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CAPÍTULO PRIMERO
Los faros del coche iluminaban la carretera desierta. Jean
Meyers apretaba a fondo el acelerador. Debía llegar a Niza a medianoche. De pronto un relámpago iluminó el cielo y empezó a llover. Observó el velocímetro. La aguja marcaba tos sesenta kilómetros. No, no llegaría a Niza aquella noche. Y de pronto ocurrió. El limpiaparabrisas se detuvo sin que Jean hubiese tocado la clavija. ¿Qué le pasaba ahora a aquel chisme? Cerró y abrió la llave, pero el limpiaparabrisas continuó quieto. Sabía que la carretera era sinuosa en los últimos cien kilómetros. No podía arriesgarse. Un fallo y se precipitaría por el acantilado. «Bien, Jean, la hiciste buena. Te quedaste estancada. No hay nada que hacer. Has de esperar. Por aquí pasará alguien, no te preocupes». No, desde luego, no debía preocuparse. Alguien acudiría en su ayuda. Encendió un cigarrillo y esperó cinco minutos. La lluvia arreciaba, golpeando salvajemente contra la carrocería. Veía el agua deslizarse por el parabrisas. Era como si alguien estuviese en lo alto volcando cubos. De pronto pensó que no corría por una carretera principal. Era sólo un camino secundario. Cuarenta kilómetros más adelante habría desembocado en una buena pista. Podría estar allí un par de horas o quizá toda la noche sin que ningún automovilista pasase. ¿A quién se le ocurriría salir con una noche como aquélla? Aplastó el cigarrillo en el cenicero y dio vuelta a la llave de contacto. El motor rugió. Jean dio un suspiro y puso el auto en marcha. De súbito, la proa se hundió bruscamente. Jean frenó en una fracción de segundo. ¿Qué había pasado ahora? Puso la marcha atrás y el coche se movió unas pulgadas, pero luego se quedó quieto, las ruedas girando vertiginosamente. Jean abrió la portezuela y saltó fuera. Sintió un escalofrío en la espalda al ver que las ruedas delanteras estaban en el aire, la proa delantera inclinada sobre una gran zanja por donde ahora corría el agua. No se había dado cuenta de aquel accidente del terreno cuando detuvo el auto. Se puso ante el volante y lo intentó de nuevo, pero fue inútil. «Ahora es cuando estás estancada, Jean. No lo vuelvas a intentar». Consultó su reloj. Eran las diez y media de la noche. Tenía que encontrar a alguien, allí tenía que haber alguna casa. Echó a andar y en diez minutos llegó al final de los árboles. Pero ante sus ojos se ofreció la oscuridad. Iba a volverse cuando creyó ver una luz a lo lejos. Miró con más atención. Sí, allá por entre unos arbustos aparecía y desaparecía una luz. De pronto la luz de la ventana se apagó. Echó a correr pensando que se disponían a dormir. Subió una escalera y se detuvo ante el porche, respirando entrecortadamente. La puerta era pesada, con un gran aldabón. Tomó éste y lo dejó caer. En el silencio pareció un cañonazo. Miró las ventanas. Continuaban apagadas. Tenían que haberlo oído. Sólo había invertido cinco minutos en llegar a la casa desde que la luz de la ventana se apagó. Pero de todas formas tomó otra vez el aldabón y lo hizo sonar. De pronto, una mirilla, en la que no había reparado, se abrió. Lanzó un grito al ver unos ojos como ascuas que la miraban al otro lado. Parecía un hombre y no decía nada. —Buenas noches —dijo Jean. —¿Qué quiere? —preguntó una voz cavernosa. —Iba en viaje hacia Niza y se me estropeó el coche en la carretera. —Lo siento, no soy mecánico. —Comprendo, pero usted tendrá teléfono… Sólo quiero llamar al pueblo más cercano para que me envíen un coche-grúa. —Lo siento, pero no puede hacer eso, señorita. —¿Por qué no? —El temporal cortó las comunicaciones telefónicas. —Bueno, espero que las repararán. Es lo que acostumbran a hacer —su última frase fue una brizna de humor en una conversación que se estaba haciendo insoportable. A la otra parte, el hombre titubeó. Jean oyó como abría la puerta. —La llevaré a la biblioteca. Es allí donde está el teléfono. —Gracias, señor… —Serge Warabit… —Encantada. Soy Jean Meyers. Serge Warabit emitió un gruñido. Abrió la biblioteca e invitó a Jean a que pasase al interior. —Está a oscuras, señor Warabit —dijo Jean. —Perdone. Serge dio vuelta al conmutador y los dos penetraron en la biblioteca. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. Los muebles eran de estilo Renacimiento y, tras la mesa, había un cuadro pintado al óleo de un hombre de unos cincuenta años. —¿Su padre, señor Warabit? —Mi tío. —Parece muy bonito esto. —Lo echaré de menos porque no podemos sostener esta casa. Serge sacó una pitillera del bolsillo. —¿Fuma, señorita Meyers? —Sí, gracias. Jean encendió el cigarrillo en la llama del encendedor de oro que él le tendió. —¿Está solo en la casa? —Despedí a la servidumbre hace unos días. Tiene que disculparme. No hay ninguna habitación disponible, quiero decir que se llevaron la ropa de cama. —Creo que no necesitaré pasar la noche aquí, señor Warabit. ¿Piensa que no arreglarán la avería de la red hasta mañana? —Lo ignoro, señorita Meyers. —¿Le parece que pruebe? —dijo Jean señalando el teléfono que había sobre la mesa. —Desde luego. Jean descolgó el receptor y lo acercó al oído. No oyó ninguna señal. —Sigue estropeado —dijo y colgó. —Me quedé sin provisiones. No puedo ofrecerle comida. —No se preocupe, comí en un restaurante hace un par de horas, antes de que descargase la tormenta. —Creo que queda un poco de café. —Gracias. Serge dio media vuelta y salió de la biblioteca. De repente oyó un ruido a su espalda. Se volvió. No, allí no había nadie, pero al fondo vio una puerta. Estaba claro, el ruido procedía de aquella habitación, pero no podía ser la cocina, donde Serge había ido a calentar el café. Pero su anfitrión le había dicho que estaban los dos solos en la casa Oh, sí, ya sabía lo que debía ser: un gato. Se acercó a la puerta y escuchó. Pero ahora todo era silencio. No supo por qué lo hizo, pero abrió aquella puerta. Se sintió sobrecogida al ver lo que había en el interior de la habitación, en el suelo. Era un ataúd cerrado, grande, negro, brillante, dos asas en cada lado. Miró hacia la puerta de la biblioteca por donde debía aparecer Serge Warabit. Debía estar en la cocina. Tenía que calentar el café, verterlo en las tazas… Todo lo relacionado con aquella casa y Serge Warabit le parecía extraño. Le había dicho que estaba solo, que había despedido a la servidumbre, que se iba a deshacer de aquella mansión y, sin embargo, allí había un muerto… ¿Por qué un muerto? ¿Acaso el ataúd no podía estar vacío? Bueno, ¿qué le importaba a ella? «Jean, no te metas en líos, eres una forastera, una muchacha que sufrió una panne en la carretera. Buscaste un refugio, lo encontraste y hasta te van a dar café. ¿Qué quieres más? Deja de curiosear… ¿Es que no tienes miedo? Deberías tenerlo. No sabes siquiera quién es Serge Warabit. Parece un hombre serio, educado, correcto…». Pero ¿por qué Serge Warabit se había demorado tanto en abrir la puerta? ¿Por qué no acudió cuando dio el primer aldabonazo? ¿Por qué había permanecido a la otra parte hablándole a través de la mirilla, tratando de que ella se marchase, poniéndole dificultades? ¿Lo habría hecho quizá por el ataúd? Observó otra vez la caja negra, reluciente. «Bueno, Jean, si has de abrirla, hazlo de una vez». Entró en la habitación y se agachó sobre el ataúd. Entonces notó que la tapa no había sido cerrada del todo. Sólo tendría que alzarla, tirar de ella y la abriría. Cerró los ojos y tiró de la caja. Luego abrió los párpados poco a poco y se estremeció al verlo. Sí, allí dentro había un hombre muerto. Vio su cara pálida. Podría tener unos cuarenta años y era moreno, de frente abombada, nariz recta. Tenía una herida en la sien, un agujero… De pronto oyó ruido de pasos en la biblioteca. CAPÍTULO II
Jean dejó caer la tapa del ataúd y estuvo a punto de lanzar un
grito al oír el chasquido. Se puso en pie al tiempo que se volvía. En el hueco de la puerta vio aparecer a Serge, el cual se quedó inmóvil, sosteniendo una bandeja entre sus manos sobre la que descansaba una cafetera, un azucarero y dos tazas. —¿Qué hace aquí, señorita? —Perdón, oí un ruido y pensé que el muerto necesitaba de mi auxilio… Oh, no quise hacer ningún chiste, se lo aseguro. Nunca me ha gustado hacer gracias con los cadáveres, señor Warabit. —Salga de ahí. —Sí, señor Warabit. La joven se deslizó por el poco espacio que Serge le dejaba libre. Entonces Warabit alargó la mano y cerró la puerta. Luego se fue hacia la mesa de la biblioteca y dejó la bandeja. Jean se sentó en el borde de un sillón. Diose cuenta entonces que se había consumido casi por completo el cigarrillo que sostenía entre sus dedos. De buena gana se lo hubiese tragado, por no levantarse para depositar la punta en el cenicero. Serge volvió la cabeza y la miró. —Vio al muerto, ¿eh? —Sí, señor. —¿Por qué? —Ya se lo dije, oí un ruido. —Deje eso. —Sí, señor… ¿Puedo…? —¿El qué? —Tirar la punta del cigarrillo… Me voy a quemar los dedos. —Sí, puede hacerlo. —Gracias. La joven forzó una sonrisa y caminó hacia la mesa, pero procuró alejarse lo más posible de Serge. Puso la punía en el cenicero y se dispuso a regresar al sillón. —Espere, tome su café. —No, gracias, creo que ya no lo necesito. —Claro que lo necesita. Se ha quedado helada, estoy seguro. —No, qué va, me encuentro perfectamente. Serge alargó la diestra y tomó la mano de ella. La joven, instintivamente, fue a retirar el brazo, pero él no la dejó. —Sí, está helada, se mojó fuera. —Sólo un poco. —Beba el café, le conviene. —Está bien. Aceptó la taza que le alargaba, mirando el brebaje. ¿Por qué Serge insistía tanto en que bebiese el café? Estaba claro: Aquel café había sido envenenado. «No lo dudes, Jean. Serge Warabit te ha envenenado. Te ha sorprendido haciendo algo muy feo, manipulando con un ataúd que contiene un muerto, y ese muerto tiene una herida muy sospechosa en la sien. Un agujero. Cuando se tiene un agujero en la sien es porque se ha muerto de mala manera». Interrumpió sus pensamientos la voz seca de Serge. —¿Cuánto azúcar? —Dos cucharadas. El propio Serge vertió en el café las dos cucharadas de azúcar. Luego él se sirvió otras dos y se llevó la taza a los labios. Jean vio como bebía un trago. —¿No bebe usted, señorita? —Sí, ahora. —Debe hacerlo cuanto antes o se le enfriará. —Sí, señor… Ella tomó el asa de la taza con dos dedos y de pronto hizo como si le resbalase. La taza cayó del plato y golpeó contra el suelo, haciéndose añicos. —Oh, qué torpe soy… —Sí, ha sido una lástima. —Disculpe, si me da un trapo, le limpiaré, la alfombra. —No lo decía en ese sentido, ya no queda más café. Jean dio un suspiro. Bueno, esta vez había hecho fallar a Serge Warabit. No la envenenaría. —Siéntese, señorita. Jean retrocedió hacia el sillón y se sentó otra vez en el borde. Serge metió las manos en los bolsillos del batín mientras se acercaba a la joven. Se detuvo a dos pasos. —Me ha dicho que vio al muerto. ¿Sabe quién es? —No, no tuve el gusto de conocerle. —Pierre Huet. —¿Algún familiar suyo? —No, uno de mis criados, el mayordomo para ser exacto. —Comprendo, le llegó su hora… A todos nos llega… El último domingo, sin ir más lejos, el reverendo Hopper, de la vicaría de Safford, en Inglaterra, hablaba de lo frágil que es la vida. Serge exhaló el aire que contenían sus pulmones. —Sí, señorita, muy frágil, y lo que le ha pasado a Pierre lo demuestra. —¿Qué le pasó? —se oyó preguntar Jean. Serge Warabit se apretó el puente de la nariz. —Fue por culpa de la higuera. —¿Cómo? —Pierre quiso podar la higuera que hay delante de la casa, usted no la ha visto porque llegó de noche. Pierre se subió en lo alto de la escalera para cortar algunas ramas… De pronto dio un resbalón y… —dejó la frase sin terminar. Y se golpeó en la cabeza. —Exacto, señorita, en la sien. Murió instantáneamente. —Pobre hombre. —Nadie le llorará, excepto yo, claro… Quiero decir que Pierre Huet no tenía familia. —Oh, es una suerte para él… Es terrible vivir solo en el mundo, sin padre ni madre… —¿Tiene usted padre y madre? —Desde luego, como todos. —¿Dónde residen? —En Safford, Inglaterra. —¿Vive usted con ellos? —No, sólo paso allí alguna temporada; vivo en París, ¿sabe? —¿Qué hace en París? —Soy dibujante de modas. —Ya, trabaja para alguna casa. —No, soy lo que se llama una productora independiente. Al principio sí, trabajé en una casa, pero la explotan a una. —¿Le van bien las cosas? —No tengo queja. —¿Adónde iba? —A Niza. —¿Para qué? Jean se dijo que aquel interrogatorio era muy parecido al que le podría hacer un policía, pero Serge no era un policía. Se estremeció al pensar lo que podían significar aquellas preguntas. Serge quería matarla, pero antes quería conocer las consecuencias de su acto. «Has sido una estúpida, Jean. Le has dicho que no vives con nadie, que estás sola en París, que tus padres están lejos, en Safford, Inglaterra. Le estás proporcionando la gran oportunidad para que te rebane el cuello. Fíjate bien en su cara; tiene aspecto de asesino. Ha metido las manos en los bolsillos. Seguro que en uno de ellos guarda un cuchillo o una navaja de resorte… ¿En cuál de ellos? ¿El derecho? ¿El izquierdo…? Bueno, ¿qué importa donde esté? Sacará la mano en un momento determinado y…». —¿Cuál es el objeto de su viaje? —Oyó que le preguntaba de nuevo Serge. —Oh, sí, voy a presentar unos bocetos artísticos a un empresario teatral… Invertí las dos últimas semanas en dibujarlos. Por eso fui a Inglaterra. Pasé unos días con mis padres. Ellos se preocupan mucho de mí. Les prometí que cuando llegase a Niza, les mandaría un telegrama… Además, tengo una amiga, ¿sabe? Comparto con ella el apartamiento en París y se fue a Niza en avión. Estará esperándome cuando llegue… —¿Sí? ¿Y cómo se llama su amiga? Jean se mojó los labios con la lengua. —Betty Anderson. —¿Colega suya también? —No, ella es dialoguista. —Entiendo, está metida en el cine. —No. —En el teatro. —Tampoco. —En la televisión. —Betty sólo hace los guiones para una revista de novelas- romance; ya sabe, esas historias con fotografías dialogadas… —Sí, comprendo. Serge Warabit bajó la mirada a la alfombra, justo el lugar en donde había caído la taza. —Puedo ofrecerle una copa. —Oh, no, gracias —dijo Jean casi en un grito. —¿No bebe? —Nunca acostumbro a hacerlo a estas horas —sonrió forzadamente. —Sentiría mucho que pescase un resfriado, o algo peor. A Jean le pareció que Serge marcaba intensamente las últimas palabras. ¿Qué podía significar «algo peor», sino la muerte? —¿Dónde dejó el auto? —¿Eh?… Oh, sí, en la carretera. —¿Qué le pasó? —Él coche casi cayó en una zanja, se quedó en el aire… Le puse la marcha atrás, pero las ruedas resbalaron en el vacío. —¿Es suyo el auto? —Sí. —¿Cuándo lo compró? —Hace tres meses. Yo tenía un modelo deportivo de hace cinco años, pero corría demasiado y resultaba un poco peligroso. Se arrepintió enseguida de haber dicho aquellas palabras. Peligroso. Era ahora cuando corría más peligro y no cuando viajaba en su «Jaguar». —¿En qué lugar de la carretera está el auto? Jean sabía por qué le hacía aquella pregunta. Naturalmente, Serge Warabit necesitaba deshacerse del coche, enterrarlo, esconderlo, después que la hubiese matado. No, no podía acabar con ella y dejar una cosa tan importante como el auto en la carretera. Eso significaría una pista. Pero no se lo diría. Claro que no. —No conozco la región, señor Warabit —dijo. —Bueno, pero sabrá al menos a qué distancia se encuentra el auto de la casa. —Más o menos. —¿Cuánto? —Unos dos kilómetros. —¿Al norte o al sur? Ella sabía que había dejado el coche al norte. —Al sur —contestó. Al menos si la mataba, lo atraparían. Eso es, se vengaría después de muerta. Pero ¿qué estúpida era? Cómo se iba a vengar si estaría descansando el último sueño, como el muerto del ataúd… —Se me ocurre una idea, señorita Meyers. —¿Cuál? —La acompañaré hasta el lugar donde ha dejado el auto. ¿Para qué? —Para ayudarle a ponerlo en marcha, naturalmente. —Usted dijo que no era mecánico. —Yo creí que se trataría de una avería del motor, pero, según me ha explicado, lo único que hay que hacer es sacar su vehículo de la zanja. Así podrá reemprender su viaje, a menos que haya decidido quedarse aquí. —¡Oh, no!