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Instituciones Básicas del Derecho Lección 4

LECCIÓN 4. EL DERECHO COMO SISTEMA NORMATIVO

4.1. LA SUPUESTA UNIDAD DE LAS FUENTES DEL DERECHO

En la lección anterior ha aparecido varias veces la palabra ordenamiento para


nombrar a un conjunto de normas. Esta denominación tiene un trasfondo teórico muy
complejo, que vamos a intentar desentrañar en sus aspectos más básicos. Ya hemos visto
que el derecho suele asociarse con la existencia de normas, aunque, como también hemos
visto, no formen un conjunto homogéneo. Sin embargo, esa heterogeneidad no parece
haber impedido que las normas aparezcan formando parte de una estructura organizada.
Es la llamada ordenación jurídica. Se ha discutido mucho acerca de las características de
esa ordenación. Habitualmente se denomina “ordenamiento jurídico” el conjunto de
normas jurídicas existentes en una sociedad. Marcelino Rodríguez Molinero nos recuerda
que la expresión “ordenamiento” es un neologismo importado incorrectamente del
italiano ordinamento. La palabra castellana correcta para traducirla es “ordenación”. El
problema es que el neologismo está ya tan difundido -incluso en textos legales- que
resultaría inútilrenunciar a su uso.
Normalmente, la palabra ordenamiento suele usarse como sinónimo de derecho,
sin más. Pero no es un uso neutral, porque lleva implícitas ciertas características acerca
de la forma de organizar el contenido del derecho. En primer lugar, el ordenamiento se
ha concebido durante bastante tiempo a la manera de un sistema de normas, y el sistema
es una forma específica de organizar una materia. En segundo lugar, el ordenamiento
aparece estrechamente relacionado con la política, porque comprende las normas
emanadas del poder estatal, que son vinculantes para la población comprendida dentro de
las fronteras de ese Estado. Ordenamiento y sistema son, pues, conceptos que debemos
dilucidar para un mejor encaje de nuestra exposición, sin olvidarnos de las concepciones
llamadas Holistas. Comencemos con el primero de estos conceptos enunciados.

El concepto de Ordenamiento Jurídico no puede entenderse sin aludir a su


génesis histórica. Encontró su más acabada exposición en la obra del año 1917 del jurista
italiano Santi Romano. Veamos brevemente sus líneas principales, a riesgo de ser
excesivamente esquemáticos:

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- El autor pretende realizar una construcción de derecho público general. Partiendo
de la noción de derecho objetivo (es decir, del conjunto de reglas jurídicas) se
llega a la idea de ordenamiento jurídico, que es sinónimo de Institución Jurídica,
y se resalta además el carácter organizativo que presenta el concepto. Para
Romano, en la idea de organización radica la esencia última de lo jurídico. Y la
idea de Institución es el elemento central sobre el que se lleva a cabo de
determinación de lo jurídico.
- Pero. ¿Qué es una Institución Jurídica? Podemos decir que es un conjunto de
normas y relaciones jurídicas ordenadas en torno a una idea común.
- Por tanto, el derecho objetivo, idea matriz a la que Romano reduce el
Ordenamiento Jurídico, tiene significado primordial de organización. Frente a la
concepción normativista, que entiende el derecho como la suma o totalidad de las
normas, Romano entiende que el derecho está también integrado por otros
elementos esenciales:
* El concepto de sociedad
* La idea de orden social.
* La idea de organización.

Como corolario a esta breve exposición: para Romano, toda manifestación de


convivencia humana es jurídica y ha de estar regulada por el derecho,
constituyendo entonces un ordenamiento jurídico.

Pasemos a la idea o concepto de sistema. De un modo u otro, la mentalidad


dominante en el derecho durante los últimos siglos ha sido sistemática. Es necesario ahora
precisar un poco algunas de las características de la noción de sistema y de su aplicación
al derecho
El término “sistema” procede del griego “sistema” y significa “reunión”.
Conviene señalar que el concepto de sistema posee en la epistemología actual un
significado múltiple y, en consecuencia, explicar la noción de sistema jurídico no es una
tarea fácil. En el sentido más general, un sistema es toda presentación organizada de la
materia de una disciplina determinada, como, por ejemplo, la clasificación por orden

alfabético de los títulos de una biblioteca. No obstante, la mentalidad específicamente


moderna –de la que somos herederos- ha elaborado una noción de sistema más estricta;
según Helmut Coing, que fue un brillante profesor de Derecho Romano y Civil en la
Universidad de Frankfurt, y que también hizo incursiones en la Filosofía del Derecho, el
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sistema consiste en una ordenación del conocimiento a partir de un punto de vista unitario
desde el cual se deducen todos los elementos de esa rama del conocimiento, sin
posibilidad alguna de lagunas o disonancias en la estructura.

Esta segunda acepción es la que nos interesa ahora, porque es la que triunfa con
la Modernidad jurídica desde el siglo XVII y llega hasta hoy. Entender que el
ordenamiento jurídico es un sistema estricto supone que todas las normas que lo
componen pueden derivarse desde una norma suprema, que da sentido al resto. Según
esta concepción, desde la norma superior se deducen las inferiores, de tal forma que una
de rango inferior remita siempre al punto de partida inicial. Esta idea de sistema se unió
a la teoría política que llevó a la creación del Estado como monopolista de la creación
jurídica. La organización de las fuentes del derecho a partir de una Constitución es una
consecuencia de esta mentalidad política sistemática.

Niklas Luhmann, por su parte, y basándose en modelos creados a mediados del


siglo XX, desarrolló una visión del sistema jurídico basada en el rasgo de la
autorreferencia (autopoíesis) El sistema jurídico es lo que él llama un subsistema social,
y como tal es relativamente autónomo de otros subsistemas sociales, como la política, la
religión, la moral, la economía…Esto significa que ni depende totalmente ni está
totalmente aislado de los otros subsistemas sociales. Si el derecho es un sistema
autopoiético, eso significa que construye sus partes a través de sí mismo, de sus propios
elementos. Se diferencia así de los llamados sistemas alopoiéticos, que son aquellos
cuyos elementos y funcionamiento dependen del entorno, es decir, son producidos o
causados por cambios producidos desde fuera del sistema. Por el contrario, los sistemas
autopoiéticos son cerrados operativamente: producen sus operaciones respectivas desde
su circuito interno.

Como bien explica López Hernández, en el sistema jurídico, y siguiendo la línea


argumental de esta idea, la autopoiesis se manifiesta en el rasgo de la validez. Sólo el
derecho crea y deroga leyes jurídicas, determina la validez de las mismas y dice lo que es
derecho válido y lo que no lo es. Fuera del sistema las fuerzas políticas, sociales y
económicas pueden presionar para que se produzcan leyes, pero sólo el sistema jurídico
puede producir válidamente estas leyes. Por otro lado, el sistema jurídico está abierto al
entorno, recibe influencias de él. Por ejemplo, el entorno determina la eficacia de las
leyes, el reconocimiento y aceptación del sistema por parte de la población…

Otro concepto de sistema que ha sido utilizado en el ámbito jurídico es el de


sistema jerárquico. La jerarquía consiste en una disposición de los elementos de un

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conjunto de tal manera que todos tienen entre sí una relación de subordinación y
supraordinación. Hans Kelsen ha sido quien ha desarrollado especialmente este sistema
en el derecho, como veremos más adelante.

