Capítulo 3: La Configuración de Un Universo Cristiano

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La configuración de un universo cristiano

Corren tiempos sumamente agitados en las tierras de los judíos. La ocupación romana no ha logrado traer la paz,
a pesar de la colaboración que los romanos han encontrado en algunos sectores de la población, y se reavivan con
fuerza las expectativas mesiánicas que han acompañado al pueblo de Israel desde su fundación. Se presentan al
pueblo diversos predicadores anunciando la pronta venida del mesías; algunos de ellos vinculan su predicación con
la rebelión contra el dominio romano e invitan al pueblo a que se levante en armas contra los opresores y sus colabo-
radores. El poder romano es, sin embargo, muy fuerte y, si bien no logra la asimilación del pueblo judío, consigue ir
aniquilando uno a uno a los que invitan a la sedición. Jesús, un galileo cuyo origen se sitúa en Nazaret, es uno más
de los que tras unos años de predicación, con numerosos seguidores que ven en él un anuncio de la proximidad del
reino mesiánico, termina crucificado y muerto por el poder romano con la connivencia de aquellos judíos que ven un
peligro en estas llamadas proféticas al Reino. Una vez más, las esperanzas depositadas en la proximidad del Reino se
han visto defraudadas y sus seguidores abandonan Jerusalén o se esconden temiendo la represión. Dos de ellos
caminan cabizbajos hacia Emaús y a mitad del camino se les junta un hombre que, tras comentar con ellos los
últimos acontecimientos, les ofrece una interpretación completamente distinta de lo ocurrido con Jesús. Jesús ha
resucitado y el Reino de los Cielos anunciado por los profetas y las escrituras ya ha comenzado, aunque no
corresponda exactamente a la imagen que ellos se habían formado de él.
La experiencia que los discípulos de Jesús tienen desde la crucifixión hasta pentecostés es tan profunda que
modifica radicalmente la imagen del Jesús con el que habían compartido unos años por los caminos de Palestina.
Toda la información que poseemos sobre el Jesús histórico es elaborada bastante después de su muerte; las primeras
noticias aparecen en una carta del apóstol Pablo del año 50, pero Pablo no conoció a Jesús personalmente y muestra,
además, poco interés por detalles concretos de su vida. El evangelio de Marcos, el más antiguo, fue escrito entre el
año 65 y el 75 y, si bien se esfuerza por anclar la figura del Cristo de la fe en la realidad histórica de Jesús, es ya una
interpretación realizada desde la fe. Está claro que Jesús es un personaje histórico, lo que le separa radicalmente de
otras figuras soteriológicas de la época, que predicó en Palestina en el contexto de las expectativas mesiánicas de los
judíos, y que terminó crucificado, siendo precisamente el hecho de la muerte y resurrección lo que determina
decisivamente la novedad del mesianismo propuesto por Jesús. Tanto las cartas de Pablo como los evangelios y el
resto de los escritos del Nuevo Testamento intentan, por un lado, fijar por escrito el mensaje de Jesús, pero al mismo
tiempo suponen una interpretación de un personaje que había roto las previsiones del pueblo judío. La ruptura era
grande y eso en parte puede explicar las numerosas divergencias que aparecen en los textos que terminaron siendo
aceptados como textos canónicos por la Iglesia.
En el Nuevo Testamento se pueden encontrar dos grandes versiones del mensaje de Jesús que no son totalmente
compatibles. Por una parte está la que podemos asociar más directamente al círculo de sus discípulos inmediatos,
asentado en Jerusalén. Ve en Jesús el Mesías prometido por las escrituras y contempla el reino como una
restauración de la soberanía de Yahve, unida a una destrucción de un orden social en el que los privilegiados
oprimen a los más débiles. Es un mensaje teñido de un fuerte nacionalismo político. La muerte de Jesús abre un
breve período de espera antes de la instauración definitiva del Reino, situado en el futuro, pero en este mundo, en el
que los pobres serán saciados y a los ricos se los despedirá con las manos vacías. De ahí que se proponga una ética
radical de la interinidad, con absoluta despreocupación por lo más inmediato, abandono de la familia, puesta en
común de las riquezas, desinterés por el trabajo... Los nuevos cristianos no se consideran fuera del pueblo judío y
dirigen a éste su mensaje sin prestar excesiva atención a los gentiles. En su formulación más radical, esta versión del
cristianismo acabó posiblemente cuando Jerusalén fue destruida por los romanos en el año 70.