— exclamó Jean poniéndose en pie. Vio que los labios de Serge sonreían por primera vez. Había astucia en su forma de sonreír, y en sus ojos intensamente negros notó un fulgor muy extraño. Lo comprendió enseguida. Él le había tendido una trampa. «Sí, Jean, no te quepa la menor duda. Es una trampa. Te quiere sacar de la casa… ¡para matarte mejor!». —¿Vamos, señorita Meyers? «Has de decirle que tienes un tobillo dislocado, que sufres de reuma… No, Jean, no salgas con él, te matará y luego colocará tu cadáver en el coche. Lo demás será muy sencillo. Conducirá él mismo el auto hasta un acantilado, bajará y sólo tendrá que dejarte caer en el abismo dentro de tu propio coche… Claro que sí, será un accidente. Ni siquiera tendrá que comparecer ante la policía porque se volverá tranquilamente a su casa para enterrar al hombre que ha asesinado». —¿Qué decide, señorita Meyers…? ¿O prefiere quedarse aquí hasta que sea de día? ¿Cómo iba a pasar una noche con aquel hombre? No podría dormir… Oh, claro que podría, estaba muy cansada, se dormiría y entonces Serge Warabit aprovecharía su sueño para matarla, cometer su segundo crimen. —Sí, iré con usted, señor Warabit. —Muy bien. Echaría a correr en cuanto tuviese una oportunidad. Correría como nunca. No, ella no estaba dispuesta a acabar allí sus días. Era joven, acababa de cumplir sus primeros veinticinco años y resultaba atractiva, bonita, seductora. No eran palabras suyas, no, claro que no. El día anterior, en el aeropuerto de Orly, le había recordado todo eso el representante de Bernard Barthelemy, el empresario teatral. Serge la tomó del brazo y ella sintió otra vez aquel escalofrío en la espina dorsal. Salieron de la casa. —¿Es que va a cerrar? —dijo Jean. —Tengo llave, no se preocupe. Ella lo había dicho porque para cerrar tendría que soltarla y había decidido que éste sería el momento para echar a correr. Pero Serge no estaba decidido a soltarla y cerró la puerta con una sola mano. Pensó que había hecho un mal negocio al salir de la casa. Debía volver otra vez allí. Se sintió acongojada al ver la oscuridad que se extendía más allá. Bajaron del porche y caminaron por el sendero. De pronto él trató de llevarla hacia la derecha. —No es por ahí. —Usted dijo al sur. Jean se mordió el labio inferior. El tenía razón. Pretendía llevarla hacia el sur. —Creo que me equivoqué —dijo—. El auto quedó por el otro lado… Me equivoco con facilidad… Mi sentido de la orientación es pésimo. —Entonces, está por la otra parte, más allá del bosque. El bosque. Ése sería el lugar donde la mataría sin testigos, a solas, en la oscuridad. Sintió que él la empujaba hacia la arboleda. Dio un pequeño tirón para calcular con qué fuerza la apretaba él y tuvo la respuesta enseguida. Los dedos de Serge se clavaron en su carne. Eran como garfios aferrados allí. No, no la soltaría. Se había convertido en su presa. Su situación le recordó el zorro atrapado en la boca de acero. No era un modo deportivo de cazar, pero siempre había desaprensivos y estaba segura de que Serge Warabit lo era más que ninguno. Fue con él porque pensó que llegaría un momento en que la tendría que soltar. Lo deseó con todas sus fuerzas. Tenía que ser así. Por unos segundos, él la tendría que dejar libre o atraparla por el cuello. Entonces tendría que soltarse de él y volar. Volar como si le hubiesen crecido alas. El bosque estaba lleno de extraños ruidos, el agua rezumaba de los árboles y el viento hacía salpicar las hojas. Un pájaro, quizá una lechuza, aleteó de una rama a otra. —¿Le gusta esto? —dijo de pronto Serge. —¿El qué? —Él bosque silencioso, la noche… —Prefiero la playa de Niza con su sol radiante y la risa de los muchachos que juegan en la arena, la música que sale de un tocadiscos, especialmente si se trata de una rumba… Hablaba incoherentemente, pero pensó que podría distraerlo. —Esto me recuerda un filme, señor Warabit. —¿Sí? ¿Cuál? —Drácula. ¡Oh! ¿Por qué lo había dicho? Pero ¡que estúpida era! Nombrar Drácula a Serge Warabit era como nombrar la soga en casa del ahorcado. —También me recuerda una película de los hermanos Marx. —No sé qué tienen que ver los hermanos Marx con este bosque… —Yo también me lo pregunto, no crea… —¿Por qué tiembla? —¿Yo… tiemblo…? Pero ¡qué tontería, qué voy a temblar! —Parece un flan. —Bueno, quizá sea del frío, no hace precisamente una noche tropical. Oh, ya lo comprendo, señor Warabit, usted suda, tiene fiebre, está muy malito. Pero qué imperdonable, ¿por qué lo he sacado de su casa…? Por favor, vuelva a ella y acuéstese con el muerto…; quiero decir, que se ponga debajo de muchas mantas. —¿Siempre es así, señorita Meyers? —¿Cómo? —Tan graciosa. —Oh, no, soy una persona muy triste, a ratos… —Espere —dijo de pronto Serge. —¿Qué pasa? He oído un ruido. Ya había llegado el momento. Ya iba a poner en marcha su plan, la añagaza. Si, él había oído un ruido y por eso se habían detenido. En cuanto se descuidase, le pegaría un golpe con el filo de la mano para desnucarla. Jean se prometió estar muy atenta porque no quería morir como un vulgar conejo. —Es cierto, señor Warabit, he oído el ruido yo también. —¿Por dónde? —Por la carretera… Y ahora oigo una canción…, un coro… Sí, lo menos son doce. —No oigo nada. —Pues yo juraría que están cantando esa canción francesa tan bonita: Acudamos todos al prado. —Lo único que usted oye es el viento. También a mí me engañó. Es una especie de mugido, como un órgano de notas lúgubres que estuviese interpretando una pieza de iglesia… Sugeridor, ¿verdad…? Casi huele a incienso… Qué aroma… —Se me ocurre una idea, señor Warabit; cerremos los ojos y quizá nos hagamos la ilusión de que nos encontramos en una de esas capillitas que hay por esos montes. —Muy bien, ciérrelos. —Usted primero. En cuanto cerrase los ojos le daría un tirón y escaparía. —Señorita Meyers, me temo que estamos perdiendo el tiempo — cortó él bruscamente aquel diálogo—. ¿Recuerda a su amiga? La está esperando en Niza. Estará intranquila si usted se demora. —Oh, sí, mi amiga Betty. —Vamos —echó a andar sin soltarla del brazo. De pronto se encontraron fuera del bosque, junto a la carretera. Jean se dijo que había llegado hasta allí sin que él la hubiese matado. Claro, el auto la salvaba. El prefería matarla dentro del coche. Si lo hubiese hecho en el bosque habría tenido que tomarla en brazos y un cadáver pesa mucho. Era evidente que Serge pretendía matarla en el interior del vehículo. Así sería todo mucho más fácil. —Vamos a ver cómo quedó su auto. Cruzaron la carretera y ahora la soltó por primera vez. Ocurrió tan de sorpresa que Jean Meyers se quedó quieta. Serge fue hacia la proa del coche y lo estuvo observando. Rió. —¿De qué se ríe, señor Warabit? —Creo que lo podremos arreglar fácilmente; bastará con que atrape un tronco. Por aquí debe haber alguno… Antes de que ella pudiese decir nada, Serge saltó la zanja. Demostró una gran habilidad. Jean lo vio desaparecer al otro lado, en la oscuridad. ¿Por qué no echaba a correr por la carretera? Oh, no, se trataba de un camino poco frecuentado. Seguro que desde que ella dejó el auto no había pasado nadie y Serge, con sus piernas ágiles, le daría alcance enseguida. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si Serge no quería matarla? Podría ocurrir que sólo tratase de desembarazarse de ella, en el buen sentido de la palabra, alejarla de la casa. Después de todo, él podía creer que ella había creído su historia con respecto a la muerte del criado. De pronto le vio saltando la zanja. Casi cayó a su lado en cuclillas y sostenía entre sus brazos un grueso tronco. Observó su rostro, la rara expresión, la mandíbula un poco desencajada… ¡La mataría de un garrotazo! Estaba tan segura de que eso iba a ocurrir ahora, que se quedó rígida, paralizada. Abrió la boca para gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. —¿La asusté, señorita Meyers? —Sí, un poco. —Disculpe. El dio media vuelta y se dirigió hacia la proa del auto. Permaneció allí un par de minutos y por fin se levantó limpiándose el barro de las manos. —Voy a intentarlo. Quédese ahí. ¿Me da las llaves de contacto? Ella abrió su bolso y le dio las llaves. Su mano rozó con la de Serge y notó la de él muy caliente… ¿O era que ella se había convertido en un témpano de hielo? Serge Warabit se metió en el coche. Rugió el motor y el vehículo se vino hacia atrás, saliendo del atasco. El auto pasó a cosa de un metro de Jean y se detuvo a cinco. De pronto los faros se iluminaron, la luz cegó a la joven y el coche avanzó sobre ella. En una fracción de segundo lo comprendió todo. El auto la iba a aplastar. CAPÍTULO III
Jean lanzó un grito sobrecogida de pánico.
El auto se detuvo delante de ella, a unas pulgadas, con un fuerte chirrido de frenos. La joven oyó el chasquido de la portezuela al abrirse. Entonces abrió los ojos. Los faros ya habían sido apagados. —Tiene usted un buen coche y sus frenos son estupendos. Jean sintió que el sudor le corría por el cuello, pero era un sudor frío que le congelaba la piel y le llegaba hasta los huesos. —Bien, señorita Meyers, ya se puede marchar. Él estaba muy cerca. —Gracias por todo, señor Warabit. —Celebro haberla conocido. —Yo también —dijo ella con un hilo de voz. —A propósito, ¿le importaría llevarme una milla más abajo? Desde allí hay un sendero que acorta camino sin tener que rodear el bosque. Sí, era el camino que ella había utilizado. Tenía razón, acortaba el camino hacia la casa, pero ¿era ése el verdadero motivo que lo impulsaba a él? Otra vez sintió miedo. ¿Cuántas veces lo había sentido ya? Trató de borrar de su mente cualquier sospecha que pudiese albergar contra aquel hombre, pero ¿y si él estuviese jugando como el gato con el ratón? ¿Y si era un sádico? —Ande, suba —oyó que le decía—. Usted conducirá ahora. Claro, ella tenía que conducir para que él tuviese las manos libres. —Todavía estoy fría. ¿Le importaría hacerlo usted, señor Warabit? —De ningún modo. Él se sentó al volante y ella lo hizo a su lado. Otra vez Serge iluminó con los faros la carretera y puso el vehículo en marcha. Avanzaron poco a poco. Los árboles pasaron por la derecha, despacio. La aguja del velocímetro solo marcaba los cincuenta kilómetros por hora. Por último, Serge frenó donde se iniciaba el sendero que conducía a la casa. Se volvió hacia la joven. —Lleva usted un collar muy bonito, señorita Meyers. La joven llevóse instintivamente una mano al collar. —Es muy corriente. —¿Con qué está hecho? —Piedras; pero no se trata de ninguna joya, es un collar de fantasía… —No tema que se lo robe. ¿Me lo deja ver? El alargó las manos hacia el cuello de ella. Jean se retiró mirándole con un temor creciente. —Vamos, ¿qué le pasa, señorita Meyers? —Nada. —Se diría que me tiene miedo. —Oh, qué tontería, ¿por qué iba a tenerle miedo a usted? —No sé, quizá por el muerto que encontró usted en mi casa. —Oh, no, de ninguna manera, usted es muy dueño de tener todos los muertos que quiera. —Gracias, pero me conformo con uno. —El otro día leí en un periódico que un lunático los coleccionaba de tres en tres, cada vez que había luna llena. Otra vez había cometido un error, pero eso se debía a sus nervios. Los tenía destrozados. —¿No le he dicho que es usted muy bonita, señorita Meyers? Eso le hizo recordar de nuevo al hombre de los tres crímenes cada vez que había luna llena. Había leído con atención las crónicas que le dedicaban. Al ser aprehendido por la policía, había dicho, a modo de excusa, que mataba a las mujeres porque las quería con todo su corazón, las amaba tanto que las apretaba y apretaba. Serge Warabit debía ser como aquel asesino. —Sí, señorita Meyers, es usted muy hermosa y el color de sus ojos resulta maravilloso. —Verdes. —Yo diría que son azules, pero deje que me aproxime más y lo sabré. —Oh, no, son azules. Tiene usted razón. —Quizá la que está en lo cierto sea usted. Son verdes. Desde esta distancia no se pueden apreciar muy bien. Pasó el brazo por el respaldo de ella para acercarla. De pronto, Jean lo empujó contra la portezuela. —Eh, ¿qué hace, señorita Meyers? La portezuela se abrió y Serge se venció en el vacío. Como un relámpago, por la mente de Jean cruzó la idea de que allí podía estar su salvación. Dio otro empellón a Serge, el cual rodó por el suelo. Jean se dijo que ahora tenía que darse más prisa que nunca. Como la portezuela de golpe y con la otra mano dio la vuelta a la llave de contacto. En un momento se puso ante el volante y apretó el acelerador. El auto rugió y saltó como un animal salvaje. Jean no miró atrás. Lo había conseguido, era libre, y lo único que debía hacer ahora era correr mucho, alejarse de aquel hombre. En pocos instantes el auto fue ganando velocidad. Miró el velocímetro. Ya corría por encima de los setenta kilómetros. De pronto se encontró delante de una curva. Frenó y los neumáticos chirriaron. Otra vez el coche se enderezó corriendo por una recta. Debía serenarse ahora. Sería estúpido que después de haberse librado de Serge Warabit encontrase la muerte en la carretera. Serge Warabit ya no podía alcanzarla. Recordó el pueblo que había visto en el mapa, el que estaba a veinte kilómetros. Muy pronto llegaría a él. Tenía que avisar a la policía. Ellos se encargarían de Serge Warabit. A lo lejos vio las luces del pueblo. Ya estaba llegando. De pronto se encendió un faro a la derecha del camino. Era un agente motorista. Jean frenó con suavidad, saltó del vehículo y corrió hacia el policía. —Buenas noches, agente. El agente se cubría con una chaqueta de cuero que le llegaba hasta las rodillas. —Buenas noches. Soy el agente Guy Andreu. ¿Puedo hacer algo por usted, señorita? —Claro que puede. —¿Alguna avería? —Mucho peor que eso, sargento. Se ha cometido un asesinato. —¿Qué dice? —Lo que oye, agente. —Era sólo lo que me faltaba en una noche de perros como ésta. —¿Qué hace ahí? Ha de venir conmigo, pero necesitamos a alguien más. —Serénese, señorita. —Estoy muy serena. —Pues no lo parece. ¿A quién mató, señorita? —Yo no he matado a nadie, agente. Fue alguien que usted conoce. —Ya comprendo, el señor Duval, el herrero, cumplió al fin su amenaza de matar a su mujer. —No conozco a ningún herrero. Me refiero a Serge Warabit. —¿Quién es Serge Warabit? —¿Acaso no lo conoce? Es el dueño de la casa que hay a veinte kilómetros de aquí. —Oh, no, no se llama Serge Warabit. Además, allí no hay nadie. —¿Me lo va a decir a mí? Estuve hace un rato en la casa. —Eso es imposible. La casa está cerrada desde hace tres meses. —¡Le digo que está abierta! Quiero decir que me abrieron a mí. —¿Quién? —Serge Warabit. —¿Otra vez Serge Warabit? No conozco a ningún Warabit. —Es el sobrino del embajador. El agente, un joven de unos veinticinco años, de nariz ligeramente ladeada, miró a Jean con ojos entornados. —Oiga, ¿quién es usted? —Jean Meyers. Pero eso no importa ahora. —¿Americana? —¿Es que no sabe distinguir a una inglesa de una americana, agente…? Pero no discutamos más. Le aseguro que mataron al criado. —¿A qué criado? —Al mayordomo. Se llama Pierre Huet. El agente sacudió la cabeza. —Vaya, acertó una. —¿Sí? —Existía efectivamente un mayordomo llamado Huet, pero se marchó. —¿Cuándo se marchó? —Ya se la dije, hace tres meses, cuando Jacques Loisy cerró la casa. —¿Jacques Loisy? —Así se llama el dueño. Fue un diplomático, ya está jubilado. Habitualmente reside en París. Sólo pasa alguna temporada en la Casa de las Cuatro Chimeneas, como nosotros la llamamos. —Y según usted, la Casa de las Cuatro Chimeneas está vacía, ¿eh, agente? —Desde luego. Da la casualidad que paso por allí haciendo mi ronda. Nunca vi al señor Loisy ni al mayordomo. —Ni volverá a ver al mayordomo. Está muerto. —¿Sí? ¿Y de qué murió? —Estamos perdiendo un tiempo precioso, agente. —No se preocupe por el tiempo. Tengo toda la noche a mi disposición. No me relevarán hasta las seis de la mañana. ¿De qué murió el criado? La joven cruzó los brazos y dijo con voz paciente: —Según dijo Serge Warabit, Pierre cayó cuando se disponía a podar una higuera. El agente rió. —No está mal. —¿Lo encuentra gracioso? —Mucho. —Agente, me temo que mañana su jefe recibirá una denuncia contra usted y yo seré la firmante, a menos que ahora mismo me acompañe hasta la Casa de las Cuatro Chimeneas. —Está bien, señorita, no se ponga nerviosa. —No me pongo nerviosa. —Conduzca usted su coche. Iré delante, pero cuidado con atropellarme. Poco después, el agente abría el camino hacia la Casa de las Cuatro Chimeneas. El motorista se salió de la carretera y Jean detuvo el vehículo al comienzo del bosque. —Eh, espéreme, agente. El motorista no paró el motor. —Ande, suba detrás de mí. Jean aceptó la invitación y reanudaron el camino. La casa en que Jean había conocido a Serge Warabit estaba envuelta en la oscuridad. —Mírela bien, señorita. Ya se lo dije. No hay nadie dentro. —Prepárese para recibir una sorpresa, agente. Saltaron de la moto y subieron al porche. Jean tomó el aldabón y lo dejó caer, produciendo un fuerte golpe que obligó al agente a taparse los oídos. Jean esperó unos segundos y se dispuso a golpear otra vez. —Eh, deje eso quieto. —Le repito que él está dentro, ya sabe, el señor Warabit. Tiene que abrirnos antes de que se deshaga del cadáver. —No hace falta que nadie nos abra. Podemos entrar. —Qué estupendo. Usted abrirá la