La mentalidad sistemática va también de la mano de las llamadas Teorías


Holistas del Derecho. Para estas teorías, con origen en Savigny y su idea de sistema
como totalidad orgánica, la conclusión de un razonamiento jurídico se justifica en virtud
de su adecuación a la totalidad del sistema en el que aspire a integrarse. Así, según esta
concepción, cada razonamiento jurídico se construye desde el trasfondo del sistema
completo. Es decir, según este criterio, cuando por ejemplo un juez español resuelve un
caso, no aplica solo una determinada regla, sino el “Derecho Español” en su totalidad, o
lo que es lo mismo, el sistema jurídico en su conjunto.

Por tanto, una teoría holista cree que el sistema jurídico es una totalidad auto-
suficiente en materia de justificación, lo que quiere decir entonces que el sistema contiene
una respuesta correcta y única para cualquier caso que se le presente.

Los tratadistas que consideran el ordenamiento jurídico como un sistema señalan


dos notas que consideran esenciales: la unidad y la plenitud.

4.1.a. Unidad del ordenamiento jurídico

Puede manifestarse de dos maneras:

En primer lugar, la unidad puede ser material. Supone que todas las normas del
ordenamiento son concreciones de la idea o concepto supremo de derecho, es decir, de un
contenido colocado en la cúspide del sistema.

Esta derivación material presenta dificultades. Para comprenderlas es necesario


tener en cuenta un aspecto fundamental de la realidad humana en general y, por tanto, de
la realidad jurídica: la diversidad y la complejidad. Como ha señalado Francisco
Carpintero, la cotidianidad nos muestra que en la vida social cada institución y cada
norma poseen su propia justificación. La realidad jurídica es, por tanto, compleja. Una

realidad compleja tiene muchas facetas, puede ser observada desde diferentes puntos de
vista y esos puntos de vista, aunque nos digan cosas ciertas de esa realidad, no siempre
armonizan entre sí.
La vida humana, tanto en el plano estrictamente personal como en el social, posee
esa complejidad. Los hombres nos movemos por distintos fines, bienes, intereses, etc. que
a veces son contradictorios, aunque sigan siendo legítimos: el trabajo y la diversión
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–por poner un ejemplo sencillo- son bienes humanos, aunque respondan a exigencias
vitales diferentes. En otro orden de cosas, la razón de ser del abogado y del fiscal, del
comerciante y de la fundación benéfica, etc., son diferentes, aunque todas estas figuras
sociales sean lícitas. Cada situación y cada relación -como partes de una institución
social- tienen unos fines que cumplir, y esos fines suelen ser muy variados. Tanto que no
existe un denominador común que los abarque a todas. Cuando esas instituciones sociales
pasan a ser jurídicas, las normas deben tener en cuenta su diversidad. En efecto, cada
institución jurídica posee sus propias exigencias, y el fundamento de la solución que se dé
a los problemas generados en su seno obtiene su justificación por la naturaleza del fin o
bien que se pretende conseguir. Eso quiere decir que los bienes protegidos por el derecho
son distintos e, incluso, divergentes. Los ejemplos que ofrece nuestro ordenamiento son
numerosos.
Cabe plantear un reparo a esta imposibilidad de sistema material. Ya sabemos que
el ordenamiento jurídico español tiene una Constitución como norma suprema. Su art. 1
proclama como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo
político. Y el 10.1 enuncia que “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le
son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos
de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. Parece entonces que
nuestro orden jurídico posee unos principios fundamentales desde los que dotar de sentido
el resto del ordenamiento. Aunque sea innegable la posición básica de esos principios, no
es posible deducir desde ellos el contenido de las demás normas jurídicas. Eso no quiere
decir que carezcan de importancia, al contrario. Esos principios marcan directrices y
orientaciones que deben ser integradas a la luz de contextos diversos. La exigencia de
respeto a la libertad y la igualdad indica una toma de posición moral por parte del derecho
que nunca puede ser olvidada, pero el alcance de los derechos específicos sólo puede
precisarse a partir de criterios que no están en el mismo texto constitucional, sino que
proceden de las interrelaciones múltiples y complejas que tejen la vida social. Todos estos
principios recogen demandas procedentes de la dignidad personal, pero esta se despliega
en manifestaciones diferentes. Por citar un ejemplo llamativo, sabemos que el derecho a
la libertad de expresión acoge un bien imprescindible para una sociedad abierta y
democrática, pero a veces puede chocar con otros bienes igualmente valiosos como el
honor, la intimidad y la imagen de la persona; todos están acogidos por el Derecho
Constitucional. De la misma forma, podemos afirmar que el orden jurídico español
reconoce libertad al ciudadano para el ejercicio de sus derechos, pero también impone
límites. Por ejemplo, reconoce la propiedad privada, aunque al mismo tiempo la

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Constitución afirme la función social de la propiedad y exista una Ley de Expropiación
Forzosa.
En otros sectores del derecho ocurre lo mismo. La ordenación de los contratos
privados está basada -entre otras cosas- en la igualdad entre las partes y en el respeto a
la autonomía de la voluntad; no obstante, en los contratos laborales la legislación
interviene otorgando menor peso a la autonomía de la voluntad, en aras de la defensa de
otros intereses.
Toda esta variedad no puede ser reducida a un concepto o principio únicos, porque
igualmente importantes para el derecho son la libertad personal, la solidaridad social, la
autonomía de la voluntad, la defensa de los intereses de los trabajadores, etc. Si
adoptamos sólo uno de estos principios como directriz última para el ordenamiento,
desconoceríamos facetas muy importantes de la realidad jurídica y, en última instancia,
crearíamos un ordenamiento radicalmente injusto.
Ese defecto es precisamente el fallo que tienen los sistemas basados en un
contenido supremo. Todo sistema realiza una selección de problemas, en la medida en
que sólo recogerá aquello que se adecue al principio o idea escogidos como criterio
último. Eso quiere decir que, si pretendemos ser sistemáticos, no podremos atender a
todas las necesidades del tráfico jurídico. Por ejemplo, si escogemos la libertad individual
como criterio exclusivo, los contratos sólo podrán fundamentarse en la libre negociación
de las partes en pie de igualdad formal. Pero cuando no exista auténtica igualdad y una
parte se imponga a otra por el peso de su fuerza, el derecho no podría intervenir; si
fuéramos rigurosamente sistemáticos desde la libertad exclusivamente individual, no
existiría el Derecho del Trabajo o el de la Seguridad Social, que atienden a otros bienes
diferentes. A partir de estos pocos ejemplos, podemos afirmar que el conjunto del derecho
no responde a una sola idea; en consecuencia, todo sistema es insuficiente. Cualquier
jurista ve, por ejemplo, que los preceptos referidos a los arrendamientos urbanos o a las
sociedades anónimas no existen porque los hayamos deducido de una verdad suprema,
sino porque responden a las demandas que plantean las diferentes necesidades.
Ante las dificultades que presenta la sistematización material del derecho, algunos
autores abogan por la denominada ordenación tópica. El rechazo al sistema no supone
que la única alternativa sea convertir el derecho en una masa caótica de reglas.

