una cuenta regresiva
que terminaba en el timbre
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de tu voz y los perros
el ruido de la puerta de chapa
el picaporte oxidado
que casi siempre abría
al segundo intento.
Si antes todo eso y ahora
hace meses no nos cruzamos
y paso en el colectivo
por barrios que se parecen
al cantero florido de afuera
de tu casa en verano
en el medio no hay nada
pero a veces vuelve
el taxi en el cuerpo las ganas
de verte la lluvia a veces
me prestabas plata porque yo
me olvido de llevar
mis cosas a los lugares
donde preferiría
quedarme toda la noche.

Pasaje

En la noche de la llanura
lo pasajero encuentra su sonido:
los cinturones de seguridad
golpeando en los asientos vacíos
del colectivo de larga distancia,
la ráfaga sorda de los autos
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en dirección contraria a la luz.
No hay un pueblo ni un relámpago
que corte los campos negros,
solo algunas señales de colores
que nos dan la misma difusa alegría
de los carteles en los taxis libres.
Acaba de morir la poeta que escribió
mi poema favorito, y quise llorar,
porque ella entendía algo que otros no,
pero aún había mucho por hacer:
sacar el pasaje, doblar la ropa
dispuesta en varias pilas
sobre la cama ya sin sábanas,
cenar, despedir a los abuelos.
Sobre la franja iluminada de la ruta
se proyecta la última imagen:
junto a las columnas amarillas
en los andenes de la terminal,
mamá y papá saludando
cada uno con su dulzura.
Papá quieto pero sonriente
con las manos en los bolsillos
de la campera azul del inta.
Mamá gesticulando a los saltos
y de todas las formas posibles,
mientras mueve la boca
como si le hablara a una ballena:
avisame cuando llegues.

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Ariel Bermani
I

Desde que me mudé a esta ciudad


siempre tuve que subir dos pisos
por escalera,
eran edificios bajos
sin ascensor.
Ahora es distinto
hay una escalera
pero es un solo piso.
Me rodean dos peluquerías
de dominicanos
que se pasan el día
a puro merengue y bachata.
Cuando llego tomo agua
bien fría
juego con mi perro
saludo a mi hijo sin acercarme del todo
—no le gusta que me acerque—
y, de a poco,
me voy desprendiendo
de los restos del día.

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II

Solo una vez mi viejo trató


de enseñarme a manejar.
Pensó que yo podía
aprender con un colectivo
antes de haber probado con
otro tipo de vehículos
más chicos
más dóciles.
Me acuerdo bien:
ni siquiera pude hacer girar
el volante
duro, grandísimo
y a él no le sobró paciencia
para que siguiéramos probando.
Ese era el colectivo
que mi viejo manejaba
todas las noches.
Lo tenía impecable
con olor a limpiador de piso
y a desodorante de ambientes.
A veces lo esperaba
en la puerta de casa
y lo acompañaba en sus recorridos.
De San Vicente a Constitución
de Constitución a Varela.
Hablábamos poco durante el viaje
yo era chico y no tenía mucho para decir,
él estaba concentrado
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en manejar
cortar boletos
cobrar
dar el vuelto.
Pero cada tanto espiaba por el espejo
y me guiñaba un ojo.

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III

Todo lo que hicimos


en este tiempo
sigue acá, intacto
y con una palabra
con un golpecito de viento
alcanza
para que vuelva.
Lo que vivimos hoy
lo de hace cinco años
lo de hace cinco minutos
—el pelo tapándote un ojo—
lo que me dijiste esta mañana
lo que te conté una vez
lo que hicimos ese viernes a la tarde
cuando recién empezábamos
a estar juntos.