puerta. —Sí, señorita, la puedo abrir, pero eso va contra la ley. A nosotros tampoco nos está permitido esto sin una orden judicial. —Salvo en un caso de emergencia, agente, estoy segura. —Éste no es un caso de emergencia. —¿Quién dice que no? Le repito que ahí dentro un hombre ha sido muerto violentamente. El agente chascó la lengua. —Apártese, voy a abrir. Necesitó un minuto para abrir con la ganzúa. El interior de la casa estaba a oscuras. —Encienda la luz, agente —dijo. El agente Andreu dio la vuelta al conmutador, pero la casa continuó a oscuras. —Cortaron la corriente. —Había luz cuando estuve aquí hace un rato. —Oh, sí, claro, y también salieron a recibirla y le ofrecieron una copa. Andreu encendió su linterna sorda, cuyo haz iluminó el vestíbulo. —Vamos a la biblioteca, está a la derecha —dijo Jean. —Sí, eso lo recuerdo —asintió el agente. —¿Y no le extraña que yo lo sepa? —Quizá estuvo aquí con anterioridad. Además, no tiene nada del otro mundo acertar donde está una biblioteca en una casa. Casi siempre está a la derecha. —Le felicito por sus conclusiones, agente Andreu. Es usted un policía modelo. La propia Jean abrió la biblioteca. El haz de la linterna corrió por la estancia hasta detenerse sobre la pared del fondo, en el retrato del hombre del cabello blanco. —¿Es ése el hombre que le habló? —No sea estúpido, ese hombre estaba colgado ya ahí cuando yo llegué. —¿Qué me dice de su famoso cadáver? —Allí, en la habitación de al lado. El agente cruzó la estancia y abrió la puerta a que Jean se refería. Jean había ido tras el agente. —Conque metido en un ataúd, ¿eh? —dijo el policía. La joven se puso de puntillas para mirar la estancia donde había encontrado la caja con el muerto. No había nada, pero no le decepcionó, porque desde hacía rato sabía que, muy a pesar suyo, tendría que dar la razón al agente. Aquella casa estaba solitaria hacía tres meses, nada había pasado allí. Ella no había conocido a ningún hombre llamado Serge Warabit ni tampoco había visto un cadáver. Todo había sido un espejismo suyo, un sueño. —¿Dónde registramos ahora, señorita? —En ninguna parte. —Se da por vencida, ¿eh? —Me temo que sí, agente. —¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Meyers? —Hágala. —Usted ha estado enferma recientemente, ¿verdad? —Ya sé adónde apuntan sus tiros. Cree que estoy loca. —Loca precisamente no, hay muchas personas normales que hoy día se perturban debido al ritmo de la vida. —No se meta a psiquiatra, lo hace muy mal. —Está bien ya. ¿Nos vamos? —¿Me deja un momento la linterna? —¿Para qué? —Quiero ver otra vez al hombre del retrato, al señor Loisy. —No hay inconveniente, pero cuidado con que se le caiga. Se le podría romper y el jefe se queja de que no ganamos para linternas. La joven tomó la linterna de manos de Andreu y fue hacia el fondo. En la mesa no estaba la bandeja. Sí, todo había sido bien dispuesto para que no quedase rastro de su paso por la casa. Se diría que, efectivamente, estaba loca, como había sugerido el agente Andreu. De pronto se acordó de algo. Bajó la linterna, proyectando el haz sobre la alfombra. Sonrió porque allí había algo que no habían podido cambiar. La mancha de café que se produjo cuando dejó caer la taza. Naturalmente, los restos de ésta habían sido retirados. Un nuevo estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. ¿Qué significaba aquel misterio? ¿Quién era el muerto? ¿Por qué lo habían matado? —¿Está ya satisfecha, señorita Meyers? —Sí, agente, y gracias por su ayuda. —No hay de qué, estamos a disposición de los contribuyentes. —Agente, Andreu, ¿está seguro de que no conoce a nadie que se llame Serge Warabit? —Claro que no. —Está por los veinticinco años de edad y es alto, moreno, nariz aguileña, ojos muy negros… —Lo siento, señorita; si al menos me dijese una señal característica, alguna cicatriz, que le falta una oreja… —Déjelo, agente. —Oiga, ¿le parece que la lleve al pueblo a casa del doctor…? —Es usted muy amable, agente, pero puedo arreglarme sola. Continuaré viaje a Niza, si usted no tiene nada que oponer. —Oh, no, en absoluto. Poco después, Jean se sentaba ante el volante de su auto. El agente Andreu se había acercado a la ventanilla. —Un consejo, señorita; no se detenga hasta que llegue a Niza. —Gracias, agente. Para su tranquilidad, debo decirle que haré el resto del viaje de un tirón. —Hasta la vista y buena suerte. Jean hizo un saludo a Andreu e inmediatamente puso en marcha el coche. De nuevo cruzaron por su mente aquellas preguntas. ¿A qué se debía el extraño comportamiento del hombre que se había presentado ante ella con la identidad de Serge Warabit? ¿Qué significaba el muerto en el ataúd…? Bueno, ¿no sería mejor que lo olvidase todo? Al fin y al cabo, aquél era un misterio que, con toda seguridad, jamás descubriría. CAPÍTULO IV
Betty Anderson había seguido emocionada el relato que su amiga
Jean Meyers le hizo acerca de su aventura. —Es una historia maravillosa, Jean. —¿Tú crees? —Apuesto a que ese hombre era guapo, fuerte, simpático… —No era guapo, sólo resultaba varonil. —Mejor aún. —En cuanto a su simpatía, ¿cómo puede ser simpático un asesino…? —Me parece que esta vez la que tuvo demasiada imaginación fuiste tú, Jean. —Así que no me crees. —Claro que te creo, pero quiero decir que le concedes demasiada importancia. —Oh, de modo que encuentro a un hombre muerto en un ataúd y a ese Serge Warabit tratando de alejarme de la casa, vuelvo con un policía y ya no hay ni muerto ni anfitrión, y todavía dices que son exageraciones mías. —Mi profesor de Historia me decía que las cosas tienen una explicación sencilla, incluso los acontecimientos más importantes de la Humanidad. Y que sólo los especialistas de la Historia, al cabo del tiempo, se ponen a buscar tres pies al gato entretejiendo una red de circunstancias, motivos, impulsos… —No dramatices, Betty. —Eso sí que resulta gracioso. Eres tú la que está dramatizando una experiencia que se puede explicar sencillísimamente. —Muy bien, explícame todo lo que pasó en la Casa de las Cuatro Chimeneas, genio. Betty era dos años mayor que Jean Meyers, rubia, cara simpática, donde brillaban dos ojos del color del aguamarina. Compartían una habitación en el hotel Astrea, de Niza, adonde aquella madrugada había llegado Jean. Entonces Jean no había tenido ganas de contar nada y se dedicó a dormir; pero ahora eran las doce del día y tuvo necesidad de hacer confidente a Betty de su aventura. —Muy bien, Jean —dijo Betty—. Ahí va la explicación. Encontraste demasiado lúgubre aquella casa y te asustaste un poco. —Lo confieso, me asusté. ¿Qué más? —Al señor Warabit se le había muerto el criado tal como él dijo y se disponía a emprender viaje para devolver el muerto a su familia. —No lo creo. —Por eso se explica que estuviese ausente cuando tú regresaste con el agente a la Casa de las Cuatro Chimeneas. Pienso que el señor Warabit se portó muy gentilmente contigo. Te dio café. —Envenenado. —Oh, no, es una suposición tuya. Luego te acompañó a tu auto y lo sacó de la zanja. En ningún momento quiso matarte. —Qué lista. —Tú le habías colocado la etiqueta de asesino y en cualquier movimiento suyo veías un acto de violencia dirigido contra ti. —Oh, sí, y ahora me irás a decir que debo darme prisa en visitar al psiquiatra porque sufro manía persecutoria. —Bueno, yo no he dicho tanto. No creo que necesites al psiquiatra. Eres una mujer fuerte, valerosa, en plena juventud, y por si no lo recuerdas, el señor Barthelemy llamó preguntando por ti y le dije que irías a hotel a la una. —Oh sí, es cierto… Voy a llegar tarde… ¡Pero insisto en que lo que me pasó en aquella casa no fueron imaginaciones mías! Pareces olvidar una cosa muy importante. —¿Sí? —Yo encontré allí a un hombre, a Serge Warabit, y el agente Andreu no conocía a ningún Warabit relacionado con aquella casa. El policía también me dijo que la casa había sido abandonada tres meses antes y que el criado Pierre Huet se había marchito con el dueño Jacques Loisy… ¡Y yo vi muerto a Pierre Huet con un agujero en la sien…! ¿Me querría explicar eso, señorita profesora? Antes de que Betty pudiese responder, Jean se fue al cuarto de baño. Una hora más tarde, con un poco de retraso, Jean se presentó en el hotel Samba, donde se alojaba el empresario Bernard Barthelemy. Éste era un hombre de unos cincuenta años, de cara lobuna, ojos muy brillantes. Ocupaba una suite de las más caras del hotel. Se había dicho de Barthelemy que era el empresario que más dinero había ganado durante los últimos veinte años. Trabajar con él significaba éxito seguro. Algún periodista había dicho que Barthelemy poseía una varita mágica con la que todo Jo convertía en oro. A Jean se lo habían presentado durante un cocktail en París y Barthelemy se sintió interesado por ella. Al conocer su profesión, le había hablado de una revista que se disponía a montar y la invitó a que dibujase los bocetos del vestuario. No se habían vuelto a ver desde entonces, ya que Jean decidió pasar unos días con sus padres en Inglaterra para realizar su trabajo. Cuando llamó al timbre, le abrió un empleado de Barthelemy, un muchacho de voz atiplada que respondía al nombre de Lucho Martino y que miró a Jean con la nariz arrugada. —No lo diga. Usted es la señorita Jean Meyers. —Pues sí. —El señor Barthelemy la espera. Sígame, por favor. El empresario estaba haciendo gimnasia en la terraza y, al entrar Jean, se interrumpió, saliendo al encuentro de la joven. —Mí querida Jean… El color de su piel me recuerda una manzana de Normandía. —No estuve en Normandía estas últimas semanas, sino en Safford. —Lo cual quiere decir que el buen fruto se da en todas partes. —Muy gentil, señor Barthelemy. Barthelemy la había asido del brazo. —Almorzará conmigo —dijo señalando una mesa bien dispuesta. —Encantada, señor Barthelemy. La joven dejó en un sillón la cartera en que guardaba el trabajo. Barthelemy hizo chascar dos dedos y Martino salió de la terraza, dejando a su patrón a solas con la muchacha. Por un momento, Jean pensó en todo aquello que le había ocurrido la noche anterior y se dijo que era como si hubiese pasado muchos años atrás. Ahora estaba en Niza, bajo un cielo azul y un sol que casi quemaba, a pesar de que sólo corría el mes de febrero. —¿Es usted una muchacha ambiciosa? —Rompió de pronto Barthelemy el hilo de sus pensamientos. —No mucho, señor Barthelemy. Sólo quiero vivir. —Vivir. Qué palabra tan sugestiva… —Barthelemy introdujo en su boca una cucharada de caviar. Jean recordó al muerto del ataúd. Oh, no debía pensar en esas cosas ahora. Su porvenir estaba en juego. Barthelemy podía hacer mucho por ella. Si aceptaba sus bocetos, ante ella se abriría un camino espléndido, dinero, éxito, popularidad… —¿Es que no come, Jean? —No tengo mucho apetito. Preferiría enseñarle a usted mis bocetos. —Está bien, como quiera. La joven abrió su cartera y entregó a Barthelemy la carpeta que contenía los dibujos. Barthelemy los observó con ojo crítico, y Jean, a su vez, observó la cara de Barthelemy mientras pasaba las hojas. La joven sintió que el corazón le golpeaba en el pecho, ya que Barthelemy no hacía ningún comentario, ni para alabar ni para contradecir. Se sintió desconsolada. A Barthelemy no le gustaban sus dibujos. Era eso. El empresario terminó su examen y cerró la carpeta, dejándola sobre la mesa. Luego tomó otra cucharada de caviar y la tragó con parsimonia. Jean se levantó. No podía soportar aquel silencio. La prueba había sido desastrosa. Su trabajo no servía. Tomó la carpeta de la mesa y, con paso rápido, se dirigió al sillón donde estaba su cartera. —Eh, ¿qué hace, Jean? —Me voy. —¿Adónde? —De pronto recordé que tenía una cita. —Oh, no, no puede dejarme ahora, quería hablarle de sus dibujos. —Ya dijo bastante. —¿Yo? Pero si no dije nada. —A veces el silencio es la mejor respuesta. —¿De quién es esa frase? —No lo sé, lo leí en alguna parte… —Diré a mis libretistas que lean un poco más. Pero volvamos a sus dibujos, señorita Meyers. Me gustan, me encantan… —Oh, no… —¿Le molesta que agraden sus dibujos? Sería usted el artista más original del mundo. —No creo que le hayan gustado. —¿Por qué no? —No lo demostró. —Yo no demuestro nada, tengo el rostro inalterable. Es por eso, ¿verdad? —Ni siquiera pestañeó. —Oiga, Jean, ¿sabe cómo me llaman en los círculos teatrales? Cara de Póquer. Y ya sabe por qué: Jamás demuestro cuál es mi juego. En esta profesión hay que ser así, nunca debe uno mostrar entusiasmo por cualquier cosa, por mucho que le haya gustado… ¿Por qué le confieso esto…? Me estoy poniendo en sus manos… Fue Jean quien parpadeó ahora. —Entonces, ¿le gustan? —Claro que sí —levantó la carpeta—. Son estupendos. Es de lo mejor que he visto en su clase… No sabe cuánto he peleado con mis bocetistas. Pero, con usted, será un placer trabajar… Todo le salió perfecto. Es como si me hubiese abierto la cabeza y hubiera visto las ideas que yo había concebido con respecto a ese vestuario. —Estoy emocionada, señor Barthelemy, muy emocionada… Necesito beber algo. —¿Champaña? —Sí, que sea champaña. Barthelemy se acercó a la joven con las dos copas llenas. —Por usted y por mí, por nuestro futuro éxito. Bebieron y de pronto Jean sintió que Barthelemy la enlazaba por la cintura. Pero el empresario no se conformó con eso. Hizo presión con sus dedos en la cadera. Jean tomó la garra y trató de apartarla, pero la garra no se movió. Barthelemy se inclinó sobre ella para besarla en el cuello. —¿Qué hace, señor Barthelemy? —Querida, tú y yo podemos llegar muy lejos… —¡Suelte esa mano! —¿Qué mano? —No se haga el tonto. ¿Cuántas tiene? Barthelemy dejó la copa en la mesa para trabajar a dos manos. —Señor Barthelemy, usted me ofende. —Esto no es ninguna ofensa, querida —la apretó fuertemente. Jean le volcó el contenido de su copa en la cara. Barthelemy retrocedió ahogándose. —¿Qué has hecho, desgraciada? —Es usted un monstruo pero si me promete ser un buen chico estoy dispuesta a continuar hablando de mis dibujos. —¿Qué dibujos? —Los que le gustaron. —¿Esa mamarrachada? —¿Cómo? —Vamos, criatura, no seas tonta, yo puedo hacer mucho por ti… —Oh, sí claro, comprarme los dibujos. —¡Y duro con los dibujos! ¿Es que no sabes hablar de otra cosa? —Me encargó que hiciese los bocetos para su revista. —Oye, muchacha, ya tengo el vestuario de esa revista. —¿Qué? —Los hizo Iván Carreaux, el pintor abstracto. —¡No puede haberme hecho esto! ¡Usted dijo que lo haría yo! Barthelemy se acercó a la joven secándose la cara con una servilleta. —Pero no te preocupes, querida, tendrás otra oportunidad. —Oh, sí la tendré cuando usted haya conseguido de mí lo que pretende. —Recuérdalo, querida, lo que a ti más te gusta es vivir. ¿Qué te parece vivir conmigo? —Tendré primero que acostumbrarme. —Bravo, muchacha. —Me compraré un sapo y dentro de una semana le daré la respuesta. Barthelemy se puso pálido. —¿Qué dices, desgraciada? Jean dio media vuelta, atrapó su cartera y caminó rápidamente hacia la puerta. —¡Espera, muchacha! —gritó Barthelemy, apuntándola con el dedo. La joven se volvió. —Hasta nunca, señor empresario. —Si das un paso más ya puedes despedirte del teatro. —¿Cree que es el único empresario en Francia? —Hay otros, pero hacen lo que yo diga. Si te pongo el veto, no trabajarás para nadie, ¿lo oyes? —Quédese con su champaña, con su caviar y con su disfraz de oveja, señor Barthelemy. Yo soy una mujer honrada. La joven salió definitivamente de la terraza. Lucho Martino, que indudablemente no se había perdido nada, porque la puerta de la terraza estaba abierta de par en par, apartó el periódico que leía y lanzó un bostezo. —¿Me permite que le diga algo, señorita Meyers? —dijo, yendo hacia la puerta con la joven. —Sé lo que me va a decir: que he perdido mi gran oportunidad… —No, señorita Meyers, sólo quería felicitarla porque es la primera mujer que le habla a ese imbécil como merece. —Gracias, Martino. —Quizá algún día haga algo por usted, señorita Meyers. —¿Por ejemplo? —Meterle al patrón una carga de cianuro en el vaso de leche… —Si se decide, cuente con un testigo para la defensa. Martino hizo una inclinación ceremoniosa. —No esperaba menos de usted. La joven le dirigió una sonrisa y abandonó la suite del pomposo empresario. Ya en la calle, echó a andar sin rumbo fijo. Durante muchos días había trabajado con tesón, poniendo en juego todas sus facultades de artista, y ahora acababa de recoger el fruto, amargo como el acíbar. Bueno, debía empezar de nuevo. Su disputa con Barthelemy le había abierto el apetito. Siempre le ocurría lo mismo. Cuando un hombre trataba de propasarse, sentía la necesidad inmediata de comer. Entró en el primer restaurante que encontró en su camino, ocupó una mesa y eligió de la carta que le tendió un mozo. Mientras