Digamos algo de la Tópica: en el antiguo sistema didáctico de la Retórica, hasta la


revolución antiretórica que comienza en la Modernidad, con Descartes, Locke…la tópica
hacía las veces de almacén de provisiones; en la Tópica y su “almacén” se podía encontrar
las ideas más generales, a propósito, para citarse en todos los discursos y en todos los

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escritos. La Tópica, como dice Th.Viehweg, era la pieza medular de la retórica. En el
ámbito jurídico, cuando nos encontramos ante un problema o un caso, él mismo nos
suscita interrogantes, reflexiones, preguntas, posibles caminos de resolución o de defensa
de ese caso…ahí aparece el método Tópico en el derecho, como una práctica de la
argumentación centrada en el problema, y no en la visión sistemática del derecho como
un todo. Aunque ello no significa prescindir por completo del método ni de la concepción
sistemática.

Es posible, pues, hallar así cierto orden, pero diferente al sistemático. Consiste más bien
en una clasificación por materias y problemas específicos, que facilita la labor del jurista:
cuando se encuentra ante un problema sabe con relativa facilidad bajo qué noción
encuadrarlo y conoce las directrices jurídicas básicas para enfrentarse a él. Ahora bien,
no es posible hacerse ilusiones con esta ordenación: tan sólo sirve para clarificar algo la
tarea del jurista,pero no proporciona todas las soluciones. Saber que determinado asunto
cae en el ámbito de las servidumbres o del usufructo de un bien inmueble, orienta
para discernir las soluciones posibles, pero sólo proporciona una visión muy general del
problema; las especificidades del caso no vienen completamente dadas en esa ordenación.
Tampoco las figuras mixtas e intermedias que no pueden ser incluidas en el esquema del
ordenamiento.Reparemos en que la clave de esta forma de entender el orden jurídico está
basada en la relevancia del derecho atendido como interrelación vital. En efecto, el
derecho existe para resolver determinadas necesidades sociales; para eso nacen las normas y
es lógico ordenar esas normas según los problemas que resuelven. Pero no es posible hacer
un sistema unitario, porque no hay un principio único que abarque todos esos problemas.
Este carácter problemático implica que el orden jurídico posea una estructura abierta:
surgirán cuestiones nuevas y será preciso instituir otros principios y normas, según las
exigencias más recientes.

Si el sistema en sentido material no parece posible, tal vez lo sea el sistema en


sentido formal.

También hace referencia a un único punto de vista desde el cual han de derivarse
todas las normas del ordenamiento, pero no se trata de un concepto o principio
fundamental, cuyo contenido es la fuente del resto de las normas y principios del
ordenamiento, sino de un centro originario productor de normas. Según esta acepción de
sistema, estamos ante una cuestión política. En efecto, la clave del ordenamiento reside
en el Estado. Como forma de organización política supone el monopolio del poder sobre
la población de un territorio determinado. Dentro del ejercicio del poder está incluido el

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derecho, porque imponer reglas de comportamiento social apoyadas por la coacción es
una de las principales formas de poder. El establecimiento de Estados tiene sobre todo
lugar tras la Revolución Francesa, aunque sus bases intelectuales fueran anteriores. Esta
nueva forma de organizar la vida política hizo desaparecer la diversidad de fuentes
jurídicas propia de la sociedad estamental. Consecuencia de la mentalidad estatalista es

que el ordenamiento jurídico que rija en un territorio determinado sea también único,

reflejo del poder estatal igualmente único. Esa unidad se manifiesta hacia el exterior
(ningún ordenamiento de otro Estado puede inmiscuirse) y hacia el interior (no puede
haber ordenamientos rivales). Por tanto, el Derecho canónico o las normas
consuetudinarias, por ejemplo, sólo pueden ser derecho en la medida en que el derecho
del Estado los reconozca expresamente, bien al estatalizarlos directamente, bien al
consentir su existencia.

Uno de los principales intentos teóricos para explicar el derecho según ese modelo
es el de Hans Kelsen.

Él afirma que el derecho sólo puede consistir en normas. Así, divide la realidad
entre lo que es (objeto de descripciones) y lo que debe ser (objeto de prescripciones). El
sector del deber ser está formado por normas o prescripciones que pretenden dirigir la
conducta desde una voluntad ordenadora. Kelsen entiende las normas de una manera
exclusivamente procedimental o formal, como consecuencia de su visión del sistema
jurídico como un sistema dinámico: el deber ser es un querer y el contenido de ese querer
es indiferente a la hora de establecer la norma, porque todo lo referente al contenido de
las normas pertenece al plano de los hechos; pero los hechos son ajenos al mundo
normativo, y este sólo debe atender a las voluntades creadoras de normas. Traducido al
campo de la ciencia jurídica esto quiere decir que el derecho se compone de normas y que
las normas son identificadas como jurídicas sólo por proceder de la voluntad competente,
con independencia de su contenido. De todas formas, conviene apuntar que esta
concepción ha sido revisada en los últimos años por alguna parte de la doctrina, quien ha
querido demostrar como la concepción del orden jurídico que Kelsen maneja, puede
asumir y de hecho asume contenidos materiales en el derecho. Veremos esta cuestión más
detenidamente en Teoría del Derecho, sin perjuicio de que unas líneas más adelante
apuntemos algunas cuestiones importantes.

Kelsen piensa que la voluntad psicológica de un individuo o de un grupo de


individuos es insuficiente para constituir una norma jurídica, y esa imposibilidad se debe
a diversos motivos: es difícil conocerla, porque para saber realmente lo que quiso un
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legislador tendríamos que entrar en su cabeza, a menos que él haya decidido exponer los
motivos que le llevaron a crear la norma. Esta dificultad aumenta en el caso de
legisladores colegiados. ¿Cómo averiguar la voluntad de cuatrocientos parlamentarios
que votaron una ley? Además, las personas que promulgan las leyes acaban
desapareciendo y con ellas la voluntad o querer que sustentaba la norma; sin embargo, las
normas existen más allá de la vida de sus creadores. ¿Cómo explicar este fenómeno? Todo

impele a buscar un fundamento diferente a la voluntad psicológica personal para el deber


ser jurídico. Lo que Kelsen nos quiere decir es: la norma jurídica tiene tal carácter porque
no procede de una voluntad cualquiera, sino de una especialmente autorizada para crear
normas. En efecto, la norma jurídica es el producto de la voluntad que tiene la
competencia de crear normas en virtud de una norma superior. Así, por ejemplo, las
personas que forman parte de un Parlamento crean leyes, porque su voluntad está
autorizada para ello por una norma superior, la Constitución. Para explicarlo diferencia
entre sistemas estáticos y dinámicos.