La otra versión es elaborada por los judíos que viven alejados de Jerusalén, en ciudades profundamente
helenizadas o romanizadas. Se centra principalmente en el hecho de la muerte y resurrección para hacer una
relectura completa del mesianismo veterotestamentario. Rompen con el marco nacionalista judío y consideran que el
mensaje de salvación de Jesús va dirigido a todos los seres humanos, judíos o gentiles. El Reino de los Cielos no
está ya en el futuro, sino en el presente: la conversión a Cristo, obra de la fe y de la gracia, nos permite vivir aquí y
ahora de acuerdo con las expectativas del reino. Esto supone, por una parte, una clara espiritualización del Reino de
los Cielos, mucho más en consonancia con lo que se anunciaba en otras propuestas soteriológicas corrientes en el
mundo helenista de aquella época. Por otra parte mantiene una venida definitiva de Cristo al final de los tiempos, lo
que significa que los cristianos viven en un tiempo en el que ya se ha cumplido la promesa, pero todavía no es
definitiva. La humanidad tiene una historia que comienza en la creación, alcanza un momento culminante en la
encarnación de Dios y se desenvuelve en un período de espera hasta la consumación de los tiempos en la
resurrección final, momento en el que la creación entera será reconciliada con Dios, su creador. Por último, llama a
Jesús Señor, con lo que muestra un claro avance en la comprensión de la figura de Jesús: es Dios, sin que ello
signifique que no sea hombre, como lo manifiesta el hecho central de la crucifixión.
Existieron tensiones entre ambas versiones, como se puede leer en los mismo Hechos de los apóstoles, o como
se deduce en diversos pasajes de las epístolas de San Pablo. Lo importante es que en los años en los que se fue
consolidando el mensaje o doctrina cristiana, jamás se renunció a ninguna de las dos versiones y ambas permanecen
en el Nuevo Testamento. El cristianismo mantuvo siempre la versión más escatológica que, con su radicalismo ético
y su denuncia de la situación injusta en este mundo, daba pie a movimientos claramente revolucionarios y a
experiencias de vida totalmente separadas de la vida corriente de los seres humanos. Pero mantuvo igualmente la
versión espiritualista que, al interiorizar el mensaje de salvación, permitía una actitud social y política más
conservadora que hacía posible, por ejemplo, mantener la igualdad de todos los seres humanos sin cuestionar la
existencia de la esclavitud como institución social. Esta ambivalencia tiene posiblemente su raíz en algo que es
central al mensaje cristiano: la afirmación de la encarnación de Dios, la confesión de que Jesús es verdadero Dios,
no creado y existente desde siempre, y verdadero hombre, que nació de mujer, padeció y fue crucificado, muerto y
sepultado en unas fechas y lugares precisos.
El hecho es que algo que comenzó como una secta judía más, rompió pronto con el judaísmo oficial y comenzó
una andadura propia que poco a poco fue extendiéndose a lo largo y ancho del Imperio romano en los momentos de
su máximo esplendor. Las profundas preocupaciones religiosas que embargaban a los seres humanos de aquella
época suponían un caldo de cultivo favorable para la recepción de un mensaje de salvación universalista como el
cristiano. La filosofía estoica y posteriormente la neoplatónica, ambas dominantes en los tres siglos en los que se fue
definiendo el mensaje cristiano, participaban también de esas preocupaciones por el sentido de la vida de los seres
humanos y tenían algunos puntos en común con el cristianismo, lo que igualmente favoreció no sólo la difusión, sino
también la elaboración de una doctrina que, una vez superada la etapa de pequeña secta e iniciada la formación de
una gran comunidad creyente, era imprescindible. En todo caso, las relaciones del cristianismo con el mundo
«pagano» no fueron en absoluto sencillas; las coincidencias no podían en ningún caso ocultar las profundísimas
divergencias, tan profundas que permitieron configurar una visión del mundo completamente distinta. Las
incorporaciones de la filosofía griega y romana al cristianismo iban acompañadas de agrias polémicas de una y otra
parte; igualmente, las constantes apologías de los cristianos haciendo ver que no estaban en absoluto en contra del
Imperio romano, sino todo lo contrario, no los llevaron nunca a rendir culto al emperador ni los libraron de sucesivas
persecuciones. Como expresaba con claridad un apologista cristiano del siglo II en la Carta a Diogneto, los
cristianos «habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo
soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. (...) Pasan su tiempo
en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las
leyes».