esperaba, encendió un cigarrillo. En la mesa vecina un hombre leía un diario. De repente quedó con los ojos fijos en la página del periódico que estaba frente a ella. Allí había una foto de un hombre que ella conocía. Claro que sí, era Jacques Loisy, aquel hombre de cabellos blancos, vestido de etiqueta, con una banda roja, el dueño de la Casa de las Cuatro Chimeneas. Se inclinó sobre la mesa para leer el titular de la fotografía: «Ha muerto Jacques Loisy, que fue embajador de Francia en trece países». Jean no pudo resistir su emoción. —Oiga, caballero. El hombre que leía el periódico la miró con las cejas enarcadas. —¿Podría dejarme ese periódico? —Oh, sí, desde luego. Jean tomó el diario y leyó la nota que había bajo la fotografía. El cadáver del embajador iba a ser incinerado aquella mañana en la empresa de pompas fúnebres Bujolais, 34 rae de la Garçonniere, en Niza. Jean devolvió el periódico y echó a correr. Se cruzó con el mozo que le traía el servicio. —Eh, oiga, usted pidió esto. —Volveré en cuanto pueda —gritó Jean y siguió corriendo. Al llegar a la calle, hizo señal a un taxi. Una vez en el asiento posterior dio al conductor la dirección de la rué Garçonniere. La empresa de pompas fúnebres Bujolais se ubicaba en lo alto de una colina. Era un bogar paradisiaco, con un jardín donde crecían toda clase de flores. Desde arriba se ofrecía una vista maravillosa del mar azul. Jean vio algunos coches aparcados a un lado del edificio. Por una puerta abierta de par en par llegaba música de órgano. Pasó a la sala, donde sólo había cuatro personas. Se detuvo al identificar a una de las cuatro personas que había allí. Era el hombre que había dicho llamarse Serge Warabit. A su lado había una mujer rubia, esbelta, y detrás dos hombres con la cabeza descubierta, uno calvo y otro de cabello rojizo. Jean hinchó los pulmones de aire. No podía consentir aquello. Allí se iba a quemar un cadáver, pero estaba segura de que no era el del embajador Jacques Loisy. Ella había visto al muerto y no se parecía en nada al embajador del cuadro. Echó a andar y, en el silencio, sus tacones repiquetearon como los palillos sobre la caja del batería. —Señor Warabit —dijo deteniéndose cerca del grupo. Los cuatro volvieron la cabeza, pero aquel hombre, Serge Warabit, tenía el rostro imperturbable. —Señor Warabit —repitió Jean—, impida ahora mismo que se queme ese cadáver. —Disculpe, señorita, pero ¿con quién quiere hablar? —Con usted, Serge Warabit. —Disculpe, mi nombre no es Serge Warabit. Jean se quedó con la boca abierta mirándole. Observó entonces a la rubia; era muy bonita, y también ella la miraba con cierto asombro. —Señor Warabit o como se llame —dijo—, no estoy dispuesta a que este asesinato quede impune. —Oiga, señorita, creo que está perturbada, no sé a qué se refiere. —Al cadáver que quieren hacer desaparecer en ese horno. En el diario se ha dicho que es el embajador Jacques Loisy. —Sí, señorita, lo es. —No, señor Warabit. No es el embajador. —Pero, señorita, no le comprendo… —Me comprende perfectamente, pero, de todas formas, voy a detener la cremación. —No puede, señorita. —¿Quién dice que no? Su interlocutor dio un suspiro. —Señorita, mi tío Jacques Loisy ya ha sido quemado. —Oh, rió. —Fue su última voluntad, señorita. —Comprendo, y usted se ha dado mucha prisa en ejecutarla. —He querido ser un sobrino modelo. —Ya le diré lo que es usted: Un…, un… —Silencio, señorita, está interrumpiendo la ceremonia. Un hombre con una sonrisa untuosa apareció por la puerta del fondo. —Señorita, ¿quiere acompañarme? —¿Adónde? —Al jardín. Tenemos unas begonias preciosas. Estoy seguro de que le gustarán mucho. —No me interesan sus begonias ni sus margaritas. Quiero hablar con un empleado de esta empresa de pompas fúnebres. —Soy el gerente, señorita, y estoy a su disposición. La joven miró una vez más al hombre que conocía con el nombre de Serge Warabit y echó a andar por el pasillo seguida del gerente de la empresa de pompas fúnebres Bujolais. Éste era un hombre de unos cincuenta años, carirredondo, que vestía de oscuro, traje muy elegante y que olía a perfume. Ya fuera, la joven se enfrentó con su acompañante. —Quiero hablar con usted muy en serio, señor…— Daniel Vergoz, para servirla. —Señor Vergoz, ¿vio usted el cadáver que se acaba de quemar en el horno? —Por favor, señorita, habla usted como si aquí hiciésemos pastelillos. —Disculpe mi poca delicadeza, pero estoy muy nerviosa. —Se nota. —¿No creerá que yo…? —Oh, no, de ninguna forma, señorita. —Empezaremos por el principio, señor Vergoz. —La escucho. —Usted cree que han quemado el cadáver del embajador Loisy. —Desde luego. —Pues se equivoca. Lo que han asado ahí dentro…, quiero decir, lo que han quemado, es el cadáver de un hombre que fue muerto violentamente. Se llama Pierre Huet y era el criado del embajador. —Disculpe, señorita, pero esta casa es muy seria. No acostumbramos a quemar un cadáver por otro… Imagínese lo que ocurriría si nos equivocásemos de muerto. La joven señaló la capilla donde se estaba celebrando la ceremonia. —Le repito que ese cadáver no es el del embajador. —Por favor, señorita, no se exalte. —¿De qué parte está? —¿Cómo? —Ya lo comprendo, lo compraron con dinero. —Señorita, me temo que no se está comportando con toda la corrección que sería deseable en una joven con tan buen aspecto… —Deje mi aspecto. —Si usted lo quiere… —¿Por cuenta de quién se ha realizado la cremación? —Por cuenta del sobrino del señor Loisy. —Serge Warabit. —Comprendo su confusión, no es Serge Warabit. —De modo que no es él, ¿eh? ¿Cómo se llama ese hombre, moreno, alto, con el que yo hablé ahí dentro? —Maurice Forquin. —Oh, no, no puede ser. —Le aseguro que en nuestro negocio tomamos todas las medidas para evitar los errores, señorita. Maurice Forquin es el sobrino del señor Loisy. —Dígame una cosa, señor Vergoz, ¿a qué hora trajeron al muerto? —Esta mañana. —¿Lo ve? —¿Qué es lo que tengo que ver? —Se lo trajeron después de medianoche. —Sí, durante la madrugada. —Se la dieron con queso, señor Vergoz. —Oiga, señorita… —Le aseguro que le engañaron. No le trajeron el cadáver que debían… Le trajeron el otro, el de Pierre Huet. —Perdone, señorita, pero sería mejor que regresase a su casa… ¿Quiere que pida un coche para usted? —No quiero ningún coche. Quiero esclarecer la verdad. En aquel momento cesó la música de órgano. —Lo siento, señorita, pero no puedo dedicarle más tiempo. He de despedirme del señor Forquin. Vergoz dibujó una protocolaria sonrisa en los labios, hizo otra inclinación y se apartó de la joven. Poco después, Serge Warabit o Maurice Forquin salió acompañando a la rubia. Tras ellos marchaban los otros dos hombres, el calvo y el pelirrojo. Maurice Forquin se apartó del grupo, encaminándose al lugar donde estaba Jean. —¿Está satisfecho? —Perdone, señorita, pero no puedo hablar ahora… Sonría. —¿Por qué tengo que sonreír? —Suponga que le he contado un chiste muy bueno. —Eso es difícil. Sin embargo, él sonrió mientras decía: —Me está poniendo en un apuro, señorita, pero estoy dispuesto a contarle la verdadera historia. —Muy bien; empiece. —Ahora no, por favor, márchese. —Oh, no, yo me marcharé y usted se hará humo como en la Casa de las Cuatro Chimeneas. —¿Dónde se aloja? —Oh, sí, yo se lo digo y usted viene luego al hotel y me estrangula. —Señorita, no me faltan ganas de estrangularla aquí mismo, pero no puedo hacerlo. —Es usted muy gentil. —La espero esta tarde a las siete en el bar Marsellaise, en el puerto. Lo siento, pero no puedo entretenerme más. Hasta luego, señorita. Jean fue a protestar, pero ya Maurice se alejaba. El calvo y el pelirrojo estaban dentro de un auto, pero la rubia esperaba a Forquin al pie de la escalera. Maurice tomó a la rubia del brazo y los dos se dirigieron hacia el auto, donde les esperaban los otros tíos hombres. Jean se quedó inmóvil viendo cómo el auto desaparecía en el camino a la ciudad. Titubeó un instante. Oh, sí, tenía que llamar a la policía. Corrió otra vez hacia el edificio y se detuvo de pronto al ver que en la puerta estaba aquel hombre, el gerente de la agencia de pompas fúnebres Bujolais. —¿Adónde va, señorita? —Necesito llamar a la policía. —¿A la policía, para qué? Jean se interrumpió. Sí, no adelantaría nada con hacer la llamada a la policía. ¿Qué podía decir? ¿Que habían incinerado el cadáver de un hombre que no era el embajador Loisy? ¿Cómo lo podía probar si el muerto se había convertido en cenizas? —Señor Vergoz… —Diga, señorita. —¿Cuánto le pagaron? —En horas de oficina, de tres a cuatro, puede consultar nuestras tarifas. Son altas, pero nuestro servicio es magnífico. Jamás hemos tenido una queja. —No me refería a sus tarifas, señor Vergoz, sino a la prima extra que recibió. —¿Prima extra, señorita? —Usted es un cómplice de ellos. —Señorita, tengo la impresión de que posee una imaginación volcánica. No comprendo una palabra de lo que está diciendo desde que llegó aquí. Oh, no, usted no comprende nada, sólo los entiende a ellos, al señor Forquin, a la rubia y a esos dos tipos… Todos se confabularon. Vergoz borró la sonrisa de los labios. —Señorita —dijo con voz súbitamente enronquecida—, le voy a dar un consejo. Ocúpese de sus cosas… ¿Lo oye?… Déjenos en paz. Nosotros sabemos cuál es nuestro trabajo. La joven vio que en la cara de aquel hombre había aparecido un rictus de crueldad. Sí, era mejor que se marchase, pues nada conseguía con quedarse allí. Dio media vuelta y salió del jardín mientras en su mente se agolpaban confusamente las ideas. Maurice Forquin, alias Serge Warabit, la había citado en un bar del puerto, La Marsellaise, pero naturalmente jamás acudiría a esa cita. Pero conocía la verdadera identidad del hombre moreno puesto que era el sobrino de Jacques Loisy. Empezaba a imaginar lo que había ocurrido. Maurice Forquin se había deshecho del embajador para heredarlo. Oh, no, ¿qué estaba diciendo? El cadáver no era el de Jacques Loisy, sino el del criado llamado Huet. ¿Por qué, entonces Maurice Forquin había hecho pasar el cadáver de Huet por el del embajador? El motor de un coche rugió por detrás. Se volvió bruscamente. Un coche negro apareció por la curva a más de cien kilómetros por hora, haciendo chirriar los neumáticos. Jean sintió en su cara un cálido aliento, como el de una fiera que se abalanzase sobre ella. Saltó a un lado. El coche rozó con su cuerpo y siguió hacia adelante. Jean dio un grito al golpear la cadera contra el suelo. Rodó hacia el borde del acantilado, pero logró asirse a unos arbustos y pudo detenerse. Por un momento creyó que la sangre había dejado de circular por sus venas. Habían intentado asesinarla. Otro motor rugió por arriba. Lo iban a intentar por segunda vez. Quedó tendida en el suelo sin levantarse. El vehículo avanzó rápidamente y se detuvo, de repente, casi junto a ella. Saltó un hombre por la portezuela. —Señorita, ¿qué le pasa? Jean alzó los ojos y vio ante ella a un hombre rubio que se cubría con jersey blanco y pañuelo azul al cuello. —Deme la mano, rápido. El hombre tiró de ella y le rodeó la cintura con el brazo, atrayéndola hacia sí. —Ha estado a punto de matarse, señorita. Ella se sintió confortada. Cerró los ojos rodeada por los fuertes brazos del rubio. —¿Se va a desmayar? —Oh, no, sólo ha sido la impresión. ¿Cómo fue a parar ahí? Miró al rubio. Tenía un rostro simpático y unos dientes fuertes, muy blancos. —Han querido matarme. —¿Cómo? —Le resulta difícil creerme, ¿verdad? El rubio se rascó detrás de una oreja. —Bueno, hay cosas que uno solo ve en el cine… Pero estoy dispuesto a escucharla. Jean se mordió el labio inferior pensando que nada ganaría con hacer confidente suyo a aquel desconocido. También él pensaría que su imaginación era volcánica. ¿O se equivocaba? —Ande, venga conmigo. Iremos a un lugar donde podamos charlar usted y yo. ¿Le parece bien? Lo dijo con un tono persuasivo. «¿Por qué no ir con él?», se dijo Jean. Necesitaba un aliado y quizá el rubio lo fuese. Parecía un hombre deportivo, adinerado, y quizá él tuviese influencia. Sí, ahora que lo pensaba, aquel hombre podía ser una buena ayuda para hacer pagar caro a Maurice Forquin y sus cómplices el asesinato que habían perpetrado. —Está bien, iré con usted. —Permítame que me presente. Milko Stepavic. —Jean Meyers. Milko Stepavic la llevó a un café donde se veían caras sonrientes, alegres, optimistas, y Jean le dio mentalmente las gracias por ello. Pidieron un aperitivo. Milko cruzó las piernas y, después que ambos encendieron un cigarrillo, dijo: —Me tiene muy intrigado, señorita Meyers… Ande, cuénteme su historia. —Estoy pensando que no la creerá. —¿Por qué no? —Nadie la cree, y me han dado a entender que estoy loca. —Perdone, pero estoy seguro de que se encuentra en pleno uso de sus facultades mentales. ¿No es así como lo dicen los notarios? —Eh, señor Stepavic, no sea fúnebre, no voy a redactar mi testamento. —Estoy seguro de que no lo hará hasta dentro de cincuenta años. —Es muy halagador oírle decir eso cuando una ha salvado la vida por un cabello; pero lo peor es que lo intentarán otra vez. —Si lo intentan, tendrán que verse conmigo. Ella le miró a los ojos, y aquel hombre le inspiró más confianza que nunca. Sí, era fuerte y simpático y tena una forma de sonreír encantadora. —Está bien, Milko, le voy a hacer mi relato. —¡Magnífico! Empiece cuando quiera. Jean lo contó todo, del principio al fin, empezando en el momento en que viajaba por la carretera y el limpiaparabrisas de su auto dejó de funcionar. Milko la escuchó interrumpiéndola muy pocas veces, sólo para aclarar algún detalle. —¿Qué piensa ahora, Milko? —preguntó Jean cuando hubo terminado. Milko se había quedado pensativo y ahora sacudió la cabeza. Creo que tiene usted razón. —¿De veras? —Sí, en todo eso hay algo muy sucio. —¿Piensa usted, como yo, que asesinaron a ese criado, Huet, y lo hicieron pasar por el embajador? —Es la conclusión más lógica. —¿Qué se le ocurre, señor Stepavic? ¿Llamamos a la policía? —Me temo que no existe base para ello. —Ya lo había pensado, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Aunque no haya pruebas, la policía llevará a cabo una investigación y, quizá, en el curso de ella, aparezcan las que se necesitan para demostrar que Maurice Forquin cometió un crimen. —Espere, Jean. —¿Se le ocurre algo? —Sí, creo que sí. —Dígame. —Tengo un amigo periodista que me puede dar información acerca de Maurice Forquin y del embajador. Quizá nos diga algunas cosas que nos sirva. —Oh, sí, me parece una buena idea. —Voy a hacerle una llamada. A estas horas lo encontraré en la redacción de su diario. Volveré enseguida. —Sí, Milko. El rubio se dirigió hacia la cabina telefónica del fondo. Regresé junto a Jean al cabo de cinco minutos. —¿Habló con su amigo el periodista, Milko? —Sí. —¿Qué le dijo? Milko Stepavic ocupó su silla y se echó hacia adelante tomando una mano de la joven entre las suyas. —Jacques Loisy murió de una apoplejía hace dos días, en Antibes. —Oh, no, le repito que el cadáver que yo vi fue el de Pierre Huet. —No lo dudo, y eso es lo que hay que aclarar. —Entiendo; usted supone que el cadáver que se incineró en la empresa de pompas fúnebres es el del embajador. —Es lógico que haya sido así. —Pero ¿qué pasó con el criado? —Quizá no tiene que ver una cosa con otra. Es posible que Maurice matase a Pierre Huet por alguna razón y que todo se desencadenase después de la muerte del embajador en Antibes. —¿Le ha contado a su amigo el periodista la historia? —Oh, no, lo habría dado a la publicidad y eso es algo que no nos conviene de momento. Escuche, Jean, vamos a hacer una cosa. Usted volverá a su hotel mientras yo investigo. —¿Qué es lo que va a investigar? —Todo lo relacionado con el asunto. Ya he pedido a mi amigo que se informe acerca de la muerte del embajador y de cómo trasladaron el cadáver a Niza. Ha prometido que me informará en cuanto tenga algo. Yo me ocuparé personalmente de Maurice y de averiguar todo cuanto se refiere a Pierre Huet. —Quiero ayudarle. —Oh, no, Jean, no sabemos con qué clase de gente nos las tenemos que ver. Podría resultar peligroso para usted. —No tengo miedo. —Ya sé que no lo tiene, pero no quiero que sea temeraria… Sentiría mucho que le pasase algo. —Pero… —Usted será una buena chica y se irá al hotel. ¿De acuerdo, Jean? La joven se mordió el labio inferior. —De acuerdo, Milko, pero prométame que en cuanto sepa algo vendrá a verme. —Prometido. Ahora la acompañaré. —Sí, Milko. Fueron al hotel Así rea y allí Jean se despidió de Milko. —Espero sus noticias, Milko. —Sabrá de mí pronto. La joven saltó del coche. Entonces, Milko apretó el acelerador y el auto se alejó rápidamente por la avenida bordeada de palmeras. CAPÍTULO V
Betty no estaba en la habitación.