Los sistemas estáticos guardan relación con la doctrina clásica del Derecho Natural
anterior a la Modernidad. En ellos, la derivación desde los inicios del sistema hasta los
elementos más concretos se basa en una coherencia entre contenidos. El contenido de un
nivel del sistema se deduce del contenido de un plano superior, y todo en concordancia
con el Derecho Natural. Cuando el Derecho Positivo posee un contenido contrario al
Derecho Natural, sería injusto.

En cambio, en los sistemas de tipo dinámico no tiene por qué existir esa interrelación
material, pues su concepción de la validez es estrictamente formal. En efecto, en el
derecho una norma no pertenece al ordenamiento jurídico por su adecuación al contenido
de la norma superior, sino por ser creada según el procedimiento establecido en la norma
superior. Es especialmente interesante el caso de las sentencias judiciales, que Kelsen
considera normas de tipo individual. Una sentencia puede oponerse al contenido de la
norma que supuestamente aplica y aun así seguir siendo válida si ha sido dictada por el juez
competente según las normas procesales, y no es recurrida y dejada sin efecto por una
instancia superior. Cualquier decisión administrativa o judicial , con independencia de su
contenido, será derecho si no es desautorizada por una autoridad de jerarquía más elevada.
Lo mismo ocurre con la relación entre la Constitucióny las leyes. Si una ley se opone a lo
que prescribe la Constitución, pero no es declarada inconstitucional, seguirá siendo
válida. Kelsen reconoce que en un sistema jurídico concreto sí puede existir una
vinculación entre el contenido de la norma superior y el de la norma inferior. Las leyes,
por ejemplo, establecen marcos dentro de los que ha de moverse el juez; la libertad del
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juez para crear la norma individual suele ser menor que la poseída por el legislador para
derivar la ley desde la Constitución. En todo caso, eso no es lo esencial: la juridicidad no
viene dada por esa conexión, sino por la estructura procedimental.

Este planteamiento nos lleva al problema del “regreso al infinito”. La norma es


válida porque ha sido creada según una norma superior; ésta a su vez, tiene el carácter
de norma jurídica, porque otra superior autorizó su creación y así sucesivamente. Es
necesario parar en algún sitio. De hecho, los ordenamientos jurídicos suelen basarse en
última instancia en una Constitución; por encima de ella no hay más normas. ¿Qué ocurre
entonces?

La estricta separación que Kelsen hace entre ser y deber ser excluye algunas
respuestas posibles para ese interrogante. No podemos decir que la Constitución es
jurídica porque responde a ciertos principios de derecho natural basados en la naturaleza
del hombre; tampoco podemos decir que la Constitución es derecho porque es aceptada

como tal por la generalidad de la población. Estas posibles soluciones mezclan


indebidamente, a juicio de Kelsen, lo que existe –la aceptación sociológica, una supuesta
naturaleza humana, la obligación moral, etc.- con lo que debe ser; éste sólo puede nacer
de una voluntad. En consecuencia, es preciso hallar una norma que otorgue validez a la
Constitución. Como no existe tal norma con carácter jurídico, pues la Constitución es la
norma suprema, Kelsen introduce la que llama “norma básica hipotética” que sirve para
legitimar la norma constitucional. Es preciso señalar que no es una norma de verdad, sino
un presupuesto teórico necesario para que el sistema funcione. Según Kelsen, todo
sistema jurídico se basa en la presuposición de que los ciudadanos y profesionales del
derecho actúan como si existiera una norma según la cual la Constitución y las normas
que derivan de ella son normas válidas. Dicho de otra forma: se presupone que hay que
comportarse tal y como prescribe la Constitución.

Como podemos advertir, a partir de lo explicado hasta ahora, las normas no existen
de forma aislada, sino que derivan unas de otras, es decir, forman un sistema. El derecho
de Kelsen es un sistema en sentido formal, en la medida en que todas las normas derivan
su validez –su existencia- desde la Constitución. Y a su vez todo este sistema se funda en
la norma básica hipotética.

Sin embargo, al final Kelsen no es tan formalista como pretende. En efecto, él


afirma que, pese a toda esta doctrina de la validez, un ordenamiento jurídico que, en
general, no es aplicado, no existe como derecho, aunque formalmente sea válido. Explica
que la efectividad de las normas no es el fundamento de la validez (ese papel lo
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desempeña la norma básica hipotética), sino su condición. Esta respuesta un tanto curiosa
parece más bien un intento de eludir el problema. Lo cierto es que para Kelsen, el
fundamento último del ordenamiento es una cuestión que la ciencia jurídica no puede
resolver, y que deja a otras disciplinas como la sociología o la moral. Lo que supone
implícitamente reconocer la insuficiencia de una concepción puramente formal del
ordenamiento.

En efecto, y como decíamos más arriba, conviene matizar esta última afirmación.
Cuenca Gómez expuso hace unos años una visión de Kelsen y la relación entre
dinamicidad y estaticidad bastante interesante. Según la autora, a la que seguiremos en
las siguientes líneas, uno de los déficits que precisamente se imputa a la concepción de
Kelsen, radica en manejar una visión estrictamente formal de la validez jurídica. Sin
embargo, esta tesis se pone en tela de juicio al demostrarse que la concepción del orden
jurídico como sistema dinámico que Kelsen maneja, puede asumir y de hecho asume
contenidos materiales en el derecho. Por eso Kelsen llega a afirmar: “yo no niego que un
orden jurídico no pueda ser estático”. Por eso, los criterios formales imprescindibles en
la determinación de la validez jurídica, no son considerados por Kelsen ni exclusivos ni
excluyentes.