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Giselle Aronson
Escenas veraniegas de la vida familiar

El Sr. Xy llega, apoya la heladerita en la arena, clava la sombrilla y se va en di-


rección al mar. Se moja los pies, junta coraje y, venciendo la temperatura fría del
agua, va enfrentando una a una las olas hasta zambullirse por completo. Ahora
decide salir y emprende el camino de regreso, ejerciendo una leve resistencia a la
presión del mar al replegarse.
Bajo la sombrilla ya está instalada su esposa, la Sra. Xx, terminando de po-
ner el protector a cada zona de piel vulnerable al sol de cada uno de sus tres hijos.
Cuando termina esta tarea y los chicos se disponen a jugar, ella se dedica a armar
la mesa plegable, sacar de la heladerita los menesteres y preparar los sándwiches
que conformarán el almuerzo programado para ese mediodía playero. Extrae del
paquete la calculada cantidad de veintiséis rodajas de pan lactal, en función de
la suma de lo que cada miembro familiar acostumbra a comer. Las unta con ma-
yonesa e intercepta, entre cada par de rodajas, fetas de jamón y queso, proporcio-
nándolas según las preferencias de los comensales. Luego dispone en la mesa
los vasos, las servilletas y las bebidas.
Mientras todo esto ocurre, a escaso metro y medio de la sombrilla, el Sr. Xy,
sentado en la reposera, lee el diario bajo el sol. Solo interrumpe su lectura cuando
la Sra. Xx le avisa que está listo el almuerzo.
Todos comen en armonía. Luego de los sándwiches, la Sra. Xx les reparte una
fruta a cada uno y comienza a retirar las cosas de la mesita. El Sr. Xy engulle un
durazno y juega con el carozo dentro de la boca.
Dos hombres de una sombrilla vecina invitan al Sr. Xy a un partido de tejo.
—Me voy a jugar con los vecinos, estoy allá, fijate —le avisa a la Sra. Xx, quien
continúa acomodando el desorden del almuerzo.

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Veinte minutos después, la Sra. se sienta en su reposera, mirando atenta las
corridas de sus hijos, vigilando sus entradas al mar, calculando riesgos de pro-
fundidades y olas peligrosas.
El Sr. Xy llega dos horas más tarde y, tras comentar su cansancio, despliega
una lona bajo la sombrilla. Instantáneamente, se duerme durante una hora. Al
despertar, pregunta solícito:
—¿Hacés mate?
La Sra. Xx busca la canasta y prepara lo necesario, sin dejar de vigilar a los chi-
cos que van y vienen del agua a la sombrilla y viceversa.
No hay mucha más variante en los quince días que la familia ha tomado de va-
caciones. Las jornadas se suceden en estos términos.
Los chicos son quienes más disfrutan, hacen lo que quieren, cuando quieren y
como quieren, piden y se les da.
El Sr. Xy mira chicas en la playa, lee el diario, juega al tejo con los vecinos, toma
mate, come churros. De vez en cuando se acuerda de alguna mujer que alguna
vez le alborotó la respiración, pero rápidamente abandona ese pensamiento que
obstaculiza toda la filosofía de superación y felicidad momentánea con la que se
autoconvenció hace ya muchos años.
La Sra. Xx arma y desarma almuerzos y cenas, barre la arena que se despa-
rrama en el dúplex de alquiler, tiende las camas, lava los platos y toma sol de re-
bote mientras relojea a los chicos. No se acuerda de nadie en especial porque se
autoconvenció hace ya muchos años que el Sr. Xy fue el único que en una época le
alborotó la respiración.
Cada uno cumple, más o menos, el rol que le fue asignado, tanto en la salud
como en la enfermedad, en la urbanidad como en la ruralidad, en la riqueza como
en la pobreza, en el mar como en la montaña. Ya no hasta que la muerte los sepa-
re, sino hasta que tanta unión termine por matarlos.