Decidió tomar una ducha. Sí, se limpiaría la piel. Empezó a desvestirse y de pronto el teléfono se puso a sonar. Quizá era Betty que la invitaba a reunirse con ella. —¿Sí?— preguntó por el cable. No le contestó nadie. —Oiga… ¿Quién es? Oyó una respiración al otro extremo del hilo. —Sé que hay alguien ahí. ¿Por qué no contesta? —Señorita Meyers —la voz era ronca y el que hablaba debía sufrir alguna afección, pues podía percibir cómo el aire silbaba por entre sus dientes. —Sí, yo soy. ¿Con quién hablo? —Con un amigo. —Todos mis amigos tienen un nombre. —No hemos sido presentados, señorita Meyers. —Entonces no puede ser un amigo. —Le demostraré que lo soy. —Guarde su broma para otro día, voy a colgar. —No lo hará. —¿Por qué cree que no? —Porque está demasiado interesada en el asunto de Serge Warabit. —¿Qué tiene que ver con Serge Warabit? —¿Lo ve, señorita Meyers?… ¿No se lo decía?… Está muy interesada. Entiendo de psicología. —Hable de una vez, señor psicólogo. ¿Qué es lo que quiere? —Que se esté quietecita y usted ya sabe lo que quiere decir eso. —No le entiendo. —Se lo deletrearé, señorita Meyers. Usted nunca sufrió un accidente en la carretera, usted nunca conoció a Serge Warabit, usted nunca vio un muerto en el ataúd. ¿Lo va entendiendo? —Sí, creo que comprendo perfectamente. —Lo celebro. —Pero no se saldrá con la suya, señor psicólogo. No me, voy a apartar del asunto. —¿Qué quiere decir? —Voy a seguir investigando. —Demostraría tener muy poco sentido, señorita Meyers… peje el agua correr. Déjelo. Usted no tiene nada que ver con lo que pasó en la Casa de las Cuatro Chimeneas, y si usted se obstina en seguir husmeando, le podrían ocurrir cosas muy desagradables. —¿Ya terminó de amenazarme? —Sí, por ahora, y me gustaría mucho que no pasásemos de las amenazas… Estese quieta, señorita Meyers… Disfrute del magnífico clima de Niza, pasee por sus calles, hable con la gente, diviértase, pero olvídese de todo lo demás. Jean oyó otra vez la respiración sibilante. —Hasta la vista, señorita Meyers —terminó de hablar el desconocido y colgó. Jean quedó un rato con el auricular en la mano, junto a la cara. No, a ella no le podía estar pasando eso. Miró por la ventana. Fuera; el cielo continuaba siendo radiante, azul, y el sol destellaba como una moneda de oro. No había nada sórdido en el mundo. Todo era paz y en Niza se reunía la gente más optimista, personas que habían ido allí para dorarse al sol del invierno. Oh, no, no era un sueño. «Eres una estúpida, Jean. Claro que te ha sucedido a ti todo eso. ¿Qué tratas de hacer ahora? ¿Te vas a dejar intimidar por el desconocido del silbido? Sí, te ha amenazado y tú sabes bien lo que ha querido decir, que te matará como continúes como hasta ahora, metiéndote en lo que no te importa. Pero ¿te importa o no? »Mataron a un hombre y lo hicieron pasar por otro. Eso fue por un motivo, por una razón. ¿Cuál? Lo ignoras. »Sí, podrías retirarte ahora, dedicarte a dorarte al sol, como todos los demás. No faltará un hombre jovial que esté dispuesto a divertirse contigo; bastará que te pongas el bañador y des una vuelta por la playa para que puedas elegir entre un buen rebaño. Olvidarás todo cuanto ha ocurrido en la Casa de las Cuatro Chimeneas, a Serge Warabit o Maurice Forquin, al tipo que estaba con un agujero en la sien, al embajador…». Jean colgó el auricular y entró decidida en el cuarto de baño. Por unos instantes trató de volver a pensar. Se relajó bajo la caricia del agua tibia. Oyó un ruido. Se había abierto la puerta. —¿Betty? —dijo. No, no era Betty, porque conocía el ruido de sus pasos. La persona que había entrado en la habitación no calzaba zapatos de mujer. Era un hombre, alguien que había entrado sigilosamente en su apartamento, sin dejarse oír. Ya habían enviado al verdugo, al asesino que debía acabar con su vida. Se cubrió con una salida de baño. Tenía que escapar de allí y abrió la ventana. Pero rechazó enseguida la idea. No había ningún alero a la vista y su apartamento ocupaba el sexto piso del hotel. Respiró profundamente. Tenía que hacer frente al peligro. De pronto llamaron a la puerta y dio un grito sobrecogida. —¿Quién es? Hubo una pausa. —¿Está ahí, señorita Meyers? Había contenido la respiración y ahora exhaló todo el aire de los pulmones. Había reconocido aquella voz. Era Milko Stepavic. —Ahora mismo salgo, Milko. Se peinó un poco ante el espejo y salió del cuarto de baño. Milko Stepavic no estaba solo. Le acompañaba un hombre de unos cincuenta años, de mediana talla, un tipo francés, quien hizo una ligera inclinación, el sombrero oscuro entre las manos. —Me ha dado un gran susto, Jean —dijo Milko—. Estuve llamando y no me respondieron. —Estaba en el baño y el correr del agua ha impedido que lo oyese. —Le he dado una sorpresa al volver tan pronto, ¿verdad? —Sí, Milko. —Tengo una explicación, pero antes permítame que le presente a este caballero. Su nombre es Michel Biguet, comisario de policía. —Encantada, señor Biguet —dijo Jean, un poco perpleja. —Cuando la dejé a usted, el señor Biguet me abordó. —¿Le abordó? —Sí, ésa es la palabra y creo que gracias al señor Biguet ya sabemos muchas cosas relacionadas con la aventura que usted ha protagonizado, Jean. Sus sospechas eran fundadas. —¿Quiere decir que Serge Warabit…? —Es Maurice Forquin, efectivamente, el sobrino del ex embajador Jacques Loisy. —¿También… —La joven tragó saliva—, también mataron al embajador? —No lo sabemos. —¿Qué quiere decir? —Él comisario supone, desde luego, que el cadáver que se incineró en el homo de la empresa de pompas fúnebres fue el del criado Pierre Huet. —Entonces, ¿el embajador…? —Desconocemos su paradero. Ni siquiera sabemos en estos momentos si está vivo o muerto, pero, naturalmente, Maurice Forquin está al corriente de todo. —Perdonen, pero estoy hecha un lío. ¿Por qué Maurice Forquin iba a matar a su tío, suponiendo que lo haya matado? ¿Quizá para heredarle? —Sí, señorita Forquin. El embajador no tenía hijos, sólo sobrinos. Cuatro. —¿Se refiere por casualidad a las cuatro personas que se encontraban en la capilla de la empresa de pompas fúnebres? —Exacto, señorita Meyers. La rubia es Yvonne Loisy, y el pelirrojo, Gerard Fontaine, y el calvo, Robert Legay. —¿Todos ellos están confabulados? —Sí, los cuatro. —¡Qué miserables!… Pero ¿por qué mataron al criado para hacerlo pasar por el embajador, si pudieron matar al embajador sin necesidad de hacerlo pasar por el criado? El comisario carraspeó. —He forjado una hipótesis a ese respecto, señorita Meyers. —¿Cuál es, señor comisario? —Pierre Huet siempre fue un servidor ejemplar, su fidelidad al embajador era bien conocida por los amigos de Jacques Loisy. Con toda seguridad, el criado se enteró de cuál era la maquinación que Maurice Forquin y los otros sobrinos habían ideado. Trató de oponerse y lo mataron. En cuanto a las posibilidades de que el embajador continúe con vida existen muy pocas. —¿Y en qué se basan? —En que quizá Maurice Forquin y sus cómplices lo mantengan vivo para hacerle cambiar el testamento. —¿Cambiar el testamento? —Hace unos años, Jacques Loisy dispuso sus bienes en favor de una organización mundial que se preocupa por el bienestar de los pueblos subdesarrollados. —¿Sin dejar nada a sus sobrinos? —Así es, señorita Meyers. Maurice Forquin y sus tres primos no iban a recibir ni un céntimo del embajador cuando muriese. Ya habían vivido mucho tiempo por cuenta de Su Excelencia. Es por lo que decidieron dejar sin efecto aquel testamento. Es lo que nos impulsa a creer que el embajador todavía está vivo, que lo tienen en alguna parte. —¿Dónde? —Ahí es donde entra usted, es lo que deseamos que descubra, el lugar donde los cuatro sobrinos tienen encerrado al embajador. —Bueno, yo… —¿Tiene miedo, señorita Meyers? —No, no es eso, aunque debo admitir que tengo un poco. Quería decir que quizá fracase. —El señor Forquin ha quedado citado con usted, me lo dijo el señor Stepavic. —Sí, es cierto. —Usted es una mujer muy bonita. —Gracias, señor comisario. —Una mujer tiene medios para que un hombre le haga a veces su confidente. La joven levantó la barbilla. —Creo que le entiendo, señor comisario. —Naturalmente, usted no necesita llegar a ciertos extremos. —Oh, me hago cargo, debo seducir al señor Forquin sin ser seducida. —Algo así. —Señor comisario, ¿por qué no impidieron que fuese incinerado el cadáver? —No sabíamos nada. —Pero si se publicó en la Prensa, yo me enteré por eso. —Quiero decir que no teníamos la menor noticia de que el señor Forquin y sus sobrinos fuesen a cometer un asesinato, de que él hubiese muerto… Verá, señorita Meyers… Hoy se recibió una carta en la policía judicial, una carta en la que se decía que Su Excelencia el embajador Jacques Loisy corría un gran peligro. La carta estaba firmada por Pierre Huet. Inmediatamente entramos en sospechas y se decidió efectuar una investigación. Empezamos por hacer una llamada telefónica a la empresa de pompas fúnebres, pero ya era demasiado tarde. —El cadáver había sido incinerado. —Sí, señorita Meyers. De todas formas, montamos una vigilancia y eso es lo que nos permitió conocerla a usted y al señor Stepavic. —Eso quiere decir que ustedes estaban instalados cerca de la empresa de pompas fúnebres. —Acabábamos de llegar. Ocupamos una casa colindante y vigilamos la empresa Bujolais con prismáticos. No pudimos pensar que usted corriese peligro porque desconocíamos qué parte había interpretado en el drama. Cuando decidí obrar por mi cuenta abordé al señor Stepavic después que la dejó en el hotel y, en fin, ya lo sabe todo. Milko intervino: —Conté al señor comisario su historia, Jean. —Y fue entonces cuando él pensó que yo podía servir de ayuda a la policía judicial. —Le dije al comisario cuál era mi opinión, que no tenía ningún derecho a poner en peligro su vida. Pero él insistió en que sólo gracias a usted se podría salvar la vida del embajador, si es que todavía no ha sido muerto. Stepavic hizo una pausa y se acercó a la joven, a la que tomó la mano. —Jean, aún puede librarse; diga al comisario que no quiere intervenir en esto, que ellos tienen el deber de aprehender a los culpables. —Perdone, Milko, pero me temo que no puedo decir eso. —¿Por qué no? —Yo también opino que Maurice Forquin y sus tres primitos deben recibir su merecido. Por otra parte, es necesario que salvemos al embajador, si no es demasiado tarde. —¡Bravo, señorita Meyers!— exclamó el comisario —. Es usted muy valiente. —Un momento, señor comisario —dijo Milko—. Yo estaré al lado de ella. —Oh, de ninguna forma —dijo el comisario—. Usted podría estropearlo todo. La misión de la señorita Meyers consiste en granjearse la amistad de Maurice Forquin y, si él notase algo extraño y lo descubriese a usted, todo estaría perdido. Ya comprendo que usted pretende impedir que la señorita Meyers corra un peligro, pero me temo que su vigilancia podría ser contraproducente. Hemos de tener en cuenta que Maurice Forquin es un hombre astuto, que ya cometió un crimen, que está en camino de cometer otro en la persona de su tío, y que no dudará, por tanto, en matar a cualquier otra persona que trate de modificar sus planes. Perdone, señorita Meyers, que hablé así, pero tal como están las cosas mi deber es ser sincero. —Gracias, señor comisario. Lo ha explicado todo muy bien. —La joven sonrió a Stepavic—. No se preocupe, sabré cuidarme. —No sea demasiado atrevida. —Sólo lo necesario. El comisario tosió suavemente. —Señorita Meyers, le quiero hacer un ruego; tan pronto sepa algo respecto al embajador, ha de informarnos. Le dejaré el número de teléfono al que ha de llamar. —El comisario sacó un papel en el que escribió un número—. No hay ningún nombre, pero ya conoce el mío, señorita Meyers. Si yo no estuviese, se pondrá alguien en mi lugar. No vacile en decirle lo que sepa, y recuerde que sólo nos interesa una cosa, una sola: Conocer el paradero del embajador. —Sí, señor comisario. —Gracias por todo. Michel Biguet tendió la mano a la joven. —Le deseo mucha suerte, señorita Meyers, y hago mías las palabras del señor Stepavic. No sea temeraria. Saber retirarse a tiempo también es una prueba de valor. Muchas personas lo ignoran. No sea usted una de ellas. —Descuide, señor comisario. No me arriesgaré más de lo preciso. —¿Viene usted conmigo, señor Stepavic? —Sí, señor Biguet, me uniré a usted dentro de dos minutos. El comisario hizo un saludo con la cabeza y salió del apartamento. El rubio Milko se rascó el cogote. —Creo que estoy arrepentido de lo que he hecho. Cuando el comisario me abordó, debí mandarle al infierno. —¿Por qué? —¿Necesita preguntarlo?… Usted, Jean, va a acudir a la cita de ese hombre, Maurice Forquin… Sabemos que es un asesino, un hombre sin escrúpulos. La joven sintió otra vez aquel escalofrío en la espina dorsal. Sin embargo, dijo: —No se preocupe, Milko. No me pasará nada. —Si se equivocase, no me perdonaría nunca. Usted, bueno, he conquistado a un montón de muchachas y nunca me había pasado lo que en estos momentos. Parezco un colegial, ¿verdad? —Pues la verdad es que sí —sonrió la joven. Milko también rió. —Quizá exista una razón que lo explique todo. —¿El qué? —Que usted empieza a ser importante para mí… Jean miró con ojos entornados a Milko. Era un hermoso ejemplar de hombre, varonil, simpático… y parecía tener mucho dinero. Recordó las palabras de su tía Edith: «Hija mía, algún día te encontrarás con un hombre. Sólo a la mujer le está permitido elegir. El hombre es un animal tan estúpido que se Pierce que elige él. Jamás conoce sus propias posibilidades, lo cual es una ventaja para nosotras». Ella le había preguntado: «Tía, ¿cómo sabré cuál es mi hombre?». Y tía Edith le había contestado: «Querida sobrina, cuando el corazón te falle, es que estarás delante del caballero que te interesa. Pero procura que te falle el corazón cuando tengas delante a un hombre guapo, con dinero y que sea capaz de transmitirte un sentimiento de seguridad». Jean se preguntó ahora a sí misma: ¿Se sentía segura al lado de Milko? Sí, ella creía que sí. De repente sonó el timbre del teléfono. ¿Quién sería? Oh, sí, otra vez aquel hombre para decirle que se mantuviese apartada de todo lo concerniente a Su Excelencia el embajador. Descolgó el auricular. —¿Qué tal, señorita Meyers…? Soy Maurice Forquin. Jean sintió que el auricular le resbalaba de los dedos. Tuvo que apretarlo contra su cara para no perderlo. —Le escucho, señor Forquin—. Hace unas horas le di una cita. —Lo recuerdo perfectamente. —Quiero adelantarla. ¿Por qué quería adelantar la cita? ¿Quizá porque Maurice Forquin ya sabía que el comisario contaba con ella para tenderle una trampa…? Oh no, eso era absurdo. —Sigue ahí, señorita Meyers. —Sí, señor Forquin. —No me ha hecho una pregunta. —¿Cuál? —Cómo he sabido su dirección. Usted no me la dio. —Es cierto, señor Forquin, aunque la respuesta es sencilla. Usted conoce mi nombre, de modo que le bastó con preguntar en los hoteles. —Sí, es cierto. —Bueno, ¿qué quiere, señor Forquin? —Verla. —Ya acordamos una cita. —Hemos de adelantarla. —¿Por qué razón? —Pensé que no estaría libre hasta la hora que le dije, pero los acontecimientos se han precipitado. —¿Qué acontecimientos? —Si se lo explico por teléfono no dejaré nada para después. Además, es un poco largo Jean titubeó unos instantes. —¿Está bien?, señor Forquin, ¿cuándo y dónde? —¿Conoce el Laberinto? —Sí, señor Forquin, conozco el Laberinto —dijo. —¿Dentro de media hora allí? —Sí, pero ¿por qué no viene usted a por mí? —No puedo. —¿Por qué no puede? —Estoy metido en un lío, señorita Meyers. Luego sabrá hasta qué punto. —De acuerdo, señor Forquin —dijo—. Dentro de media hora en el Laberinto. —Buena muchacha —dijo el hombre que estaba al otro lado de la línea, y colgó. ¿Por qué había aceptado? Bueno, el caso es que ya estaba acordada la cita. ¿Qué hacía ahora…? Tenía el teléfono del comisario Biguet. El papel en que había escrito el número estaba sobre la mesa. Finalmente lo disco. —Por favor, quiero hablar con eh comisario. —El comisario no está. ¿Quién habla? —Soy Jean Meyers. —Oh, sí, el comisario dijo que recogiésemos sus mensajes. —Maurice Forquin me ha citado en el Laberinto dentro de media hora. —De acuerdo, señorita Meyers, no se preocupe, cumpla su misión. Luego aquel hombre colgó. _ Bueno, ¿qué debía temer? Jean dio un suspiro de alivio. El asesino tenía una cita con ella, pero estaba segura de que el comisario enviaría allí un policía para que velase por su seguridad. No tenía que preocuparse. CAPÍTULO VI
Jean bajó por la escalera de caracol.
El Laberinto no había cambiado con respecto a la última visita. Continuaba siendo un establecimiento en donde había muy poca luz y, al parecer, los turistas lo seguían prefiriendo. —Buenas noches. Volvió la cabeza bruscamente por la izquierda, de donde había llegado la voz. Allí estaba Maurice Forquin. Muy serio. Muy grave. —Ya creí que no vendría, señor Forquin. —Yo también lo creí. —¿Por qué dice eso? —Señorita Meyers, las cosas se han complicado mucho. Venga conmigo, vamos al fondo. Jean se dijo que no debía apartarse del mostrador. En el fondo reinaba una oscuridad casi absoluta. —Prefiero quedarme aquí. —Oh, no, de ninguna manera, nos podrían oír. Además, no quiero que me vean. —¿Quiénes? Maurice la tomó por el brazo y ella lo siguió. En el fondo todas las mesas estaban ocupadas. —¿Lo ve? Hemos de volver al mostrador —dijo ella. Forquin la detuvo. —Espere, Jean. —Maurice se detuvo ante una mesa donde dos jóvenes se hacían el amor—. ¿Me permiten invitarles? El joven apartó la cara de la de la muchacha. —¿Qué le pasa a usted? Maurice sacó un billete de cincuenta francos. —Pueden irse a otro sitio, ¿no les parece? El joven atrapó el billete y, después de acercárselo a los ojos, lo guardó en el bolsillo. —Vamos, nena, este sitio no me gusta. La pareja se retiró y la mesa quedó libre. Maurice empujó a Jean a una silla. —Al parecer es usted muy expeditivo, señor Forquin. —Desgraciadamente, no todo se arregla con dinero —repuso Maurice ocupando la otra silla. Jean sonrió con sarcasmo. —El dinero no lo puede comprar todo, ¿verdad, señor Forquin? —Estoy seguro de que no. —Sin embargo, dicen que por él se mata. Maurice la miró a los ojos y cabeceó. —Sí, Jean, es terrible… El dinero puede convertir a cualquier persona en un criminal. —¿Me lo va a explicar todo ahora? —Sí, a eso he venido. Me he dado cuenta que me comporté un poco estúpidamente, aunque, desde luego, no contaba con usted… Apareció de una forma tan súbita allá en la Casa de las Cuatro Chimeneas… —¿De qué murió el criado? —De un tiro. Jean bebió un trago de su vaso. —Tiene usted muy buena puntería señor Forquin. Le bastó sólo con una bala. —Oh, no, yo no maté a Pierre Huet. —Ya entiendo, se suicidó. —No, Jean. Murió asesinado. —¿Y quién lo asesinó señor Forquin? —Ellos. —¿Ellos? Ah, sí, se refiere a la rubia y a los dos hombres que estaban en la empresa de pompas fúnebres… —No, Jean, ellos son mis primos. —Comprendo, al ser sus primos no pueden ser unos asesinos. —No creo que ellos estén mezclados en el asunto. —Señor Forquin, ¿me quiere decir de qué asunto se trata? —Espionaje. De buena gana Jean hubiese lanzado una carcajada. Maurice Forquin era un asesino con mucha gracia. —¿Espionaje, señor Forquin…? Me deja usted de una pieza. —Parece que lo toma a broma. —Oh, no, de ninguna manera. Perdón… El whisky me alegró un poco, quizá sea eso… —Lo crea usted o no, estoy rodeado por una banda de espías internacionales. —Gente peligrosa, ¿eh? —No sabe usted cuánto, aunque también son un poco torpes. Mataron a Pierre Huet por confusión. —Vaya, ¿y por qué habían de confundirse? —Porque ellos creyeron que Pierre Huet era mi tío el embajador. Ya lo había nombrado, ya había llegado a la parte importante. El embajador era el hombre que jugaba el papel principal en aquel asunto. —De modo que tomaron a Pierre Huet por Jacques Loisy —dijo ella, pensando que éste era el momento de tirarle de la lengua. —Es al embajador al que ellos quieren. —Pensé que el embajador había muerto. —Oh, no, está vivo. —¿Dónde? Maurice se interrumpió mirando a la joven con los ojos entornados. —No se lo diré. —¿Por qué? —Es peligroso que lo sepa. —Maurice, estoy dispuesta a ayudarle. —¿De veras? —Puede depositar su confianza en mí. —Es usted una muchacha valerosa. Todos le decían lo mismo, que era una chica con mucho valor. Pero ella había ido a Niza a colocar unos bocetos al empresario Barthelemy y ahora todo se había ido al traste. Y, por añadidura, se encontraba metida en un lío donde había ya un muerto; pero estaba trabajando para la policía y eso era confortador. Iba a contribuir a que la justicia se cumpliese. —Maurice, usted tendió una trampa a esos espías… —Sí, es lo que intenté haciendo pasar el cadáver de Pierre Huet por el de mi tío, el embajador. —¿Cree que logró engañarles? —No lo sé, y por ello debo tomar toda clase de precauciones. —Según deduzco de sus palabras, usted ha escondido en alguna parte a su tío. —Sí. —Es lo que no comprendo. ¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué no acude a la policía? —No puedo hacer eso hasta que mi tío se reponga. —¿Reponerse de qué? —Del ataque de apoplejía que sufrió. —De modo que es cierto. —Sí, tío Jacques perdió el conocimiento al sobrevenirle el ataque y todavía no se ha recuperado. Naturalmente, he tomado, las medidas, lo asiste un doctor y una enfermera. —¿No cree que en un hospital estaría mejor? —En absoluto. Lo matarían. Mi tío consiguió una información muy importante. —¿Qué clase de información? —Lo ignoro. —No lo entiendo. ¿Cómo sabe, entonces, que su tío es depositario de una información tan importante? —Me lo iba a contar todo cuando sufrió el ataque. —Oh, sí, y entonces ya no le pudo decir nada. —El doctor ha dicho que quizá mi tío recupere el habla en un plazo de unas horas. Entonces lo sabré todo. —¿Están al corriente sus primos de todo? —En absoluto. —¿Quiere decir que no saben que el muerto es Pierre Huet? —Los engañé también a ellos. Yvonne, Gerard y Robert creyeron esta mañana que estaban asistiendo al funeral de nuestro tío. —¿Por qué no les dijo la verdad? —No puedo hablar. No me fío de ellos… Verá, mis primos han dedicado toda su vida a divertirse. Desde luego, los tres tienen títulos universitarios, pero jamás supieron lo que es trabajar. Si yo les hubiese informado de lo que pasa, de que el tío está en cierto lugar, no tardarían mucho en pasarse al enemigo naturalmente, a cambio de una buena cantidad de dinero. Sí, estoy seguro de que Yvonne o cualquiera de mis otros queridos primos, venderían su información por un buen precio. —Entonces sólo usted lo sabe. —Sí, yo solo, a excepción del doctor y la enfermera. Pero ellos son de absoluta confianza. —¿Por qué cuando me presenté en la casa me dijo que se llamaba Serge Warabit? —Es muy sencillo. En un principio pensé que usted pertenecía a la banda de espías. ¿Y sabe una cosa? —¿Sí? —Estaba dispuesto a matarla. —¿Dónde? —En la Casa de las Cuatro Chimeneas. —Oh, sí, y por eso me envenenó el café. —¿Envenenar el café?