En las elaboraciones teóricas de los primeros pensadores cristianos, los llamados posteriormente padres de la
Iglesia, se pueden apreciar esas relaciones contradictorias con la herencia del paganismo que permiten ir tejiendo la
específica identidad cristiana. Si bien Pablo contrapone la locura de la cruz a la sabiduría de los hombres, haciendo
ver así la diferencia entre el cristianismo y las propuestas de la cultura clásica, la actitud que termina dominando es
más bien la de utilización de la filosofía antigua para elaborar el mensaje cristiano. La posición de Tertuliano, quien
veía en la razón un peligro para la fe, es rechazada y predominan más claramente las posturas de Justino o
Atenágoras que no ven en la filosofía ningún peligro para la fe cristiana. Para ambos, los filósofos antiguos pueden
ser provechosamente utilizados, incluso como introducción a la fe cristiana. En la misma línea se manifestaron dos
siglos después los pensadores capadocios Basilio, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, quienes se esforzaron
por recuperar gran parte de la cultura clásica justo en un momento en que estaba esclerotizada y corría el peligro de
perderse. Y veían en ella una adecuada propedéutica para alcanzar una auténtica vida espiritual cristiana.
Esa actitud positiva iba acompañada, no obstante, de una dura crítica hacia las insuficiencias de la filosofía profana.
Con ésta sólo se podía, a lo sumo, alcanzar verdades parciales, pero nunca la verdad completa que se poseía con la
revelación cristiana. El hecho de considerarse poseedores de la verdad fue una de las características que más rechazo
provocó entre los filósofos «paganos». Eso había estado claro desde Justino, ya en el siglo i, pasando por los grandes
pensadores de la Escuela de Alejandría en los siglos II y III, hasta los capadocios del siglo IV. La filosofía y la
razón, y toda la cultura clásica basada en ella, son, sin duda, valiosas, pero siempre deben estar sometidas a la fe.
Gregorio de Nisa afirma claramente que utiliza la escritura santa como regla y ley de cualquier doctrina. Por eso,
entre otros motivos, se luchó enérgicamente contra el movimiento gnóstico que pretendía reducir la propuesta
salvífica del cristianismo a un conocimiento místico, en el que el papel decisivo lo desempeñaba la razón y no la fe.
Y por eso también se libró la dura polémica con la filosofía neoplatónica, especialmente la de Plotino, que pretendía
atribuir a la filosofía un papel salvífico que los pensadores cristianos no estaban dispuestos a conceder. En un
bajorrelieve del siglo IV, el escultor representa a Cristo entre los doctores y, para indicar que Jesucristo tiene su
trono sobre el cielo, lo sitúa sobre un dosel sostenido por el antiguo dios del cielo. La superioridad de la nueva
doctrina sobre la cultura antigua no admite ninguna duda.
Más clara va a ser la ruptura con la tradición clásica en otros aspectos de la doctrina cristiana. Siguiendo las
enseñanzas del Antiguo Testamento, los cristianos van a defender un monoteísmo sin concesiones de ningún tipo. El
desarrollo de la doctrina de la Trinidad para poder admitir la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo va a exigir un
enorme esfuerzo intelectual que haga posible preservar el monoteísmo sin renunciar a las tres personas. Son los
padres griegos, más familiarizados con los filósofos clásicos, los que se esfuerzan para llegar a una formulación que
resulte satisfactoria, esfuerzo que exigirá casi trescientos años y que no acabará de estar solucionado, dando lugar a
numerosas divergencias con indiscutibles consecuencias políticas, como en el caso del arrianismo o del
monofisismo, siendo este último el caldo de cultivo que terminó provocando la separación del cristianismo de una de
sus áreas más fecundas, la de Alejandría. El Dios cristiano era un Dios único, aunque con tres personas, y no admitía
ningún otro dios junto a él. Era además un Dios absolutamente trascendente, totalmente distinto a todas las demás
criaturas. Una de las diferencias claras entre las primeras iglesias cristianas y los anteriores templos griegos es
precisamente la ausencia de esculturas representando a Dios, para evitar de ese modo cualquier confusión con los
dioses paganos y garantizar esa trascendencia de Dios. También tiene aquí su origen otra corriente siempre presente
en el cristianismo, la que considera que de Dios no es posible hablar. Gregorio Nacianceno explora la teología
negativa como mejor camino para acercarse a Dios. Para expresar a Dios no existen palabras ni inteligencia, afirma
el Pseudo-Dionisio en el siglo V, y sólo se revela a aquéllos que trascienden todo y penetran en la oscuridad en la
que reside Aquél que está más allá de todo.