Más realista es la explicación de H.L.A. Hart. Ya vimos es la lección 2 su


diferencia entre normas primarias y secundarias y el papel desempeñado por las normas
dedicadas a regular la creación y aplicación del resto de las normas. Hart defiende la

descripción del ordenamiento como un sistema formal que alcanza su cúspide en la Norma
de Reconocimiento, pero la validez de la misma regla de reconocimiento es otra cuestión.
Porque su validez o existencia es una cuestión de hecho: consiste fundamentalmente
en que los funcionarios, jueces y ciudadanos de una sociedad determinada aceptan el resto
de las normas del ordenamiento y ordenan su conducta según sus prescripciones. Hart
puntualiza que no se trata de un mero hábito de obediencia, sino de una convicción firme
sobre el carácter obligatorio de la regla de reconocimiento y de las normas que ésta
ampara. Estas reflexiones de Hart indican una postura más matizada que la de Kelsen. Al
respecto, Hart distingue entre las figuras del observador interno y el observador externo.
El primero es el integrante de una sociedad que vive su ordenamiento jurídico como una
realidad obligatoria. El externo es el investigador ajeno a dicha sociedad que se limita a
comprobar la regularidad de ciertos comportamientos acordes con determinadas normas;
su papel sería el de mero sociólogo. Con esta distinción Hart pretende mostrar que el
derecho no es una mera cuestión de imposición de mandatos, porque los destinatarios de

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las normas han de percibirlas como valiosas. Esto no significa que esa percepción se deba
a la adecuación a reglas de justicia universalmente objetivas, de manera que la
contravención de una moralidad universal eliminara la juridicidad de una norma; Hart
afirma que el concepto de derecho no depende de esa adhesión, pero sí sostiene la
necesidad de que los destinatarios se sientan obligados. Es un fundamento que podemos
considerar sociológico. Es cierto que Hart señala que esa aceptación es “lógicamente una
condición necesaria para que podamos hablar de la existencia de un sistema jurídico”.
Pero lo que realmente nos quiere decir es que cualquier sistema, si de hecho es obedecido
y de hecho es aceptado como jurídico, es ya derecho. Y eso con independencia de su
contenido. Lo que de hecho se impone, es el derecho. De todas formas, la postura es
ambigua, porque esa aceptación depende también de que los ciudadanos consideren las
normas como obligatorias y eso implica entenderlas como una realidad diferente a lo
meramente fáctico. La cuestión no queda del todo clara en las páginas de nuestro autor
analizado.

Su concepto del ordenamiento es en última instancia formalista, porque las


normas jurídicas pueden –y deben - ser enjuiciadas desde el punto de vista de la moral,
pero el juicio negativo no quita juridicidad a la norma considerada moralmente
reprobable. Es cierto que a veces para saber si una norma existe es posible adoptar como
criterio de reconocimiento su adecuación a ciertos criterios de moralidad, pero sólo si la
regla de reconocimiento así lo dispone. La relación entre los preceptos morales y los
jurídicos es accidental, depende de la decisión de un poder constituyente.

Además, Hart reconoce lo que denomina un “núcleo mínimo” de moral en el


derecho. Dejemos hablar al propio jurista inglés: “Para que una sociedad pueda vivir
únicamente con tales reglas primarias, hay ciertas condiciones que, concediendo algunas
pocas verdades trilladas relativas a la naturaleza humana y al mundo en que vivimos
tienen que estar claramente satisfechas. La primera de estas condiciones es que las reglas
tienen que restringir, de alguna manera el libre uso de la violencia, el robo y el engaño,
en cuanto acciones que los seres humanos se sienten tentados a realizar, pero que tienen,
en general, que reprimir, para poder coexistir en proximidad cercana los unos con los
otros”. Podemos decir que Hart defiende un formalismo matizado: el ordenamiento es un
conjunto de normas que obedecen a una forma de producción establecida en una norma
suprema, pero al mismo tiempo sin la referencia a ciertos principios que motiven la
adhesión ciudadana el ordenamiento no se sostiene; y eso no implica que esos principios
tengan que constituir un sistema en sentido material.

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¿A qué modelo pertenece el ordenamiento jurídico español? Aparentemente se
funda en un centro emisor de normas jurídicas, del que dependen las demás fuentes del
derecho. Las normas jurídicas estatales tienen la primacía sobre la autonomía de la
voluntad como la costumbre están sometidas a la ley. Desde ese punto de vista, el
ordenamiento jurídico parece amoldarse a la propuesta kelseniana. Sin embargo, ya
hemos visto en la lección anterior que esa innegable jerarquía de fuentes tiene matices.
Y es que el modelo formal de unidad también presenta dificultades, en la medida en que
es difícil mantener que todo el derecho surge de un centro único productor. Como he
señalado más arriba, la idea de unidad del ordenamiento es una cuestión política: el
derecho es uno y tiene su origen en el Estado; es lo que se ha denominado monismo
jurídico. Pero hace ya tiempo que ese monismo ha sido puesto en cuestión. Jean
Carbonnier reconoce la pluralidad normativa y escribe: “No tenemos que habérnoslas
sólo, en un territorio dado, con un único derecho, que sería el estatal, sino con una
pluralidad de derechos concurrentes, estatales y supraestatales”.

¿Es cierta esta afirmación en nuestra situación actual? Es verdad que todo el
ordenamiento encuentra la justificación de su validez en la Constitución, pero no debemos
exagerar esa sistematicidad formal. Pensar que el poder constituyente crea un
ordenamiento completo desde la nada es engañoso. En realidad, el Derecho Privado
español no es un producto de la decisión del legislador habilitado por la Constitución;
desde luego sí depende en cierto modo de ese legislador, que puede modificar (y lo

hace) ciertos aspectos de su contenido; pero ese Derecho Privado es producto de una
tradición jurídica secular y no depende sólo del orden estatal.

La pluralidad de fuentes mencionada por Carbonnier no se refiere sólo al derecho


elaborado dentro de un Estado. Existe hoy una tendencia cada vez más fuerte que habla
de la existencia de un derecho global o transnacional. Se trata de una realidad diferente al
Derecho Internacional, formado por acuerdos y tratados entre Estados; el derecho global
surge de relaciones jurídicas nacidas entre sujetos cuyas actividades traspasan las
fronteras estatales y necesitan regulaciones específicas. Los ordenamientos jurídicos
tradicionales fueron diseñados para actuaciones desenvueltas dentro de unas
delimitaciones políticas determinadas y no reaccionan adecuadamente ante un tráfico
jurídico transnacional. Son los propios protagonistas de ese tráfico quienes elaboran sus
normas mediante autorregulación, prácticas y usos jurídicos, cláusulas contractuales,
arbitrajes, etc. Desde el punto de vista formalista este derecho autorregulado no sería
auténticamente jurídico, pero es innegable su eficacia: los sujetos intervinientes en ciertos

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sectores de la realidad jurídica se comportan, y esperan que otros se comporten, según
esas directrices extraestatales. ¿Es sensato negar su juridicidad? Por otra parte, como
indicaba en la lección anterior, este derecho autorregulado no puede prescindir por
completo del apoyo prestado por los ordenamientos estatales.

En todo caso, la unidad entendida de manera rigurosa no puede identificar de


manera completa la realidad del derecho. A pesar de la insuficiencia de la manera
formalista de ver el sistema jurídico, no podemos rechazar sin más la idea de
ordenamiento desde el punto de vista formal, porque provocaríamos el caos jurídico. Es
preciso que existan puntos de referencia fijos para saber quién es el creador de las normas;
por ese motivo es tan importante el papel de las normas constitutivas que se refieren a las
fuentes del derecho. Incluso en épocas en que no existía la centralización jurídica propia
del Estado, los gobernantes intentaban corregir la excesiva multiplicidad de referencias
jurídicas. En el Bajo Imperio Romano, los emperadores crearon leyes de citas por las
cuales se limitaba el número de juristas cuyas opiniones tenían autoridad en un pleito, y
lo mismo ocurría con los reyes europeos bajomedievales y protomodernos. Por tanto, es
necesario que exista cierta ordenación y cierta centralización para garantizar la seguridad
jurídica.