… —Maurice rió—. No, Jean, no le envenené el café, aunque pensé que, cuando usted tiró la taza lo hacía para evitar que la envenenase. —¿Cuándo se dispuso a matarme? —Justo después que tiró la taza de café. Pero sólo fue cuestión de un par de segundos. —¿Qué le hizo cambiar de idea? —Pensé que podía equivocarme y decidí que sólo debía tronchar su lindo cuello cuando tuviese todas las pruebas de que usted había ido allí en busca de mi tío. Pero bastó que hiciésemos el viaje juntos hasta el auto para cerciorarme de que me había contado la verdad. —Pude meter el auto intencionadamente en la zanja. —Sí, eso era posible, pero durante el camino demostró ser presa del miedo. Hay cosas que no se pueden disimular. Me pareció una buena chica y además, muy linda. Desde que me metí en este sórdido asunto, no he encontrado una criatura como usted. Es por lo que sentí el impulso de darle un beso. —Por eso buscó la excusa del collar. —Sí, Jean, sólo quería acercarme para besarla en la boca. Pero usted creyó que me disponía a estrangularla y me arrojó del coche —dijo esto riendo—. Me dio un buen golpe en la cadera. Todavía cojeo un poco… Jean se hallaba sorprendida. Por un momento había estado dispuesta a dar crédito a la fábula que le estaban contando. Aquel hombre era un actor de primera categoría. Sí, estaba convencida ahora de que Maurice Forquin podría actuar en el teatro con las mayores probabilidades de éxito. —Le falta explicar algo en su historia. —¿Qué cosa? —La Casa de las Cuatro Chimeneas se encontraba abandonada desde hacía unos meses. —Oh, sí, vi llegar a usted y al policía. Yo estaba en mi auto, entre los árboles, y eso terminó de confirmar mis suposiciones de que usted no era uno de los espías. —La pregunta es ésta, señor Forquin: ¿por qué estaba allí el cadáver de Pierre Huet? —Porque fue allí donde lo mataron. —No lo entiendo. —Mi tío, el embajador, envió a Pierre a la casa a por algo. Mi tío me lo explicó antes de la apoplejía. —Al parecer, su tío le explicó muchas cosas antes de que perdiese el conocimiento. —Sólo dos o tres detalles. Uno de sus ruegos fue que me dirigiese a la Casa de las Cuatro Chimeneas por si Pierre Huet necesitaba mi ayuda. —Y cuando usted llegó, Pierre Huet ya estaba muerto. —Sí, señorita. Meyers. —¿Y dónde está lo que Pierre fue a buscar allí? —No lo sé, señorita Meyers. —Entonces, digamos que los espías le quitaron el objeto que había ido a buscar. —Quizá lo matasen antes de que Pierre encontrase lo que fuese. Jean se mordió el labio inferior. Otra vez se había sentido tan influenciada por las palabras de Maurice que le seguía la corriente haciéndole preguntas sobre algo que era completamente absurdo. Oh, no, ella no podía creer eso. Había acudido a su cita en el Laberinto por un solo motivo: El comisario Biguet deseaba saber dónde estaba el embajador. —Déjeme que le ayude, Maurice. —¿Por qué razón? —Usted…, usted es estupendo. —¿En qué lo ha notado? —Es un misterio, pero cada vez que estoy próxima a usted he sentido una cosa rara. —Oh, sí, se ha puesto a temblar de pánico. —Maurice, ahora le conozco bien, y creo que no debo temer nada de usted. —Gracias. Ella puso una mano sobre la de Forquin y la apretó suavemente. —Usted es un hombre sospechoso para esos espías, Maurice; quiero decir, que quizá me necesite en el momento oportuno, para cuando el embajador hable. —Sí, estaba pensando en que es posible que tengamos que utilizar un mensajero. —Yo seré ese mensajero. —No, podrían mataría. —Estoy dispuesta a correr todos los riesgos. —No, Jean, usted permanecerá al margen. —No quiero permanecer al margen. —Esto no es un juego de niños, Jean. —¿Cree que no lo sé? —dijo Jean y al momento se arrepintió de haber dicho aquello. Maurice tomó el vaso de ella y bebió un trago, quedándose después pensativo. Finalmente, sonrió a la joven. —¿Está segura de que no le teme a la muerte, Jean? —En absoluto —repuso ella, y sintió que le temblaban las rótulas. —Muy bien, Jean, estoy dispuesto a admitirla en la plantilla. —Oh, Maurice, eso es magnífico… —Vámonos de aquí. —¿Adónde? —Al lugar en donde tengo escondido a tío Jacques. Jean sonrió para sí. Bien, ya lo había conseguido. Indudablemente en aquel local tenía que haber un agente del comisario Biguet con la orden de seguirlos. Estaba todo claro. Muy pronto el comisario sabría en qué lugar Maurice Forquin tenía escondido a su excelencia el embajador. CAPÍTULO VII
Viajaban en un coche deportivo. Maurice conducía y a su lado se
sentaba Jean Meyers. La joven, fumando un cigarrillo, miraba de vez en cuando el espejo retrovisor. Minutos antes había visto unos faros, pero ahora habían desaparecido. Bueno, eso debía formar parte de la estrategia de la policía. Naturalmente, no podían consentir que Maurice Forquin sospechase que era seguido. —¿Es muy lejos, Maurice? —A unos doce kilómetros. Al emprender el viaje, él le había preguntado cómo le había ido en Niza con sus bocetos artísticos, y ella le contó la verdad. Eso había servido para distraerlo un poco, pero ahora debía seguir hablando para que Forquin no prestase demasiada atención al espejo retrovisor. —Maurice, no sé nada de ti. —Hay muy poco que contar. —¿Cuál es tu profesión? —Ingeniero textil… Trabajo en una compañía en el Alto Volta. ¿Conoces Africa? —No. —Te gustaría. —Debe haber muchas moscas. —Apenas más que en cualquier población de Europa y, por otra parte, es un país maravilloso. —¿Cuánto tiempo llevas en Africa? —Dos años. —¿Piensas continuar? —Sí; aquello me gusta. —¿Y qué haces en Francia ahora? —Estoy disfrutando de mis vacaciones. Las empecé hace tres semanas. Sólo me quedan dos días. —Entonces, ¿regresarás allá? —Sí, Jean. Oyó su voz interior: «No le creas una palabra. El comisario Biguet te explicó qué clase de personas son los cuatro primitos. Cuatro inútiles. Nunca trabajaron. Maurice continúa llevando adelante su fantástica historia, o quizá sea cierto lo de que logró el título de ingeniero textil. Pero no le ha servido de nada. Ha vivido a costa de su tío, el embajador, y lo único que pretende es apoderarse de la fortuna de Jacques Loisy». —Eh, Jean, creo que nos siguen. Jean dio un respingo observando el espejo retrovisor. Efectivamente, vio allí unos faros. —¿Por qué han de seguirnos, Maurice? Es sencillamente un auto que va por nuestro camino. —Lo sabré enseguida. —¿Cómo? —Muy sencillo. Más adelante hay una bifurcación. Daré un rodeo de un par de kilómetros. Maurice apretó a fondo el acelerador y el auto aumentó la velocidad. —Agárrate, Jean, voy a doblar. Hizo girar el volante bruscamente y el auto se apartó de la carretera principal y se metió por un camino polvoriento. Al cabo de un rato, Jean miró ansiosamente el espejo retrovisor. Si el coche que los seguía pasaba de largo, todo se habría perdido, de nada había servido que ella hubiese descubierto el escondite de Jacques Loisy. —Bueno, lo conseguimos— dijo Maurice, sonriente. Jean sintió un vacío en el estómago. Ahora estaba sola. El plan había fallado. Sólo tenía un recurso: Enterarse del lugar en que se encontraba la casa y luego, de algún modo, telefonear a Biguet. Bueno, quizá eso no resultase tan difícil. Tenía la impresión de que Maurice confiaba ciegamente en ella. De pronto, él detuvo el coche. —¿Ya hemos llegado? —No —dijo Forquin volviéndose hacia ella. —¿Por qué te paras, entonces? —Quiero ver tus ojos para salir de una vez de dudas. ¿Son verdes o azules? Acercó su cara a la de ella y levantó la mano, tomándole la barbilla. —Tú tenías razón. Son verdes… y puedo agregar que maravillosos. Jean había quedado suspensa. Tenía el cuerpo rígido, como si se hubiese convertido en un bloque de piedra. Por un momento, había estado dispuesta a gritar, pero nada había pasado. Maurice puso otra vez en marcha el auto y continuaron el camino. Jean aplastó el cigarrillo en el cenicero y se echó en el respaldo. —Estoy cansada —dijo. —Lo comprendo, pero apenas podrás dormir, porque llegaremos enseguida. Jean se sentía cada vez más nerviosa. Al cabo de unos minutos estaría bajo el mismo techo que el embajador secuestrado, y aquél sería el momento en que debía desplegar con más habilidad sus artes de seducción. Vio a lo lejos unas luces. —¿Qué es aquello, Maurice? —Un pueblo. —¿Cómo se llama? Maurice la miró por el rabillo del ojo. —La verdad es que no lo sé. —¿Por qué llevaste a tu tío a esa casa? —Allí vive el doctor Gety, gran amigo de mi tío, es él quien lo asiste. —¿Hay alguien más en la casa? —El doctor es viudo. Sólo está la enfermera. Naturalmente, ni siquiera existiría aquel doctor, aunque era posible que le presentase a un hombre como tal. Ascendieron por una colina y Maurice detuvo el coche al lado de una casa sumergida en la oscuridad. —Parece que todos duermen —dijo Jean cuando saltó fuera. Maurice la tomó del brazo y subieron al porche. Apretó un timbre. —El doctor o la enfermera deben hallarse despiertos, al lado de mi tío. Las persianas están bajas; por eso no has visto luz. Al fin la puerta fue abierta por una mujer. Se cubría con una bata blanca. Andaría por los treinta y cinco años y era rubia, esbelta, bastante guapa. —Buenas noches, señorita. La enfermera enarcó las cejas al ver a la joven. —Colette, le presento a la señorita Jean Meyers. —Mucho gusto —dijo la enfermera con voz fría. Entraron en el vestíbulo. —¿Cómo está mi tío? —preguntó Maurice. Una voz varonil dijo: —Yo mismo te informaré. Un hombre estaba a la puerta de un gabinete. Frisaba en los cincuenta años de edad y era de mediana estatura, calvo, de nariz muy aguileña. Había un gesto de dureza en sus facciones. —¿Qué tal, doctor Gety? —dijo Maurice. El doctor no contestó porque estaba examinando a la joven. —Maurice, creí que esto iba a ser una cosa completamente privada. —¿Recuerda? Le hablé de una chica que anoche apareció en la Casa de las Cuatro Chimeneas. —¿Es ella? —Sí, doctor. —Esto no me gusta nada. —La señorita Meyers goza de mi completa confianza. El doctor emitió un gruñido. —¿Cómo está mi tío, doctor? —Mal. —Pero usted dijo que a estas horas debía haber recuperado el conocimiento. —No me equivoqué. Lo único que ocurre es que la naturaleza de tu tío ha respondido desfavorablemente a las drogas que le han sido administradas. El doctor se volvió hacia la enfermera. —Colette, vuelva junto al enfermo y tómele la temperatura. Si tiene más de treinta y nueve, comuníquemelo enseguida. —Sí, doctor. Colette subió por la escalera. —Doctor —dijo Maurice—, ¿cuándo cree usted que podrá hablar mi tío? —Es posible que se produzca una reacción favorable en muy corto espacio de tiempo. Puede que una hora, puede que dos… No se lo puedo decir con seguridad, Maurice. Jean observaba a Gety preguntándose si efectivamente sería un doctor. ¿Hasta qué punto llevarían la comedia adelante? Debía admitir que lo hacía muy bien. Naturalmente, Gety podía ser doctor. Eso no cambia las cosas. A cambio de un puñado de plata podría olvidarse fácilmente de que su misión en el mundo era curar a los seres humanos y no matarlos. —Necesito una copa —dijo Maurice. Tomó a la joven del brazo y entraron en el gabinete seguidos del doctor. Maurice escanció whisky. —¿Quiere usted, doctor? —dijo a Gety, mientras escanciaba los vasos. —No, gracias, no bebo a estas horas —contestó Gety. La joven se dirigió al médico. —¿Tiene usted muchos pacientes, doctor Gety? —Demasiados, señorita Meyers. Maurice se adelantó hacia la joven, tendiéndole un vaso. De pronto la puerta del gabinete se abrió de golpe. Jean dio un grito asustada, pero al instante se tranquilizó al reconocer a los dos hombres que había en el umbral. Uno era el comisario Biguet y el otro su amigo el rubio Milko Stepavic. El comisario esgrimía una pistola con la mano derecha. —¿Qué significa esto? —dijo el doctor Gety. El comisario sonrió. —Dígaselo usted, señorita Meyers. La joven respiró profundamente. —Han sido ustedes atrapados con las manos en la masa… Señor comisario, la enfermera está arriba, con el embajador. —No se preocupe, señorita Meyers. Dos de mis hombres ya deben estar con ella. Maurice, muy tranquilo, bebió de una sola vez el contenido de su vaso y luego miró a Jean. —De modo que yo acerté… Es una traidora, una condenada espía. —Vamos, señor Forquin, deje de hacer comedia. La policía ha entrado en la casa y de nada le valdrá la fábula que trató de colocarme. —¿Una fábula…? Oh, sí, ya comprendo, usted no hizo más que representar del principio al fin y debo admitir que lo hizo muy bien… Como ya le dije, en el coche llegué a pensar que no podía temer nada de usted. Ahora me arrepiento de no haberle partido el cuello. —Señor comisario, tome nota de lo que dice ese hombre. —No hace falta que le des ese tratamiento a tu cómplice — sonrió, irónico, Maurice—. No es un comisario, sino un maldito espía. La joven frunció el entrecejo. —Señor comisario, ¿cuándo va a hacer callar a ese hombre? —Muy pronto, señorita Meyers, aunque él tenga razón. —¿Cómo? —Es cierto. No soy ningún comisario. La joven quedóse con la boca abierta. —¿No es usted policía? —No, señorita Meyers. La joven miró al rubio. —Milko, este hombre te ha engañado… ¡Salta sobre él! ¡Desármalo, rápido! Pero Milko permaneció quieto, sonriendo. —Gracias por su trabajo, señorita Meyers. Lo hizo muy bien y así nos ha podido facilitar la caza. La joven se adelantó dos pasos con los puños apretados. —Milko, dígame que no es verdad lo que estoy pensando. —¿Y qué es lo que piensa, querida? —Que Maurice tiene razón, que usted y el falso comisario están de acuerdo… —Sí, querida. Ya no hace falta que continuemos representando una comedia. —Entonces…, él tenía razón… El no quería matar al embajador. —No, él no lo quería matar. —Es falsa la historia del testamento. —Falsa. —Ustedes asesinaron al criado… —Ya basta, señorita Meyers —habló el hombre que había pasado por policía. Jean retrocedió como si la hubiesen golpeado y se dejó caer en el borde de un sillón. —¡Dios mío!… ¿Qué he hecho?… —Algo que lamentará mientras viva —dijo el doctor Gety—. Por culpa de usted va a morir un hombre, alguien que dedicó toda su vida a su patria, a la paz… —Calle, doctor —dijo Maurice. —No puedo callarme. No me gustó la presencia de esta mujer aquí. —Está bien, doctor, la culpa es mía, pero no es momento para recriminaciones. El rabio Milko rió entre dientes. —Es usted muy generoso, señor Forquin. —Y usted un canalla. —Cuidado, señor Forquin, o le empezarán a pasar cosas antes de tiempo. Jean saltó del sillón. —Yo agregaré otro insulto por mi cuenta, Milko. Es un gusano. —Bravo. —Un reptil. —Magnífico. La puerta se abrió nuevamente y la enfermera Colette entró dando trompicones. Un hombre apareció tras ella sonriendo. —¿Sabe lo que iba a hacer la enfermera, Milko? —¿El qué? —Se iba a cargar al embajador. Nos vio aparecer y le quiso pegar un jeringazo. —Vaya, conque iba a cometer un asesinato… El doctor dejó oír nuevamente su voz. —No, caballeros, mi enfermera se limitaba a seguir mis instrucciones. El propio señor Loisy nos había recomendado que lo matásemos antes de que cayese en sus manos. —No se preocupe, doctor. El señor embajador debió ahorrarse tales molestias. Será para nosotros un honor matarlo por nuestra cuenta. No será ningún crimen, puesto que nos limitaremos a cumplir la última voluntad de Su Excelencia. —Cínico —dijo Jean. —Vamos, señorita Meyers, no está bien que diga eso a un hombre al que usted había empezado a amar. —¿Yo, amarle a usted? —¿Es que lo va a negar…? Le resulté interesante y empezó a sentir algo, por mí… Apuesto a que algo muy profundo. Jean sintió que sus mejillas se sonrojaban. Era cierto que le había gustado el rubio y eso aumentaba su ira. ¿Cómo había podido ser tan tonta? Se había dejado embaucar por aquel hombre, un aventurero, un espía, un hombre que era capaz hasta de asesinar a un pobre enfermo. Maurice tosió suavemente. —Oiga, Milko, ¿puede contestarme a una pregunta? —Desde luego, señor Forquin, siempre que no sea impertinente. —¿Van a matar a mi tío aquí o harán el trabajo fuera de la casa? —Fuera de la casa. —¿Puedo saber por qué? —Es muy sencillo. Teníamos pensado matarlo aquí, pero hemos recibido contraorden. —¿EN qué sentido? —Resulta que su tío el embajador es un hombre mucho más importante de lo que nosotros creíamos. —Mi tío ha sido importante para todas las personas que lo han tratado. —Lo es más ahora para nosotros. —¿Por qué, Milko? —Nosotros queríamos borrarlo del mapa por cierta clase de información que él había conseguido; pera ahora resulta que él nos podría informar de algo que nos gustaría mucho conocer. — Entiendo, algún secreto. —Sí, señor Forquin. Lo ha definido exactamente. Un secreto, ya que su tío es depositario de una información de primera categoría. —Están equivocados. Mi tío fue jubilado hace siete años. No tiene nada que ver con el aparato gubernamental. —Vamos, señor Forquin, no me decepcione. Es verdad que su tío fue jubilado de la carrera diplomática hace siete años, pero ciertos elementos consideraron que sería una pena desperdiciar la gran inteligencia de Su Excelencia el embajador. Los reglamentos establecen la edad en que una persona debe abandonar el servicio, sin tener en cuenta que existen individuos excepcionales que pueden rebasar el tiempo de jubilación y seguir siendo útiles al país. Su tío era una de esas «raras aves» y, puesto que no se podía ignorar el reglamento, se decidió aprovechar sus magníficas dotes en un trabajó especial, en el Servicio de Información. —Es usted muy chistoso, Milko. Ahora está diciendo que mi tío era un espía. —Correcto, señor Forquin. —Sólo dice tonterías. —No, señor Forquin. No es ninguna tontería. Puedo asegurarle que no lo es. —A ustedes los han engañado. —No va a conseguir nada con eso, señor Forquin. Nuestros informes son siempre exactos. No hay temor a ningún error. Por eso nos vamos a llevar a su tío, para que nos cuente lo que nosotros queremos saber. —Me temo que no puedo impedirlo. —No, señor Forquin. Ni usted ni nadie lo puede impedir. —¿Puedo hacerle otra pregunta? —Claro que sí, es un placer para mí satisfacer su curiosidad. —¿Qué va a hacer con nosotros? El rubio sonrió mirando de soslayo a su compañero, el hombre que había hecho el papel del comisario Biguet. —¿Qué te parece a ti, Alexander? —Yo le contestaré. Ha de perdonarnos, señor Forquin, pero no podemos dejarlos con vida. Jean gritó: —¿Qué está diciendo? ¿Es que nos va a matar? —Seguro, señorita Meyers. —¡Milko! —exclamó Jean—. ¿Has oído eso? No pueden matarme. Soy demasiado joven para morir. —Ponle música, nena —sonrió Milko. —¡Sinvergüenza! —La joven levantó la barbilla en un gesto de altivez—. Creí que te quedaba todavía en el cuerpo un poco de dignidad. —¿Qué es eso, nena? Se oyó un ruido y apareció un hombre diciendo: —Jefe, ya lo trasladamos. —¿Qué es lo que trasladan? —preguntó Jean. —A Su Excelencia el embajador. Nos lo llevamos en una furgoneta. No se preocupen, trajimos una camilla para que viaje con comodidad. Tenemos gran interés en que Su Excelencia llegue a su destino vivito y coleando. —¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Jean. —Llegó el reparto de plomo —dijo Alexander. —Bruto —exclamó Jean. Milko sacó la mano del bolsillo de: la chaqueta y también él exhibió una pistola. CAPÍTULO VIII
Alexander retrocedió hacia la puerta.