Para ratificar esa trascendencia divina, los primeros padres elaboran otro rasgo decisivo del cristianismo, el
concepto de creación, presente ya en el Antiguo Testamento. Justino habla de la diferencia entre Dios, incorruptible,
y las criaturas, corruptibles. Y Orígenes, el pensador más fecundo de los primeros siglos, insiste también en esa
creación de la nada, aunque su obra es un fiel reflejo de las dificultades que encuentran para expresar con el
vocabulario recibido de la filosofía griega unos planteamientos radicalmente distintos. La afirmación de la
trascendencia y absoluta diferencia entre Dios y las criaturas no les impide a los cristianos mantener el carácter
providente de Dios. Siguiendo los pasos dados por el judaísmo, el Dios cristiano es el Dios de la alianza, el que se
ocupa de los seres humanos y procura conducirlos a su plenitud. La característica que más diferencia al Dios
cristiano de ninguna otra concepción previa es la que afirma que Dios es amor. Eso contribuye a afianzar una
concepción sumamente optimista y positiva de la creación, lo que lleva a rechazar el pesimismo de los gnósticos o el
dualismo de los maniqueos. Este mundo es bueno y Dios lo preserva garantizando que el mal no tiene poder sobre
los seres humanos.
Ese optimismo se reafirma con la nueva concepción del ser humano que elaboran. El ser humano es el centro de
la creación, que ha sido puesta a su servicio por Dios. La dignidad del ser humano le viene del hecho de haber sido
creado a imagen de Dios y de estar llamado a la plenitud personal en el reino de los cielos. El mismo Dios se hizo
hombre de carne y hueso, con lo que cualquier duda sobre el valor del ser humano está fuera de lugar. Esa dignidad
se basa también en la afirmación decisiva del libre albedrío, concediendo a la voluntad humana un protagonismo
desconocido hasta entonces. La libertad significa capacidad de decidir personalmente, con la consiguiente
aceptación del pecado y del perdón, y liberación de todas las trabas que impedían un pleno desarrollo del ser
humano. La influencia del neoplatonismo hace que los primeros padres recurran a concepciones dualistas, con una
tendencia a tener una visión negativa del cuerpo, como ocurre en la obra de Basilio. No obstante, el hecho de la
encarnación de Dios mitiga ese dualismo y les hace afirmar una vez tras otra que la resurrección no es algo que
afecta sólo al alma, sino que también incluye al cuerpo, el cual, animado por el espíritu, tiene una dimensión positiva
de la que había carecido en la filosofía del mundo clásico.
Un último aspecto merece ser destacado al tratar de perfilar en qué medida el cristianismo supuso una ruptura
decisiva con el mundo antiguo. El centro de la religión cristiana se sitúa en el amor. Dios es amor, Dios amó a los
seres humanos y el amor es el único precepto central en todo el cristianismo: amar a Dios y al prójimo. Y ese amor
debe hacerse extensivo a todos, no sólo a los amigos, como parece que era entendido por la primera comunidad
judeocristiana, sino también a los enemigos. Por primera vez en la historia, los más humildes reciben un papel de
protagonistas de la historia apelando a la igualdad de todos los seres humanos, todos ellos hermanos pues todos son
hijos de un mismo Padre. La caridad se convierte así en el eje de la vida cristiana y desde ella se articulan tanto las
propuestas que denuncian las injusticias sociales y buscan la instauración del Reino de Dios aquí en la tierra, el
milenio, como la dedicación permanente de la Iglesia a las obras de caridad, sin dejar de atender nunca a los más
desfavorecidos.