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Paula Tomassoni

Cerro

Ojalá tuviera algún dios —cualquiera— para encomendarme. Aunque, de saber


rezar, no sé lo que pediría. ¿Habilidad? ¿Coraje? ¿Alas? En lugar de una religión lo
que tengo es una certeza tan indiscutible como inconveniente: no soy esquiador
y no me explico qué hago arriba de la montaña, con estas botas plásticas que me
aprietan los gemelos y haciendo equilibrio sobre dos cantos brillantes que ame-
nazan arrastrarme con violencia al fin del mundo, es decir, cerro abajo.
Entendí perfectamente lo que me explicó el instructor: toda la perorata sobre
el peso del cuerpo y las posiciones paralelas y en cuña para avanzar, frenar, do-
blar. Pero la pendiente termina en esa línea blanca, y a pesar de que sé que hacia
abajo hay más montaña y no un abismo infinito, yo no sigo.
No me explico cómo bajé desde la cumbre altísima en la que me dejó la aerosi-
lla hasta esta casi planicie, pero no puedo avanzar más: un miedo feroz me tiene
atornillado al hielo. Porque ese es el problema, dicen, y también tiene lógica: no
nieva hace unos días, hace frío, y se forma una capa de hielo que convierte la su-
perficie en un tobogán. La bronca es que nada de esto parece importarles a Pilar y
los Willies, que me pasaron a mil por hora hace ya como veinte minutos.
No soy esquiador: soy nerd y estoy de moda, lo dijeron por la radio. Parece que
cierto fervor por los superhéroes, los jueguitos de computadoras y las nuevas for-
mas de la tecnología nos puso en órbita. Resulta que la gente quiere saber qué se-
ries vemos, qué peli les recomendamos, qué música hay que escuchar o qué libro
estamos leyendo. El combo se completa: al parecer, mi cara aniñada es sexy. Si no
fuera así, Pilar, tan hermosa, no estaría conmigo.
Hace poco más de dos meses que empezamos a salir. Nos conocimos en un
cumpleaños: ella estaba por el tercer libro de la saga de Crepúsculo y yo, que tenía
bien leído a Stoker, le hablé de Coppola, Béla Lugosi y otros enredos transilvá-
nicos. A la semana ya me invitó a su casa, y pocos días después, a venirme con
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su familia de vacaciones. Así la vida, así las cosas, así me pasan los esquiadores
que desaparecen rapidísimos tras el precipicio que, ya lo sé, no es más que un do-
blez en la montaña. Pero yo veo la línea blanca en que la pista termina y después
solo el cielo… y de acá no me muevo. La transpiración se seca bajo la camiseta y, a
pesar de tener cuatro prendas más encima, incluyendo la campera impermeable
que me prestó Leo, empiezo a sentir la temperatura bajo cero en los huesos.
El padre de Pilar alquiló una cabaña cerca de la avenida Pioneros. Todos los
días nos levantamos temprano, desayunamos tostadas y café con leche, y veni-
mos al cerro. El frío es mortal a esa hora y el ascenso en la aerosilla es una tortura
medieval que apenas combato haciendo rebotar el aliento contra el pasamonta-
ñas. Mi suegro me odia y casi no me dirige la palabra. O capaz no es que me odia
a mí: no le gusta que yo esté con Pilar. Él preferiría que mi lugar lo ocupara un
Willie, todos nos damos cuenta y a mí, saber eso me encanta.
La rutina es esquiar todo el día, hasta las cuatro, hora en la que el carril nos
lleva hacia abajo y en el estacionamiento nos espera la camioneta con el picnic:
sanguchitos de jamón y queso, con coca-cola. A las seis estamos de vuelta en la
casa, la mamá de Pilar cocina algo fácil; don Carlos toma vino mientras mira sin
mirar televisión. A esa hora el frío obliga a la familia a estar reunida. Pilar y su
hermano dos años menor discuten y se empujan, la madre los reta, y don Carlos
se abstrae vaya a saber en qué galaxias y muestra una sonrisa de encías rosadas,
mitad suyas, mitad acrílicas (la madre de Pilar me explicó que no quiere hacerse
implantes porque tiene miedo al dentista), como diciéndonos a todos que es tan
feliz. En esas escenas desentono y entonces hago lo que sé hacer, el salvoconduc-
to que me trajo a estas vacaciones: me siento en un rincón y me pongo a leer. Cada