—Milko, Marcel —dijo—, vosotros os encargáis de hacer el trabajo. —Sí, jefe —asintió el llamado Marcel. —Será un placer —sonrió Milko. —Pero no empecéis a disparar hasta que la furgoneta se haya ido. Yo viajaré con el embajador. Esperaréis unos cinco minutos. ¿Está claro? Los dos verdugos dieron cabezadas de asentimiento. Alexander sonrió levantando la pistola. —Tuve mucho gusto en conocerles. Y en cuanto a usted, señorita Meyers, ya sabe que cuenta con mi más profundo agradecimiento. —Puerco. Alexander, alias comisario Biguet, hizo una reverencia y salió del gabinete. Maurice miró su vaso vacío y dijo: —¿Me permite llenarlo, Milko? —No hace falta que beba ahora. —¿Por qué no? Creo que éste es un momento muy adecuado. Siempre me gustó el whisky y dentro de un rato lo echaré de menos. —Está bien. Llene su vaso. Luego todos ustedes se sentarán. Quiero que estén quietos hasta que les llegue la hora. —Gracias, Milko —dijo Maurice y se acercó a la mesa donde estaba la bandeja con la botella. Jean comprendió por qué Maurice hacía aquello. Para atraer la atención de los hombres. Naturalmente, Maurice esperaba que alguno de ellos, el doctor, la enfermera o ella, Jean, hiciesen algo. Pero ¿por qué diablos no se le ocurría nada…? —Oh —dijo de pronto—, quiero fumar. ¿Me das un cigarrillo, Milko? —¿Creen que esto es un club…? El uno quiere beber, tú quieres fumar… —Me contaron que Mata-Hari, la espía de la Primera Guerra Mundial, pidió un cigarrillo antes de ser asesinada. Ya que me relacioné con una banda de espías, ¿por qué he de ser menos que Mata-Hari? Milko sacó una pitillera. —Quieta ahí, nena —dijo al ver que Jean se acercaba a él—. Ahí tienes tus cigarrillos. Arrojó la pitillera, pero Jean no anduvo lista para atraparla y cayó al suelo. Fuera se oyó el ruido de un motor. La furgoneta en que viajaba el embajador con Alexander se marchaba ya. Jean se mordió el labio con fuerza. Nada podrían hacer para evitar el secuestro de Su Excelencia. Oh, ¿cómo podía pensar eso ahora, cuando estaban a punto de matarlos? Vio por el rabillo del ojo que Maurice se volvía ya con el vaso lleno. ¡Y todavía no había pasado nada! Se agachó para alcanzar la pitillera y de pronto ocurrió algo. La enfermera saltó sobre el llamado Marcel. Todos cuantos se hallaban en la habitación parecieron moverse como en una escena de un filme mudo. Jean arrojó la pitillera sobre Milko. Maurice también utilizó su vaso como proyectil. Milko apretó el gatillo, pero su bala no encontró ningún cuerpo en el que morder. Sólo hizo un desconchado en la pared. Maurice y Jean cayeron sobre él al mismo tiempo. La enfermera seguía forcejeando con Marcel y ahora el doctor le echó una mano. Por un momento todos los personajes de la escena parecieron interpretar un extraño baile. Sonó otro estampido. El proyectil dejó tuerto al venerable anciano que había sido pintado al óleo cincuenta años antes. Y no protestó. Jean sujetaba la mano armada de Milko. Maurice golpeó en la mandíbula del rubio. Puso todas sus fuerzas en el puñetazo. Vio cómo Milko se desmadejaba y lo volvió a alcanzar con un izquierdazo en el hígado. Sonó un tercer disparo. Esta vez la bala cumplió su cometido. Se enterró en un vientre, en el de Marcel ya que el doctor había conseguido desviar la mano en el último instante. Marcel desorbitó los ojos, lanzó un aullido y cayó como un fardo en el suelo. Los vencedores se apartaron de sus víctimas, asombrados de que hubiesen conseguido escapar del mortal peligro. Milko se hallaba en el suelo, sin sentido. —Ahora soy yo quien necesita un trago —dijo Jean y corrió hacia donde estaba la botella. —Yo me apunto —dijo la enfermera y fue tras ella. Maurice, con una pistola en la mano, salió corriendo de la habitación, pero al cabo de un minuto regresó diciendo: —No hay nada que hacer. Lograron escapar. El doctor se dejó caer en un sillón. —Pobre Jacques. Lo matarán. Maurice señaló a Marcel. —¿Está muerto? —Sí. —Bueno, pero tenemos uno vivo, a Milko. Él nos dirá dónde llevaron al tío. —Sería mejor que llamásemos a la policía. —Tío Jacques dijo que no llamásemos a la policía aunque las cosas fuesen mal. Jean ofreció un vaso al doctor. —¿Me perdona, doctor Gety? El médico sonrió, no sin cierta amargura. —Creo que en los últimos minutos ha rectificado gran número de sus errores. —Me considero todavía la responsable de que se hayan llevado al embajador… Dios mío, me siento como una niña estúpida. Maurice tomó un jarro de flores y apartó éstas. Volcó el agua del jarro sobre la cara de Milko. El rubio volvió en sí, ahogándose. —¡Maldita sea! ¿Quién me arrojó al mar? —Todavía no lo arrojó nadie —repuso Maurice. Milko quedó sentado en el suelo sacudiendo la cabeza. —Caramba, son ustedes. —Sí, todavía estamos aquí. —Debieron aprovechar su oportunidad y escapar. —Cuente otro chiste cuando le haya roto el hueso de la nariz. Milko vio a su compañero Marcel. —Lo liquidaron, ¿eh? —Fue cuestión suya. Y también lo será de usted si decide irse al otro mundo. —Vamos, vamos, no bromee, señor Forquin. ¿Por qué ha de matarme? Su deber es entregarme a la policía. Ellos se encargarán de lo demás. —No, Milko. Aquí la policía no va a intervenir para nada. —¿No sabe que como ciudadano francés debe comunicar a la policía cualquier informe que tenga acerca de un crimen? —Oh, sí, yo sé que mataron al criado Pierre Huet, pero no lo puedo demostrar porque el criado ha sido incinerado como mi tío el embajador. —Fue ingenioso por su parte, señor Forquin, pero nosotros no aceptamos jamás las noticias de un hecho hasta comprobarlo personalmente. —¿Y cómo supieron que el cadáver que se incineró no era el del embajador? —La chica. —¿Se refiere a Jean? —Sí. Estábamos vigilando la empresa de pompas fúnebres y su aparición nos hizo pensar que allí había algo raro. Usted no lo sabe, señor Forquin, pero en la capilla de la empresa de pompas fúnebres Bujolais instalamos unos micrófonos. No queríamos perdernos lo que se dijese allí. Así pudimos escuchar la conversación que sostuvo la señorita Meyers con usted en presencia de sus queridos primos. Y otra cosa. —¿Qué cosa? —Compramos al gerente de la empresa de pompas fúnebres. —El no vio el cadáver. —Pero ya estaba sobre aviso y nos hizo una llamada después de hablar con la señorita Meyers, cuando ella y usted charlaban fuera. Los vimos a ustedes dos con los prismáticos. El gerente llamó a mi jefe y le explicó que Jean insistía que el cadáver era el de Pierre Huet. Entonces hicimos creer a Jean que alguien pretendía atropellarla y luego intervine yo. —Lo ha explicado todo a la perfección, Milko. —Quiero demostrarle que colaboro con mis enemigos cuando cambia el decorado. Ahora ustedes me perdonarán, pero he de marcharme. —¿Adónde va, Milko? —A Suiza. Allí me espera una pelirroja que se obstinó en invitarme a su casa de recreo. —¿Es usted idiota o cree que lo somos nosotros? —Oh, comprendo, se refiere al cadáver de Marcel. Muy bien, me lo llevaré para que ustedes no vuelvan a tener complicaciones. —Sabe que no me refiero al cadáver de Marcel, sino a mi tío el embajador. —¡Oh, su tío, es verdad, ya no lo recordaba! Pero ha de tener en cuenta que yo no puedo hacer nada. Se lo llevó Alexander. —Claro que puede hacer, muchacho. ¿Adónde lo llevó Alexander? Milko se puso en pie y de pronto saltó sobre Maurice. Pero éste no fue sorprendido. Bajó el brazo armado con rapidez y la pistola golpeó contra el mentón del rubio. Milko retrocedió tambaleándose y, aunque esta vez no llegó a caer, quedó un poco aturdido. Maurice chascó la lengua. —Debería ser un chico menos díscolo, Milko. El rubio sonrió con los dientes apretados. —No puedo ayudarle en nada. —Es lo que usted dice. —Le aseguro que ignoro el paradero de Alexander y, por tanto, el de su tío el embajador. —¿Qué va usted a decir? —¿Me creerá si le doy mi palabra de honor? —¿Honor? ¿Dignidad?… ¿Qué es para usted eso, Milko? —le recordó Maurice sus propias palabras. —Oiga, lo crea o no, Alexander jamás participaba de sus secretos a los colaboradores y para él tenía suma importancia lo del embajador. Crea que lo siento. —¿De veras? —Yo sólo soy un soldado de fortuna y, a cambio de unos cuantos billetes, le diría con mucho gusto dónde está Su Excelencia el embajador. Pero ya lo ve, no podemos hacer el negocio. —Qué pena, ¿verdad? Le vendría muy bien el dinero para pasar esas vacaciones con su amiga la pelirroja. —Bueno, eso no me preocupa. La pelirroja es muy comprensiva. Ella pone el dinero y yo lo demás. —Enhorabuena. —Gracias, señor Forquin. Y ahora, hasta la vista. Me he de dar mucha prisa si quiero tomar el avión para Berna. —¿Quiere dejar de hacer el estúpido, Milko? —¿Qué le pasa? —¿Dónde está mi tío? —¿Otra vez? Ya le he dicho que no lo sé. —Comprendo que los tipos como usted sufren de vez en cuando ataques de amnesia, pero yo sé la medicina que usted necesita para recuperarse. —No, no se atreverá a utilizar la pistola contra mí. Maurice sonrió haciendo una mueca. —Señoritas, ¿me quieren hacer un favor? Salgan fuera. Hay cierta clase de espectáculos que las damas no deben ver. —¿Vamos, Colette? —dijo Jean. Milko empezó a inquietarse. —Eh, no hace falta que se marchen, el señor Forquin sólo hablaba en broma… Aquí no se va a celebrar ningún espectáculo. Jean dio un suspiro y dijo a Forquin: —Maurice, no le estropees mucho la cara, ¡es tan guapo…! Luego salió del gabinete seguida de la enfermera. Milko movió nerviosamente las manos al ver que Maurice se acercaba lentamente. —Eh, Maurice, sea un buen chico… La crueldad no conduce a nada… Los procedimientos brutales han sido desterrados por la Comisión de los Derechos del Hombre… Lo votaron en la ONU. No se puede maltratar, castigar… Maurice movió el brazo y el cañón de la pistola dejó una señal rojiza en la cara del rubio. Milko golpeó la espalda contra la pared. —Maldita sea… —Eh, Milko, ¿es que va a olvidar ahora sus buenas maneras?… Recuérdelo. Sé que es un soldado de fortuna, pero usted aprendió la alta educación de las altas esferas… —Oiga, ahora recuerdo… —Estupendo. —Sí…, creo que, haciendo un esfuerzo de memoria como usted dijo antes, podría recordar el lugar al que quizá Alexander ha llevado a su tío. Pero usted debe ser comprensivo. Me quedaré sin trabajo… —Pobre espía venido a menos. —Usted lo tomará a broma, pero es en serio. Si le digo adónde llevaron a su tío, me desacreditaré en ciertos círculos. No sabe lo malo que es eso. —Hombre, no sea así… Siempre le quedará la pelirroja, Milko. —Sí, eso es cierto, pero necesito reponer mi vestuario. No sabe lo rápido que pasa la moda… Digamos que preciso urgentemente diez mil francos. Maurice hizo un gesto negativo. —No, Milko. —¿Lo dejamos en cinco mil? —Lo vamos a dejar en nada, Milko. —Oh, no, usted no puede ser tan ingrato… —Está agotando mi paciencia, Milko. Mi tío puede volver en sí dentro de una hora, o quizá menos. Entonces lo harán cantar, aunque él, desde luego, no dirá nada hasta que lo torturen. No puedo consentir que llegue a eso, ¿lo oye, Milko? Le voy a conceder cinco segundos para que me diga el lugar donde Alex lo llevó. Cinco nada más, y le juro que si no canta le arrancaré las palabras. —Pero, Maurice… —Ya empezó la cuenta y desperdició dos segundos. —Mil francos… Sólo mil francos. —Cuatro. —Quinientos francos. —Cinco. —Se lo diré, maldita sea… Lo ha llevado a Argenteuil. —¿Qué dirección? —Eso sí que no lo sé. Maurice puso el dedo en el gatillo y apuntó a las piernas de Milko. —¿Dónde? El rubio se pasó una mano por el cabello. —¡Seré desgraciado!… ¿Por qué me tuvo que atrapar a mí?… —Vamos, Milko. —Avenida Colombe. —Número. —Cuatrocientos setenta y dos. —¿Qué es aquello? —Una casa de campo. —¿Cuántas personas hay con Alexander? —No lo sé. —¿Cuántas hay? —Cinco o seis, no le puedo decir el número exacto porque no conozco a todos los hombres que trabajan para Alexander. —¿Cuál es el verdadero nombre de Alexander? —¿Cree que yo lo sé? Ha utilizado no menos de cuatro. Para él no importa un nombre más o menos. —Doctor, usted se queda con las muchachas. Yo iré a Argenteuil. —Y yo a Berna —dijo el rubio. —No, tú vienes conmigo. —¿Contigo? ¿Para qué? —Para comprobar que me has dicho la verdad. Has podido darme cualquier dirección, la primera que se te ha ocurrido. Quizá me acerque a Argenteuil y me encuentre con que en el número 472 de la calle Colombe hay instalada una salchichería. —Oh, no, no hay ninguna salchichería. Es la casa que eligió Alexander, adonde llevó a tu tío. —Muy bien, lo comprobaremos. El rubio dejó caer los brazos. —De modo que te he dicho el lugar adonde puedes ir y no me sirve para nada… —Vamos, deja ya de hacer payasadas y echa a andar delante de mí. Pero óyeme bien; intenta cualquier cosa y la pelirroja podrá poner el dinero, pero tú no podrás poner nada, porque estarás muerto. Milko sacudió la cabeza en sentido afirmativo y salió del gabinete seguido de Maurice. Jean y la enfermera estaban a la otra parte. —Maurice —dijo Jean—, quiero ir contigo. —No, Jean, ya enredaste bastante. —Pero no puedes luchar tú solo contra toda esta gente. —No te preocupes, Milko me echará una mano. Milko sonrió a la joven enseñándole los dientes parejos y bien alineados. —Sí, ahora resulta que trabajo en el otro bando. Maurice lo empujó hacia la puerta. Salieron de la casa y se acercaron al auto del doctor. —Tú conducirás, Milko. —Soy mal conductor. —No quiero que te pierdas. Vamos a Argenteuil. Milko aceptó de mala gana y, segundos más tarde, emprendieron el viaje. Los primeros diez kilómetros los hicieron en silencio. Al llegar a una bifurcación, Maurice leyó un cartel que decía: «A Argenteuil, 10 kilómetros». Milko detuvo el coche. —¿Lo dejamos en cien francos? —Ni un céntimo, Milko. Vamos, allí está el camino de Argenteuil. —No es Argenteuil. —Ya lo suponía. —Pero está muy cerca de Argenteuil, Sartrouville… Calle Bougival 177… Maldita sea… Y con esto no saco ni un solo franco… Es mi ruina… ¿Lo oyes, Maurice?… Mi ruina. CAPÍTULO IX
—Oh, Alex, ¿cuánto ganaremos en este negocio?