Todo esto resultaba enormemente extraño, incluso absurdo, para los contemporáneos de los primeros cristianos,
pero al mismo tiempo hacía que su mensaje resultara sumamente atractivo en unos tiempos difíciles como los que se
dieron en el llamado Bajo Imperio. Eran unas cuantas ideas básicas que exigirían una reelaboración completa del
pensamiento anterior y marcarían un camino completamente nuevo. La opinión dominante entre estos primeros
cristianos era que la cultura clásica no estaba en absoluto en contra; podía ser aprovechada perfectamente, si bien
adquiriendo un nuevo sentido. Del mismo modo en que en las primeras manifestaciones del arte cristiano se
recogieron los hallazgos de los artistas clásicos y se utilizaron los mismo motivos, como puede verse en los
sarcófagos, en las primeras elaboraciones de la doctrina cristiana se recogió toda la aportación de la filosofía
anterior, aunque en ambos casos los resultados tendrían un sentido completamente distinto al que tenían en el mundo
pagano. En la decoración de las tumbas cristianas aparecen el ave fénix, o el pescador, pero no significan lo mismo
que significan en las tumbas paganas. Y el dualismo platónico es recogido para hablar del ser humano, pero tampoco
en este caso el dualismo tiene el mismo sentido.
Por otra parte, estos principios básicos introducidos por el cristianismo eran tan sólo eso, principios básicos.
Desde ellos se podían elaborar diferentes propuestas, y los primeros siglos son una buena prueba de ello. No todos
los autores sacaron las mismas conclusiones; aunque la revelación fuera el criterio empleado para decidir lo que era
aprovechable en lo anterior, la lectura de las Sagradas Escrituras, como bien vio Orígenes, admitía diferentes
interpretaciones entre otras cosas porque tenían un triple sentido: literal, moral y espiritual. El hecho de poseer una
revelación definitivamente fijada en unos textos canónicos no anulaba la actividad intelectual, sino que más bien la
estimulaba; los numerosos conflictos doctrinales dan prueba de esa gran actividad intelectual. Algunas inter-
pretaciones terminaron siendo rechazadas por considerar que atentaban contra lo esencial del mensaje evangélico y
otras permanecieron, aunque no todas lograran una aceptación universal. Al mismo tiempo esa ambivalencia que,
como ya vimos, existía en los mismos textos canónicos, favoreció el que durante toda la historia del cristianismo
posterior siguieran existiendo conflictos en torno a la más correcta interpretación y adecuación del mensaje
evangélico.
A finales del siglo II, el Imperio empezó a mostrar síntomas claros de una profunda crisis. El excesivo tamaño
del Imperio y la presión de los pueblos fronterizos ponían en peligro su subsistencia, amenazando la unidad en un
proceso de fragmentación y haciendo difícil igualmente la obtención de esclavos sobre los que se basaba su sistema
económico. Ya a finales del siglo III, las reformas de Diocleciano y más tarde las de Constantino intentan realizar
una profunda reorganización del Imperio y el éxito parcial de su empresa indica que la sociedad romana todavía con-
taba con energías suficientes para acometer empresas importantes. Por una parte, se esfuerzan en garantizar la
unidad del Imperio, admitiendo una división de la administración que no implique una fragmentación. Al mismo
tiempo reorganizan el ejército para que realice mejor sus funciones de defensa de las fronteras y captura de esclavos
para las explotaciones agrícolas. Ambos conceden una importancia decisiva a la religión como aglutinadora y
garante de una cohesión entre los diferentes pueblos del Imperio. Se mantiene la fusión entre Estado y religión que
había caracterizado al mundo pagano, reforzada por la concepción divina del emperador que se había heredado del
mundo oriental. Entre el ejército se difunde el culto de Mitra, que tiene una importancia considerable para mantener
más alta la moral de las tropas. Diocleciano se llama a sí mismo descendiente de Júpiter, con lo que a partir de
entonces el nombramiento de un nuevo emperador es interpretado como un amanecer, como el nacimiento de un
orden divino a partir del cual el elegido difundía por el Imperio la luz eterna.
En estos momentos, la Iglesia, que había realizado considerables progresos, fue vista por primera vez como un
auténtico peligro para la pervivencia del Imperio. El emperador Decio decretó en el año 251 la primera persecución
sistemática de los cristianos en todo el Imperio, quienes hasta entonces no habían sufrido más que persecuciones
parciales, aunque numerosas, y se habían beneficiado de la tolerancia religiosa que caracterizaba al Imperio romano.