Desde luego, cabe cuestionar si hoy la fuente única del derecho en España es la
decisión general del poder político. La respuesta debe ser cuidadosa y matizada. En
general, el sistema sigue presente en cuanto al reparto de competencias normadoras, pero
con las fisuras a las que he hecho referencia. La respuesta a esta cuestión depende del
sector del ordenamiento en el que nos movamos. En muchos campos de la vida jurídica
las directrices normativas proceden de la estructura de fuentes organizada según los
principios de jerarquía y competencia, y coronada por la Constitución. En otros, como el
comercio internacional, la fuente oficiosa, pero eficaz y por tanto real, es la
autorregulación de los interesados; aquí la descripción formalista-estatalista del
ordenamiento no es adecuada para describir la juridicidad.

4.1.b. La plenitud del ordenamiento jurídico

Según reza esta característica, el ordenamiento es capaz de resolver todos los


problemas que se presenten. Esto puede entenderse en el sentido de que las normas poseen
ya las respuestas para todos los casos, pero eso no es más que un ideal inalcanzable,
aunque en otras épocas algunos juristas hayan pensado así. El significado actual de la
plenitud del ordenamiento es más complejo. Los defensores de una concepción
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sistemática del orden jurídico lo identifican con el conjunto de normas del ordenamiento
,de tal forma que no hay derecho fuera de lo regulado por esas normas de origen político.
El carácter completo no consiste en que todo esté normativizado, sino en que lo no
regulado pasa a ser un espacio a jurídico. Desde este punto de vista, la ciencia del derecho
ha hablado de lagunas jurídicas, zonas en las que el derecho no ha querido entrar. Sin
embargo, esta solución tampoco es satisfactoria, porque hay asuntos no recogidos en las
normas que reclaman atención jurídica. Efectivamente puede haber asuntos nuevos en los
que están en juego bienes que deben ser protegidos, aunque no estén recogidos
expresamente en una norma; no es lícito afirmar que pertenecen a una zona de no-derecho
(por emplear la expresión de Carbonnier). Ante esta realidad innegable, los defensores de
la plenitud del ordenamiento afirman que éste arbitra medios para solucionarla. Esos
medios (analogía, interpretación extensiva, etc.) permitirían extraer una respuesta
novedosa desde las normas ya existentes. Por tanto, el jurista o el juez que quieren
solucionar la controversia no deben crear una nueva regla, sino derivarla a partir de las ya
existentes. En la lección siguiente veremos hasta qué punto es cierto que esos
procedimientos permiten solucionar todos los conflictos generados por la falta de
regulación expresa, pero es posible adelantar que la plenitud, que se relaciona
estrechamente con la unidad del ordenamiento, se ve debilitada al admitir las
dificultades de interpretar una norma. En efecto, la plenitud consiste en la capacidad para
regular todos los problemas de tipo jurídicos que aparecieran en un país. Según los
defensores del orden sistemático, la fuente primaria del derecho (la decisión general de
un órgano estatal) era capaz de proporcionar todas las respuestas explícitas e implícitas;
los jueces, encargados de resolver disputas, se limitaban a aplicar las normas existentes.
Sin embargo, la experiencia muestra que estas pretensiones del ordenamiento son un tanto
vanas. No sólo aparecen problemas nuevos que no pueden ser resueltos por las normas
legisladas, sino que éstas suelen ofrecer con más frecuencia de la deseada ambigüedades
en el momento de su aplicación; en tales momentos, el juez se ve obligado a utilizar
criterios, principios, métodos, valoraciones, etc. no previstos por el legislador pero
necesarios para resolver el problema; inevitablemente el juez deviene en sujeto
determinante del derecho para el caso concreto, y a veces parte de los criterios jurídicos
empleados en esa tarea son extra sistemáticos. La lección siguiente mostrará los perfiles
de ese ámbito creador.
Especialmente relevante resulta esta circunstancia en el ámbito constitucional.
Desde el punto de vista sistemático, las normas del ordenamiento han de amoldarse a la
Constitución. Pero para comprobar esa coherencia es preciso saber lo que dicen los

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preceptos constitucionales; algunos de ellos, como los que contienen derechos
fundamentales, requieren un proceso interpretativo sumamente complejo que incluso
puede suponer la realización de valoraciones morales por parte del juzgador. Cuando esto
ocurre, el ordenamiento jurídico se abre a teorías morales ajenas a una consideración
puramente formalista del ordenamiento; tampoco una concepción material del sistema
resuelve este problema de interpretación constitucional, porque no hay un criterio
valorativo unitario y supremo en la Constitución, tal y como vimos más arriba.

4.2. LAS ANTINOMIAS

Con independencia de las dificultades de una visión exclusivamente unitaria del


ordenamiento, es cierto que sigue existiendo cierta relación sistemática entre las normas
del ordenamiento. Para preservar la unidad resultan fundamentales las ideas de orden,
jerarquía y competencia. El ordenamiento jurídico contiene un conjunto de normas que
guardan entre sí relaciones de dependencia, sobre todo de tipo jerárquico y
competencial. De esta idea deriva la tesis de la coherencia del ordenamiento, según la
cual no serían posibles las contradicciones entre normas.
Pero, de hecho, resulta imposible que un ordenamiento jurídico carezca de tales
contradicciones y sea perfectamente coherente. Esos fallos dan lugar a las llamadas
antinomias.
En este sentido, tiene razón Prieto Sanchís cuando afirma que las antinomias son muy
frecuentes en el derecho y es comprensible que así suceda. Los textos legales están redactados
sobre la base del lenguaje común y las antinomias se definen en función de lo que se
denominan operadores deónticos.

Cuáles son? Pues permisión, que permite hacer o no hacer una conducta; obligación, que
implica hacer; y prohibición, que significa no hacer. Podemos añadir lo que un autor francés,
Ray, llama dispensa, en el sentido de no obligación.
Decíamos que según Prieto Sanchis, las antinomias eran comprensibles. Por qué? Pues porque
solemos operar con la ficción de la coherencia del orden jurídico, como si este tuviera su
origen en un sujeto único y omnisciente. Pero ese conjunto de normas que llamamos derecho
positivo es el fruto de actos de producción normativa sucesivos en el tiempo y que responden
además a intereses e ideologías heterogéneas. Por eso podemos entender que las antinomias
son fruto del dinamismo de los sistemas jurídicos y también de un cierto déficit de racionalidad
del legislador. Pero, ¿qué es una Antinomia?