La pregunta había sido hecha por una esbelta morena, hermosa, de cara bella. Se cubría con una blusa roja y pantalones verdes muy ceñidos. Alexander, que había interpretado en su vida veintisiete papeles distintos, desde un monje tibetano hasta un campeón de los pesos welters, sonrió. —¿Por qué lo quieres saber, nena? —Dicen que el amor va unido al dinero. —Eres muy sincera, Wanda, y quizá por eso me gustas más que ninguna otra que se cruzó en mi camino. Es posible que saquemos medio millón. —¿De dólares? —No, mujer, de francos, que tampoco son mancos. Wanda rió cantarinamente. —Oh, querido, qué poesía más hermosa has hecho. Francos y mancos —rompió a reír otra vez—. Ya creo oír el ruidito de la plata. —Son billetes. —Entonces, su crujido. Wanda se sentó sobre las rodillas de Alexander y le pasó un brazo alrededor del cuello. Wanda había sido cantante en un club nocturno, pero ésa era una profesión muy sufrida. Oh, no, por nada del mundo ella pensaba dedicarse a los escenarios. Su voz era vulgar, pero, en cambio, poseía otras cosas, una cara seductora y un cuerpo…, bueno, que opinasen los hombres sobre él. Lo acertó cuando decidió alejarse de los clubs nocturnos, de los teatros, del musichall… Primero se metió en negocios de contrabando. Naturalmente, porque conoció a un contrabandista, un marsellés, de nombre Roger. Wanda aprendió mucho, por ejemplo, que el dinero se podía conseguir fácilmente. Y que había que tener mucho cuidado con la policía, como lo probó el hecho de que Roger fuese capturado y condenado a seis años. Echó de menos a Roger por poco tiempo, ya que el contrabandista le había presentado a muchos hombres, y la mayoría de ellos se ganaban la vida al margen de la ley, tal como Roger. En fin, luego empezó una larga historia. El mejor de sus amigos era Alex. Le había conocido unos meses antes y comprendió que, aunque Alex no tenía el tipo de Rock Hudson, era el hombre de su vida. Alex también se interesaba por ella, la había hecho su confidente y eso sirvió a Wanda para saber muchas cosas acerca de él. —Querido, ¿cuáles son tus planes? —Cuando hayamos hecho cantar al embajador, me llegaré a Hamburgo a dar mi informe. —¿Y luego? Alex acarició la mejilla de la joven. —Tú y yo nos tomaremos unas vacaciones, haremos un viaje de placer. —¿A dónde? —Por todo el mundo. —Oh, Alex, será maravilloso… —Sí, querida, quiero que lo sea para los dos. —Eres un encanto, Alex —dijo Wanda, y le besó en la boca. Golpearon suavemente en la puerta, y un hombre delgado se dejó ver. —Jefe, ya le he puesto la inyección y parece que vuelve en sí. Alexander apartó a Wanda de sus rodillas. —Nena, me espera el trabajo. —Quiero verlo. —Está bien, ven conmigo. Alex y la mujer fueron con el hombre delgado a la habitación en que Su Excelencia el embajador descansaba en una cama. Un hombre que estaba sentado en una silla se puso respetuosamente en pie. Alex observó que el embajador respiraba dificultosamente. —Eh, Hans —dijo—, espero que no le hayas matado. —Descuide, jefe, conozco bien la medicina que le inyecté. Sirve para hacer circular la sangre por el cerebro. La he probado otras veces. Los pacientes que están en la inconsciencia se recuperan en pocos minutos, aunque luego vuelven a caer en el sopor. —¿Cuánto tiempo hace que le inyectaste? —Quince minutos. Alex sacó un cigarrillo y le prendió fuego con la llama de un encendedor de gas. Su Excelencia el embajador empezó a mover la cabeza. —¿No se lo decía yo, jefe? —dijo el llamado Hans—. Ya vuelve en sí. —Quiero una silla —dijo Alex. El hombre, respetuoso, le alargó una silla y Alex se sentó a la cabecera del embajador. Transcurrió un minuto y Su Excelencia abrió débilmente los ojos, los volvió a cerrar, otra vez los abrió… —Señor Loisy —dijo Alex. Su Excelencia movió los labios, pero no logró articular sonido alguno. —Hans, creo que le vas a tener que poner otra inyección. —Sería peligroso. —¿Por qué? —Se podría producir un derrame. —No podemos perder mucho tiempo. Milko y Marcel no han venido todavía. Esos estúpidos se quedaron allí para quitar obstáculos de en medio. —Lo habrán hecho bien. —Pero ya han tenido tiempo suficiente para matar a un ejército. Por eso me interesa saber cuanto antes el secreto del embajador. Luego lo despachamos y nos largamos. Hans se inclinó sobre el embajador y le levantó el párpado mirándole el ojo. Luego le tomó el pulso en la muñeca. —Está grave. —No me digas que va a morir, Hans. —Creo rué aguantará un poco. Alexander empezó a impacientarse. Si muere antes de haber hablado, vas a pasar un mal rato Hans. —Me he limitado a seguir sus instrucciones. Usted quería que el embajador hablase. —Hasta ahora no ha dicho nada. En aquel momento, Jacques Loisy abrió otra vez los ojos. —¿En dónde estoy? —Ahí lo tiene, jefe. Ya es suyo. Alexander se inclinó sobre la cama del paciente. —Señor embajador, está usted entre amigos. —¿Eh?… ¿Cómo?… —Se ha librado usted de una buena, señor embajador. Había caído en manos de una pandilla de espías, de traidores a nuestra patria. Por fortuna, nosotros hemos podido salvarlo de las garras decesos asesinos antes de que cometiesen una atrocidad con usted. El embajador levantó la cabeza. —¿Dónde estoy? —repitió. —En lugar seguro, señor embajador —contestó Alex Jacques Loisy desparramó la mirada por la estancia. —¿Quiénes son ustedes? —Señor embajador —dijo Alex—, soy Michael Voicin, del Servicio de Información. El general Brunetiére me confió la misión de salvarlo a usted. Celebro haber cumplido. —¿Dónde está el general Brunetiére? —Tuvo que ir a Londres urgentemente para un asunto relacionado con la OTAN. Por eso me encargó que yo, personalmente, me ocupase de todo lo relativo a usted. —Oh, comprendo, el general Brunetiére ha sido muy amable al preocuparse por mi seguridad. —No diga eso, señor embajador. Su vida es preciosa para el país. Ha sido un honor para mí el que el general Brunetiére me confiase su rescate. —¿Me han… rescatado? —Seguro, señor embajador. Le secuestraron, ¿sabe? —¿Quiénes? —Ciertos tipos que estaban demasiado ansiosos por conocer los secretos que usted posee y que sólo puede decirnos a nosotros. —Pero, no comprendo… Yo no tengo ningún secreto. Alexander quedó un momento callado. Se le heló la sonrisa en los labios. —Excelencia, ahora no tiene que preocuparse, está entre amigos. Pero debo darle un encargo de parte del general Brunetiére. —¿Qué es lo que dijo el general? —Usted ha de comunicarme lo que sabe. —¿Para qué? —¿Cómo para qué? He de hacer una llamada al general. A Londres, ya sabe, le informaré que está sanó y salvo y que su información ya nos pertenece. —Estoy de acuerdo, señor Voicin. Alexander volvió a sonreír. —Puede empezar a hablar, Excelencia. Le escucho. No puedo. —¿Cómo? —No puedo hablar ahora. Me duele el pecho… Quiero dormir… Oh, cuánto sueño tengo. Alex miró a Hans y éste dijo: —Es el efecto de la inyección. Va a caer en un letargo. —No puede caer en un letargo ahora. El enfermo, que había cerrado los ojos, los abrió otra vez. —¿Qué dice, señor Voicin? —Oh, le decía a uno de mis subordinados, el capitán de La Poisson, que prepare pluma, tintero y papel para tomar nota de lo que usted diga. —¿Es que no tienen pluma estilográfica? —Era una forma de hablar, Excelencia. Desde luego, tenemos pluma, muchas plumas. ¿Ya está preparado, capitán de La Poisson? —Sí, señor —dijo Hans y empezó a buscar una pluma. El hombre correcto sacó una pluma del bolsillo superior de la chaqueta y se la alargó. —Aquí tienes, muchacho. —El capitán de La Poisson ya está listo, Excelencia —dijo Alex. —Quiero dormir. —Claro que sí, señor embajador. Usted va a dormir todo cuanto necesite, pero antes tiene que decirme lo que sabe. A propósito, se me olvidó decirle que el general Brunetiére le acompañará personalmente en su visita al presidente de la República. —¿Al presidente de la República? —Naturalmente. —¿Para qué? —¿Para qué va a ser? Para darle una condecoración por los valiosos servicios que ha prestado a su patria… Pero no nos entretengamos más. Empiece a hablar, señor Loisy. Jacques se incorporó un poco más y observó fijamente la cara de Alexander. —No le creo una sola palabra. —¿Qué le pasa, señor embajador? —Usted no es Michel Voicin. —¿Qué dice? —Yo conozco a Michel Voicin. Es más alto que usted y tiene otra caía. —Seguramente usted me vio bajo un disfraz. —No, amigo mío. Usted no me engañará. Si usted fuese verdaderamente un enviado del general Brunetiére me habría dicho la consigna. —¿Qué consigna? —¿Ve usted? No lo sabe. Alexander estaba perdiendo la paciencia. —Excelencia, tuve que sustituir a Voicin a última hora. —No continúe con las payasadas, caballero. Ya sé quién es usted, uno de los otros, uno de esos espías que quieren a toda costa saber lo que sé. Alexander exhaló el aire por entre los dientes. —Muy bien, señor embajador, las cartas están al descubierto. Déjeme morir en paz. Oh, no, señor embajador. Usted no puede morir. Al menos, hasta que hayamos cambiado impresiones. Su Excelencia dejó caer la cabeza en el almohadón. —Por favor, me encuentro muy mal… Márchese. —¿Cree que somos idiotas? Usted va a hablar. Hablará, Excelencia, maldita sea. —Eso no lo conseguirá nunca. —Tengo procedimientos para convencerlo, Excelencia. —Ya imaginé que echaría mano a ellos. —No quisiera hacer daño a un pobre viejo. —Oh, qué piadoso es usted. —Pero si no me deja opción no tendré más remedio que darle tormento. —Pueden empezar cuando gusten. —Excelencia, cuando alguien me ha desafiado, lo ha sentido mucho. —Aunque me mate, será lo mismo. Ya he vivido lo suficiente. —Oh, sí, me dijeron que ha cumplido setenta y siete años… Pero usted podría vivir diez años más, o quizá quince. —He vivido setenta y siete años en el honor, pero no viviría un segundo en la desvergüenza. —Hace frases muy bonitas, embajador, pero de eso no se vive. —Usted no sabe lo que dice. —Ya basta, señor embajador. ¿Va a hablar o no? —Conoce la respuesta. —Muy bien, usted lo ha querido. ¡René! René era el muchacho correcto. Sus ojos brillaban mucho. —¿Qué hago con él, jefe? —¿Necesitas preguntarme? —Le meteré unas varitas bajo las uñas y luego les prenderé fuego. —Wanda y yo estaremos un rato fuera. Para cuando entre quiero que el embajador tenga deseos de contar cómo se declaró a su primera novia. —Descuide, jefe. —Vamos, nena —dijo Alexander. —No sé si quedarme… Debe ser muy interesante lo que hace el bueno de René. —He dicho que fuera, Wanda. —Está bien, como quieras. No te enfades, monín. Salieron del cuarto y Alex atrapó a la joven por el brazo. —Deja de llamarme «monín» cuando estén delante mis muchachos. Eso puede rebajarles la moral. —Sí, Alex… ¿O tampoco debo llamarte Alex? —Alex está bien. Es un nombre que me gusta. Entraron otra vez en el gabinete y Alex ocupó el diván. —Dame un trago, nena. —Sí, querido. La joven escanció whisky en dos vasos y acudió al lado de Alex, sentándose de nuevo en sus rodillas. ¿Crees que el embajador hablará? —Claro que hablará. René es un gran tipo para convencer a las personas tercas. De pronto llegó una voz desde la ventana: —Buenas noches. La joven dio un gritito y se levantó, derramando el contenido de su vaso sobre los pantalones verdes que le sentaban tan bien. Alex volvió la cabeza hacia aquel lado y quedó muy sorprendido al ver junto a la ventana a Milko y a Maurice. —Hola, jefe —saludó el rubio. —¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido con él? Maurice levantó la mano armada con una pistola. —Fue debido a esto, Alex. —¿Qué fue de Marcel? —Muerto, jefe —dijo Milko. —Sois unos estúpidos. ¿Por qué confié en vosotros? —Deja las recriminaciones para cuando esté tras los barrotes — repuso Maurice—. Ahora va a dar una orden. —¿Qué orden? —Diga a sus muchachos que traigan aquí a Su Excelencia. —No pueden traerle. Está durmiendo. —Sé que ya despertó y ustedes lo van a someter a un tratamiento especial. Vamos, dese prisa. Por si no lo sabe, está jugando con su vida. Vacile un poco más y le juro que lo decapito. Alex inspiró profundamente. —Wanda, di a los muchachos que traigan aquí al embajador. —Sí, querido. Wanda salió de la habitación. Alex dirigió una furibunda mirada al rubio. —Milko, esto lo vas a pagar. —No seas quisquilloso, jefe, hice todo lo que pude. Cuando las cosas salen mal hay que conformarse. —No, no me conformo porque nada me puede salir a mí mal. ¿Lo oye, señor Forquin? —Deje de fanfarronear. Está atrapado. —En el jardín tengo cuatro hombres. —Dos nada más. A los otros dos les rompí la cabeza. Pero escuche esto, Alex: si alguno de ellos se acerca por aquí, usted va a recibir la primera píldora para curar la tos. Se oyó ruido fuera y Maurice se puso detrás de Milko. La puerta se abrió dando paso a Wanda y al embajador, a quien sujetaban por los brazos René y Hans. —Sobrino… —dijo el anciano al ver a Maurice. —¿Cómo estás, tío? —Ahora mucho mejor. —¿Te torturaron? —Iban a empezar, pero llegaste a tiempo. Estás muy débil, tío. —No te preocupes, tendré fuerzas para llegar hasta el fin. De pronto, Hans dio un empellón al anciano arrojándolo contra el suelo. Sacó una pistola con la zurda. Maurice apretó el gatillo. René también sacó un arma. Todo estaba sucediendo en una insignificante fracción de tiempo. Hans lanzó un grito al recibir un proyectil en el centro del pecho. René clavó la rodilla en tierra y disparó dos veces. Milko se había lanzado en el aire y había ido a parar detrás de un sillón para protegerse de las balas; pero nada podía hacer, porque Maurice le había despojado de su pistola. Maurice se dejó caer también al suelo sin dejar de disparar. Liquidó a René metiéndole una bala entre los dos ojos, pero cayó en mala posición y la pistola le resbaló de los dedos. Alex apareció por encima de un sillón, cerca de él, apuntándole con un arma. —Estese quieto, Forquin. Maurice había extendido el brazo para recuperar el arma, pero tuvo que inmovilizarse porque nada podía hacer contra el jefe de los espías. Alex rió como un sádico. —Señor Forquin, nada ha conseguido, aparte de quitarme de en medio a dos hombres a los que tenía que pagar por su trabajo. Es un ahorro que le debo a usted. Milko se levantó, sonriendo. —Magnífico, jefe, sabía que saldríamos de ésta. —Sí, Milko. Tú vas a salir —dijo Alex y apretó el gatillo dos veces. Milko recibió las dos balas en el estómago y se derrumbó lanzando maldiciones. Ya en el suelo, Alex le disparó otro tiro en el centro del pecho. Milko soltó un suspiro y se relajó quedando inmóvil. Maurice se había levantado entretanto, pero no pudo saltar sobre Alex, porque éste le apuntó con la pistola. —Quíteselo de la cabeza, Maurice. —Mi tío necesita ayuda. El embajador yacía otra vez sin sentido. —No se preocupe, señor Forquin, yo le daré la ayuda que necesita. —Usted es un asesino de la peor especie. En aquel momento sonó un estampido. Maurice vio cómo Alex hundía la barbilla en el pecho y de pronto se desplomaba. Asombrado, vio a la persona que había disparado sobre Alexander. Era Jean Meyers. —¡Jean! —exclamó. La joven dio unos pasos por la estancia mirando a Alex muerto, la boca abierta. —Oh, Maurice, yo lo maté. —Sí, nena; por fortuna le mataste. —¡Oooooh! —exclamó la joven, y se desmayó. EPÍLOGO
—¿Señorita Meyers? —preguntó el hombre que estaba al otro
extremo del cable. —Sí, soy yo. ¿Con quién hablo? —Con Barthelemy. —Ah, señor empresario. —¿Podría venir a mi apartamento? —¿Para qué? —Para ver sus bocetos, naturalmente. —Ya los vio usted. —Creo que no me dio oportunidad para que los examinase con detenimiento… Compréndalo, señorita Meyers, yo no puedo tomar decisiones a la ligera. —El zorro dijo que las uvas estaban verdes. —¿Cómo dice, señorita Meyers? —Oh, no me haga caso, hablaba con mi perro. —Señorita Meyers, tengo grandes proyectos para usted… He roto mi compromiso con el artista que debía hacer los bocetos del vestuario… Tiene las más grandes probabilidades de ser elegida… Almuerce conmigo y ya verá cómo todo se arregla entre nosotros. —Caviar, champaña… ¿y qué más, señor Barthelemy? —No sea chiquilla. —Lo siento, señor Barthelemy, pero ya acepté un compromiso anterior. —¿Un compromiso? No la entiendo. —Para el Alto Volta. —No conozco ese teatro. —No es un teatro. Está usted muy mal en Geografía… ¿Por qué no se da una vuelta por el mapa de Africa? En aquel momento, Jean oyó un carraspeo. Miró hacia la puerta y vio que Maurice había entrado en la habitación. Instantáneamente cambió de actitud y sonrió al micro que tenía en la mano. —Señor Barthelemy, quizá vaya. —Oh, señorita Meyers, no sabe lo feliz que me hace… —¿Dentro de una hora? —La estaré esperando, señorita Meyers. La joven colgó. —No oí que llamabas, Maurice. —Estabas distraída con tu conversación telefónica. —¿Cómo está tu tío? —Mejora rápidamente. —¿Se arregló todo? —Absolutamente. Le darán una condecoración a Su Excelencia, pero nuestros nombres no serán dados a la publicidad. Se trata de un servicio secreto. —Oh, sí, comprendo. Maurice se acercó a la joven. —¿Te vas ya? —Sí. Terminé mis vacaciones y regreso a Africa. —Te deseo un buen viaje. —Estaba pensando en que quizá te gustaría conocer el Alto Volta. —¿Tú crees? —Te dije que aquello es muy hermoso y ahora pienso que quizá te pueda servir de inspiración. Las negras utilizan un vestuario muy vistoso, con gran colorido. —¿Sabes que tu idea no es mala?… Pero, Maurice, estaría muy mal considerado que un ingeniero como él se presentase allí con una mujer joven, atractiva… Maurice se rascó la oreja. —También he tenido en cuenta eso y, bueno, pensé que lo podríamos arreglar. —¿De qué forma? —Casándonos. La joven se quedó sin habla. —Maurice, ¿hablas en serio? Él sonrió, sacando la cartera. —Aquí hay dos billetes para el avión que nos llevará al Alto Volta y, bueno, también me permití sacar unos cuantos documentos que nos van a hacer falta para la boda. —Maurice, eres maravilloso. Jean se echó en brazos de Maurice y él la apretó contra sí y la besó en la boca. —Eh, nena— dijo Maurice, interrumpiendo el beso. —¿Qué pasa? —Ese hombre con el que hablaste por teléfono… Quedaste con él para almorzar. —No te preocupes. Encontrará pronto una sustituta — dijo Jean, y unió otra vez su boca a la de él. Ahora fue ella quien se interrumpió: —Oh, Maurice, ahora me doy cuenta… —¿De qué? —De que empezaste a gustarme cuando te vi por primera vez en la Casa de las Cuatro Chimeneas cuando iba a empezar mi aventura… Maurice la siguió besando.