Unos años después, su sucesor Valeriano volvió a realizar una persecución general, a la que siguió un largo período
de paz iniciada por el final de la persecución ordenado por Galieno en el año 260. Pero Diocleciano, decidido a
devolver al Imperio su grandeza anterior, consideró que el cristianismo era un auténtico peligro y comenzó en el año
305 la persecución más sistemática de todas, continuada por su sucesor en Oriente, Galerio, hasta el 311. No
obtuvieron el éxito esperado y, al final, su sucesor Constantino optó por dictar un edicto de tolerancia que terminaría
dando paso a un mayor protagonismo de la religión cristiana hasta convertirse en la religión oficial del Imperio años
más tarde con el emperador Teodosio. La nueva situación planteaba unos graves problemas al cristianismo, pero le
abría también la posibilidad de convertirse en el principio de configuración de un nuevo orden social, precisamente
en unos momentos en los que el viejo orden romano sufría lentas transformaciones que se acelerarían con las
sucesivas olas de inmigración procedentes del norte y del este.
Agustín de Hipona va a ser el personaje que cierre de alguna manera toda la reflexión filosófica y teológica de
los primeros padres y que elabore unas propuestas pensadas ya para ese nuevo mundo que está empezando a
fraguarse. Es, por tanto, un hombre de la antigüedad, cuya cultura conoce profundamente, pero sobre todo es uno de
los primeros hombres del nuevo orden medieval que está empezando a gestarse, orden sobre el que ejercerá una
enorme influencia. Nacido en el año 354, muere antes de la caída definitiva del Imperio romano, en el año 430, pero
tiene tiempo para conocer el saqueo de Roma por Alarico. Su filosofía es indisociable de su propia biografía; pocos
filósofos han reflejado tan directamente su propio itinerario personal en sus escritos filosóficos y en pocos la vida ha
sido una búsqueda tan apasionada y conflictiva de la verdad. Tras unos primeros años juveniles disolutos, sus
inquietudes espirituales le conducen a la secta de los maniqueos, en la que permanece casi diez años dedicado a la
enseñanza y a escribir algún tratado. Los sermones del obispo Ambrosio lo impulsan a abandonar el maniqueísmo y
la lectura de Plotino le introduce en el neoplatonismo, filosofía que le descubre todo el ámbito de la realidad
espiritual y que deja una profunda huella en su persona. Hasta el año 386, manteniéndose sus inquietudes y no
llegando a satisfacerlo el neoplatonismo, no se convierte al cristianismo; desde ese momento encuentra la
tranquilidad que buscaba y, partiendo de su formación neoplatónica, tomará las Escrituras como guía intelectual. Las
Confesiones constituyen una ejemplar autobiografía intelectual en la que se refleja claramente el impulso dado por el
cristianismo al surgimiento de la conciencia individual.
Para Agustín, al igual que para sus contemporáneos preocupados por la difícil situación del Imperio, la filosofía
es ante todo la búsqueda de la felicidad; hay una adecuación entre el verdadero filósofo y el hombre realmente feliz,
recogiendo la larga tradición del ideal del sabio. Eso lo lleva a afirmar que existe también una perfecta adecuación
entre el filósofo y el cristiano, pues sólo el cristianismo, que nos conduce al sumo bien, nos proporciona la felicidad
que la sabiduría clásica sólo puede vislumbrar. Por otra parte, esta búsqueda de la sabiduría-felicidad es una tarea
que corresponde a todas las personas y no se agota en una reflexión teórica. No hay conocimiento sin amor; es más,
el amor es la auténtica vía del conocimiento que nos permite alcanzar la meta ansiada. Al mismo tiempo, el proceso
que nos conduce a la felicidad es un proceso que se realiza en la profundización de uno mismo, en la vida interior:
en el fondo de nuestra alma nos encontramos con Dios. Es en lo más profundo de nuestra conciencia donde está
presente Dios, haciendo posible tanto la comprensión de la verdad como el amor al bien. Por último, en ese esfuerzo
del alma por apartarse del mundo sensible y acercarse a la unión con Dios, la fe y la inteligencia no van separadas
sino unidas; se cree para entender y se entiende para creer, sin que parezca necesario establecer con nitidez los
límites entre ambos campos dado el planteamiento global que preside su vida y su reflexión.