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Una antinomia es la situación en la que dos normas válidas pertenecientes al


mismo ordenamiento regulan de manera incompatible los mismos hechos. Esa
incompatibilidad tiene grados:
1. Total, cuando ninguna de las normas puede ser aplicada sin chocar con la otra.
2. Parcial, si hay casos y ámbitos en los que las normas no entran en
contradicción entre sí.
Otra forma de estudiar las antinomias las divide en aparentes y reales:

a. Aparentes. En ellas no hay un problema de incoherencia. Ocurre simplemente


que una norma es válida y la otra no. Estos problemas se resuelven mediante dos criterios:
el de la jerarquía y el de la competencia. El primero, que tradicionalmente rezaba lex
superior derogat inferior, supone que la norma de rango superior prevalece sobre la de
rango inferior. En el derecho español, una norma general elaborada por el gobierno –los
llamados reglamentos- no puede oponerse a lo dispuesto en la ley entendida en sentido
estricto. De la misma forma, una costumbre tampoco puede ir contra la ley. Este principio
jerárquico, propio de los Estados de derecho modernos, está recogido, como ya hemos
visto, en el artículo 9.3 de la Constitución Española.
El otro criterio es el de competencia. En principio no presenta muchas
dificultades: cuando hay dos normas que se ocupan de un mismo asunto, y sólo una de
ellas ha sido elaborada por el órgano competente, prevalece ésta. A veces es difícil
deslindar el ámbito competencial, y para ello es precisa una labor interpretativa; por ese
motivo el criterio de competencia no es tan fácil de manejar como el de jerarquía. Este
principio es importante en el ordenamiento jurídico español, en el que las distintas fuentes
normativas tienen atribuidas competencias diferentes. El asunto puede ser más
complicado si hay competencias compartidas. Recordemos que la Constitución, norma
encargada de las fuentes del derecho, regula este asunto.

b. Reales. Son las antinomias en sentido estricto: las contradicciones surgidas


entre normas válidas. Los criterios más habituales para resolverlas son el de prevalencia,
el cronológico y el de especialidad.

b.1. El de prevalencia se emplea cuando las normas conflictivas pertenecen a


diferentes sectores del ordenamiento, pero ambas tienen atribuidas la misma competencia
según lo previsto en las fuentes del ordenamiento. En el caso español puede ocurrir que
en determinada materia tengan atribuidas competencias tanto la ley estatal como la

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autonómica. La cláusula de prevalencia está recogida en la misma Constitución, y
prevalecen las normas del Estado.
b.2. El cronológico, expresado en latín como lex posterior derogat prior,
soluciona contradicciones entre normas del mismo rango y sector jurídicos, pero nacidas
en momentos diferentes. La solución consiste en la aplicación de la norma posterior en
el tiempo. Éste es el entendimiento actual de este criterio, pero no ha de ser
necesariamente así; el criterio cronológico podría consistir en el predominio de la norma
más antigua, al estar más arraigada en la tradición social. Este criterio para resolver la
antinomia es una derogación tácita. Se entiende que toda norma deroga a las que se
opongan a ella, de manera que este conflicto siempre se resuelve a favor de la más
reciente. Conviene recordar que la derogación no implica siempre la pérdida completa
de vigencia: depende del alcance de la retroactividad de la norma.
b.3. El criterio de especialidad (lex specialis derogat generalis) se utiliza cuando
las normas contradictorias son del mismo rango y tratan la misma materia, aunque una
lo hace de manera más específica que la otra. Imaginemos que una norma del Ministerio
de Agricultura regula los cultivos en general; otra norma ministerial se ocupa del cultivo
de regadío, pero lo hace con una orientación diferente. ¿Qué norma aplicamos para
resolver un problema surgido con los regadíos? Prevalece la segunda, que trata de manera
específica el problema. Un ejemplo más clásico es el que nos ofrece el art. 57.1 de la
Constitución Española cuando dice que en la sucesión a la Corona se preferirá “el varón
a la mujer”. Pero el art. 14 consagra el mandato de igualdad ante la ley. ¿Qué ocurre aquí?
Pues que el 57.1 es la norma especial que prevalece frente a la general del art. 14.
Éstas no son las únicas antinomias que pueden tener lugar. Las llamadas de
segundo grado son las nacidas del conflicto entre los diferentes criterios de solución. Por
ejemplo, una norma especial anterior se opone a una norma general posterior. ¿Qué
criterio prevalece, el de la especialidad o el cronológico? Como señala Francisco
Balaguer, en casos como éstos no hay criterios de solución formalizados. Sin embargo,
este autor menciona algunas pautas:
-El criterio cronológico cede normalmente ante cualquier colisión con otros
criterios; el de prevalencia, competencia, jerarquía o especialidad se suelen imponer sobre
el cronológico.
-El criterio jerárquico se impone siempre sobre el cronológico y generalmente
sobre el de especialidad.

-El de competencia y el de jerarquía son incompatibles. Si dos normas legales en


sentido estricto tienen ámbitos competenciales diferentes, no pueden tener relación
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jerárquica entre sí. En general el criterio de competencia se impone sobre todos los demás.
-La posición del criterio de especialidad es difícil de precisar. A veces cede ante
el cronológico y a veces incluso puede imponerse sobre el jerárquico.

Finalmente, y sin abandonar el plano de las antinomias, también podemos encontrar


conflictos que no son infrecuentes en derecho, pero han cobrado una particular relevancia
debido a lo que Prieto Sanchis denomina importante contenido sustantivo o densidad material
desconocida en el viejo constitucionalismo. Así, la libertad de expresión y el derecho al honor
están recogidos en normas válidas y coherentes en el plano abstracto, pero es obvio que en
algunos casos entran en conflicto; concretamente, en aquellos casos en que, ejerciendo la
libertad de expresión, se lesiona el derecho al honor. Si otorgamos preferencia al art. 20, la
conducta del sujeto se verá amparada por el régimen de derechos fundamentales. Si nos
inclinamos por el art. 18, que recoge también un derecho fundamental, pero en favor de otro
sujeto, habremos de imponer la pena prevista para el delito de injurias o calumnias, según los
hechos tengan encaje en uno u otro tipo penal. ¿Qué hacemos? Quizá podamos encontrar una
pista en una Sentencia del Tribunal Constitucional. Concretamente en la STC 104/1986. En
ella se hace referencia al conflicto entre derechos que intenta resolver. Concretamente es un
conflicto entre derechos que son de rango fundamental (derechos fundamentales). La
sentencia explica que no siempre el derecho al honor del art. 18 de la C.E. debe prevalecer
respecto al ejercicio que se haya hecho de la libertad de información consagrada en el art. 20
de dicho texto legal. Ni tampoco estas libertades que recoge dicho artículo deben considerarse
como prevalentes. Y añade: …sino que se impone una necesaria y casuística ponderación
entre uno y otras.
¿Qué significa esto? Pues que habrán de analizarse las circunstancias de cada caso concreto
en los que exista una contraposición entre estos dos derechos, para saber cuál debe prevalecer.
Y ello es función y tarea del juez, que juzgará según lo que en su caso aleguen las partes y
prueben las partes. Sólo así podrá emitir un veredicto en Justicia. Con ello se nos muestra una
vez más que el derecho no consiste en rígidas y mecánicas operaciones de encaje de un
supuesto de hecho en una norma jurídica, sino que requiere algo más: ponderar, que no es sino
examinar con cuidado algún asunto, según nos dice el Diccionario de la RAE.
Pero debemos decir algo más con relación a la ponderación, sobre todo si tenemos en cuenta
que estamos hablando ahora de una operación, de una actividad jurídica que realizan juristas.
Por ello debemos investigar brevemente dicha dimensión jurídica del término. Y para
entenderlo mejor, nos vamos a centrar en el ámbito de los derechos fundamentales. Y
mencionar a dos autores que han tratado esta cuestión, a través de una distinción. Nos