tanto, mi chica se acerca y me besa, la encía de don Carlos un poco se crispa, y
entonces yo soy el tan feliz.
Si tuviera las herramientas del inspector Gadget, activaría una hélice que me
sacara de esta montaña. Pero no. Tengo un par de esquíes traidores que en lugar
de ayudarme a descender con armonía me arrastran en resbalón al abismo cordi-
llerano, o tal vez al infierno.
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¿Y si me saco los esquíes y bajo caminando? Al menos voy a entrar en calor.
No sé por qué les hice caso cuando me dijeron que ya había practicado bastante
y estaba listo para las pistas altas. Ahora no sé qué hacer. ¿Me los saco? Capaz
tengo suerte y llego a alguna aerosilla que me lleve hasta abajo. O capaz tengo
más suerte, me muero congelado en la montaña y me ahorro la humillación de
que Pilar y los Willies me vean bajar caminando.
Los Willies alquilaron una cabaña a una cuadra y media de la nuestra. Son
amigos de la familia. La mujer es muy delgadita y en el cerro se confunde con los
nenes más grandes de la escuela de esquiadores; los dos hijos son altos como el
padre y estoy seguro de que se acuchillarían por disputarse a Pilar, si ella les diera
cabida. O me acuchillarían a mí, en todo caso, para degollarme y clavar mi cabeza
en un bastón de esquí usado como pica.
Hace frío. Me quiero ir, así que me acomodo para liberarme. Apoyo la punta
del bastón en la parte de atrás y ya voy a desprender la primera tabla cuando es-
cucho que se parte el hielo a mi lado, y veo aparecer la sombra de una mujer, tan
sutil, tan sin peso. Así debe verse la sombra de un ángel. Rubio, porque los ánge-
les siempre son rubios.
“Necesitás ayuda”. Si fue una pregunta, no le habrá salido la entonación. No
le veo los ojos detrás de las antiparras enormes, pero los sospecho claros como
el lago Nahuel Huapi. Me jura que entiende lo que me pasa, que por eso me quie-
re ayudar, que cuando ella empezó a esquiar le pasaba lo mismo. Mi ángel y su
buena acción del día: ayudar a un novato a bajar de la montaña. Un viento suave
y helado le hace flamear el pelo y es como si se deshiciera en cristales. Es la reina
de las nieves de Narnia, pero más joven, y más bronceada, con ropa térmica negra
con rayas grises adherida a los contornos del cuerpo.
“Vos seguime”, me dice y me da el tip: “Por nada del mundo, nunca, mires el
precipicio. Mirame a mí y seguime”. Fácil mirarla; seguirla es un poco más com-
plicado, pero entre una cosa y otra vamos descendiendo. Mis movimientos son
desparejos pero no importa: bajamos. Lento, pero qué apuro hay: voy de un cos-
tado a otro siguiendo sus huellas continuas como improntas en el hielo. No me
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importa que tardemos mil años, no me importa que me pasen Pilar y los Willies:
yo estoy bailando la danza del hielo con mi reina rubia. Y me dejo llevar.
Me caigo. Ruedo por el costado fuera de pista con peligro de partirme el cráneo
con el filo de una roca o de quebrarme un hueso. Levanto la cabeza y veo al án-
gel y su sombra recogiendo todo lo que perdí en el vuelo: un guante, los bastones,
los esquíes. Logro pararme y ella se acerca: “No es nada. Todos nos caemos”. Le
gusto. ¿Le gusto? ¿Sabrá que estamos de moda los nerds? Me ayuda a ponerme
los esquíes, me sostiene, y arranca. “Seguime”. Obvio, hasta que la muerte nos
separe, hasta el fin del mundo.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha, vemos la bandera del parador. “¿Vis-
te?”, me dice. “¿Viste que podías? Llegamos”. Abajo me saluda, me abraza, me
dice que fue un gusto haberme ayudado y que vaya a pistas más fáciles hasta po-
nerme más canchero. Se va y me quedo sonriendo como un gil mientras los es-
quiadores me pasan por al lado con el envión de la bajada. No tengo la menor idea
de adónde está Pilar. No me importan los Willies.
Me saco los esquíes y voy a la aerosilla a decirle al encargado que me quiero bajar.
Pensé que iba a hacer algún chiste sobre mi fracaso, un comentario gracioso, pero