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Instituciones Básicas del Derecho Lección 4
referimos a Ronald Dworkin y Robert Alexy.
Según estos autores, las normas jurídicas se pueden presentar bajo la forma de reglas o
principios. Las reglas responden a la idea tradicional de una norma jurídica, como un
enunciado que consta de un supuesto de hecho y una consecuencia jurídica. Pueden
caracterizarse como mandatos definitivos. En cambio, los principios son normas de un tipo
completamente distinto: Ordenan optimizar, son mandatos de optimización. Dicho de otro
modo, ordenan que algo debe hacerse en la mayor medida, fáctica y jurídicamente. Como dice
la Doctrina jurídica española: ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible,
dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes. De ahí lo de mandatos de
optimización, caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en distinto grado.
Por tanto, en el terreno de los principios se utiliza la ponderación, que no se plantea en
términos de sí o no, sino de más o menos.

4.3.- LAS FICCIONES JURÍDICAS.

Para tratar esta cuestión, un buen comienzo puede ser acudir a una de las varias definiciones
jurídicas que pueden darse de este concepto. Así, decimos que una ficción jurídica es un
procedimiento de la técnica jurídica mediante el cual, por ley, se toma por verdadero algo
que no existe o que podría existir, pero se desconoce, para fundamentar en él un derecho,
que deja de ser ficción para conformar una realidad jurídica. Hernández Marín las llama
también disposiciones cualificatorias, es decir, que atribuyen una determinada cualidad a
entidades que posean una propiedad determinada.
El gran jurista decimonónico Ihering, a propósito de ellas, decía algo que puede ilustrarnos
en nuestro conocimiento. Él pensaba que las ficciones eran recursos similares a las muletas
que eventualmente pudiéramos utilizar para caminar, y entendía que la ciencia jurídica no
debería recurrir a ellas. Pero añadía: entre tanto no prescindimos de ellas, es mejor que la
ciencia (jurídica) vaya con muletas a que resbale sin ellas o que no se atreva a moverse.
También las denominó las mentiras blancas del derecho, queriendo significar con el
calificativo la idea de que no tenían intención maligna o dañosa alguna, sino más bien todo
lo contrario, como veremos.
No han faltado quienes han dedicado a las ficciones jurídicas líneas terribles. Así, el inglés
Jeremy Bentham cuando se refería al derecho anglosajón afirmaba que era una “sífilis que
corre por todas las venas y lleva a todos los rincones del sistema la podredumbre”, aunque
llega a admitir que hubo un tiempo en el que quizá pudieron tener utilidad.
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Pero, desgranando o analizando un poco más la definición que hemos dado al comienzo,
nos preguntamos de nuevo: ¿qué es una ficción jurídica?
Podemos decir que es una suposición. Que esta suposición es conveniente, esto es, cumple
un fin que es aceptable, bueno, útil. Y que además de todo lo dicho, la suposición es
conscientemente falsa. Sabemos que es falsa, y no es que no nos hayamos dado cuenta de
que lo es. Lo sabemos, pero de todos modos la utilizamos, la traemos al derecho y operamos
con ella. El derecho la asume, la acepta, la acoge benévolamente. ¿Por qué? Pues porque
como hemos apuntado, ese enunciado en que consiste la ficción tiene cierta utilidad.
Ahora vayamos a los ejemplos. El más conocido es el del artículo 29 de nuestro Código
Civil. En él leemos: “El nacimiento determina la
personalidad, pero el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean
favorables, siempre que nazca con las condiciones que expresa el artículo siguiente”. Y el
artículo siguiente, dice: “La personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con
vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno”.
Como vemos el artículo 29 contiene los elementos que hemos mencionado: una suposición
(tener al concebido por nacido) conveniente y útil (para todos los efectos que le sean
favorables). Sabemos que el concebido aún no ha nacido, pero si existiere un efecto jurídico
favorable que se le pudiera aplicar, nos imaginamos que ya ha nacido, que tiene vida y que
está desprendido enteramente del seno materno, como dice el artículo 30 del Código Civil.
Otro ejemplo extraído de nuestro Código Civil es el art. 466. En él se establece: “El que
recupera, conforme a derecho, la posesión indebidamente perdida, se entiende para todos
los efectos que puedan redundar en su beneficio que la ha disfrutado sin interrupción”.
¿Qué tenemos aquí? Pues por un lado un hecho incontestable: alguien no ha poseído durante
cierto tiempo, pero esa pérdida o interrupción de la posesión ha sido indebida, es decir,
contraria a derecho, pero la ha recuperado conforme a derecho, esto es, siguiendo los cauces
legales, el procedimiento establecido. Por tanto, se establece un nexo entre la antigua fase
posesoria y la actual, y la fase intermedia en la que no poseyó se considera inexistente

El silencio administrativo podría ser definido también como una “ficción jurídica” creada
con el fin de proteger a los particulares frente a una Administración poco diligente. Me
explico:
Ante los constantes incumplimientos por parte de las Administraciones Públicas de su
obligación de responder a las solicitudes de los particulares, se hizo necesario arbitrar
algún mecanismo que permitiera a los ciudadanos reaccionar frente a ese mutismo de los
entes públicos, y así, aparece en nuestro ordenamiento jurídico la figura del silencio

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administrativo negativo, pensado como un instrumento para abrir la vía jurisdiccional y
salvar al ciudadano de tener que esperar eternamente a que la Administración decidiera
cumplir con sus funciones.
Un autor, González Navarro abunda y precisa: “el silencio administrativo opera como si la
Administración hubiera actuado formalmente. La norma jurídica que regula el supuesto
atribuirá a ese callar de la Administración un determinado significado, ya sea positivo (el
interesado podrá entender estimada su pretensión), ya sea negativo (el interesado podrá
considerar que se le ha desestimado su pretensión)”.
Finalmente, debemos distinguir las ficciones de las remisiones. Una remisión legal es una
disposición cuya consecuencia dice: “regirá lo dispuesto en…” “se observará lo dispuesto
en…” “se aplicará lo dispuesto en…”. Por ejemplo: el número 2º del artículo 73 de nuestro
Código Civil, establece que el matrimonio celebrado entre las personas a que se refieren los
artículos 46 y 47, salvo los casos de dispensa conforme el artículo 48, es nulo.

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