no: acomoda las tablas que le alcanzo en una silla y me hace esperar la otra. Voy
solo. Mucha gente sube, pero vuelven esquiando. No miro para abajo porque me da
vértigo, y si miro para arriba el enganche de la aerosilla en el cable de acero, me da
pánico. El frío es tremendo, me tapo la cara congelada con los guantes térmicos.
Si al menos saliera un poco el sol.
En el local de alquiler de equipos de esquí aflojo los tensores de las botas: la san-
gre vuelve a circular hasta los dedos de los pies. Me pongo los borceguíes que me
prestó Leo, y me voy al estacionamiento a averiguar si hay algún micro que me deje
en la Pioneros. Alguien me chista: es la mujer de Willy, la menudita, “¿qué hacés por
acá?”, pregunta. “Tengo que volver a la cabaña”, le digo, “una urgencia”. Qué casua-
lidad, pero ella también va para allá, así que me lleva en la doble tracción de Willy.
Con los cinturones puestos, la vista clavada en el camino helado, y sin mediar
preámbulo, me explica:
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—Tengo que volver a casa a cambiarme.
Miro para adelante y apenas asiento.
Tiene bronca porque se manchó el pantalón impermeable y lo va a tener que
mandar al lavadero. Ajá. Ella sube la radio y hacemos el resto del recorrido en si-
lencio. Para en la puerta de nuestra cabaña: “¿Tenés llave?”, me pregunta. Le digo
que se la puedo pedir a la administradora, que ya me conoce. “Que descanses”, me
aconseja, y se va.
La cabaña está ordenada: ya pasó la chica de la limpieza. Todavía falta muchí-
simo para la hora de los sanguchitos en el estacionamiento, así que hay tiempo.
Mi bolso está casi armado porque nunca tuve lugar para poner mis cosas en los
roperos. Desde el taxi hacia la terminal le mando un mensaje a Pilar diciendo que
me volví a Buenos Aires, que no me pida explicaciones. Después apago el celular.
Tengo suerte: en dos horas estoy arriba del micro esperando que arranque para
ponerme a leer. Prendo el teléfono cuando paramos en Piedra del Águila: tengo
cinco llamadas perdidas y tres mensajes. El primero: “Cómo q t vas? Dónd?”; el
segundo: “No me podés hacer esto”; el tercero: “Soy Carlos, Pilar está llorando,
te voy a matar”. No contesto y me pongo a mirar las fotos que saqué: están pre-
ciosas, ella tan linda y yo tan inteligente. Pili, no llores, bonita; mañana, para ale-
grarte, don Carlos te va a comprar algo lindo en el shopping del cerro, y uno de los
Willies le va a pedir la camioneta a su papá para llevarte a Sky Ranch a tomar una
cerveza y escuchar música electrónica.
El micro arranca de nuevo. Las montañas ya no son altísimas y el día se está
extinguiendo del todo. No tengo luz para seguir leyendo. Me acomodo en el asien-
to. Faltan todavía muchas horas de viaje. La señora sentada al lado mío abre un
paquete de Pepitos, come y no convida. Por suerte no tuve tiempo para comprar
chocolates: estaban carísimos. Pego la nariz a la ventana: qué bueno si pudiera
dormir de un tirón hasta mañana, dormirme en la oscuridad y despertarme den-
tro de diez horas, con el día de nuevo luminoso, y en mi llanura pampeana, tan
lechera, sin declives infernales, tan mansa e interminable.

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Índice

Ana Rocío Jouli

Skyland 5
En el medio no hay nada 5
Pasaje 6

Ariel Bermani

I 8
II  9
III  11

Giselle Aronson

Escenas veraniegas de la vida familiar  13

Paula Tomassoni

Cerro 15
Esta edición de 120 ejemplares
se terminó de imprimir en DIPIDE
Imprentas del Estado Bonaerense, 3 y
523, Tolosa, Provincia de Buenos Aires,
en noviembre de 2022.
E S P E J O S Y V E N TA N A S¿Cómo recordamos unas vacaciones en
la playa, un viaje en taxi hasta la casa de alguien que nos gusta, un
papá que no nos puede enseñar a manejar o una novia que nos invita
a esquiar a la montaña? Hay poesía y hay literatura en las simples
experiencias de la vida cotidiana. Giselle Aronson, Ariel Bermani,
Ana Rocío Jouli y Paula Tomassoni nos revelan en este libro lo asom-
broso de todo eso que ocurre en el más acá.

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