Esta filosofía plenamente orientada a la consecución de la felicidad y la paz definitivas es, sin embargo, una
filosofía del reconocimiento de las limitaciones. Un punto central en su comprensión de la realidad es precisamente
la constatación de las dificultades que el ser humano, tanto a nivel intelectual como a nivel práctico, encuentra para
conseguir llegar a su meta. Su propia biografía es prueba de ello; su corazón se encontró siempre inquieto en busca
de la verdad y del bien, pero el itinerario fue largo y difícil, lleno de pasos equivocados y soluciones infructuosas. A
pesar de que en lo más profundo de nosotros habita Dios, San Agustín es un testigo que ha vivido dramáticamente la
imposibilidad del ser humano, con sus solas fuerzas, de conocer la verdad y practicar el bien. Desde el punto de vista
del conocimiento, San Agustín insistirá en que el esfuerzo de la razón para remontarse desde lo sensible, mudable y
frágil, hasta la verdad inmutable y segura sólo es posible gracias a la iluminación. Dios es el sol inteligible, el
Maestro interior, la vida de nuestra vida, que con su luz hace posible el conocimiento de la verdad. Dios está, por
tanto, presente en cada verdad a la que accedemos, sin perder con ello nada de su trascendencia absoluta. Es más,
Dios es la realidad plena, el ser mismo, el ser verdadero e inmutable y el bien sumo. Toda la metafísica de la ilumi-
nación y la comprensión de Dios como el ser mismo dejarán una huella profunda que perdurará hasta el
Renacimiento.
En la vida práctica la situación es similar. San Agustín parte de una concepción optimista del universo
compartida por todos los primeros pensadores cristianos. Creado libremente por Dios, creado totalmente desde el
primer momento, conteniendo en forma de gérmenes todo el desarrollo posterior, el mundo es un despliegue
perpetuo que tiene en las ideas ejemplares, increadas y consustanciales con Dios, los modelos eternos. Las ideas
platónicas han sido convertidas por San Agustín en ideas que existen en la mente de Dios y que, de alguna manera,
se convierten en el modelo conforme al cual se desarrolla el plan divino en el universo creado. En sus polémicas con
los maniqueos, reafirmará ese optimismo: el mal no existe, es más bien carencia de ser, puesto que todo ser, por el
hecho de ser, es bueno. La materia no es en absoluto mala, como pretendían afirmar los gnósticos y los
neoplatónicos; el cuerpo no puede ser concebido en ningún caso como una condena o una cárcel de la que hay que
librarse. En todo caso, la negativa atracción de la concupiscencia, de la que él mismo sabía bastante, es la expresión
de las consecuencias del pecado original.
San Agustín había permanecido muchos años con maniqueos y neo-platónicos para pensar que iba a resultar fácil
desprenderse de todo el pesimismo antropológico que había en ellos. Negada la existencia del mal como entidad
propia, el mal se reintroduce de alguna manera a través del pecado original. El libre albedrío es, sin duda, condición
para alcanzar la plena felicidad, aunque ese libre albedrío, a consecuencia del pecado original, sea el causante de la
condición dramática de la existencia humana. Nos lleva a alejarnos de Dios, a aceptar los bienes perecederos,
acarreando con ello nuestra infelicidad. Mientras que los pelagianos creían que el esfuerzo humano podía llevar a la
felicidad, San Agustín mantiene que nosotros solos somos incapaces de llegar a la realización del bien. Es necesaria
la gracia que nos permite realizar el bien y que consigue que esa libertad de elección llegue a ser libertad auténtica,
libertad para hacer el bien, libertad que sólo existe cuando se sigue a Cristo. Es cierto que la gracia de Dios siempre
nos acompaña y que no parece necesario establecer una clara distinción entre la naturaleza y la gracia, lo que abre
una posibilidad de mantener el optimismo, aunque también introduce el grave problema de la posible predestinación
de los seres humanos cuya libertad quedaría, en definitiva, subordinada a la gracia de Dios. Pero también es cierto
que el agustinismo tenderá siempre a mantener una visión algo sombría del ser humano, insistirá excesivamente en
las insuficiencias de un orden natural desprovisto de la gracia, y ese pesimismo tendrá profundas y variadas con-
secuencias.
Ya el propio San Agustín no dudó en solicitar la intervención del emperador para reprimir y castigar a los
herejes donatistas que se mostraban reacios a admitir a los cristianos que habían sido débiles durante la persecución
de Diocleciano. Esta petición de Agustín es significativa en varios sentidos. En primer lugar, porque consagra una
idea decisiva para el cristianismo posterior: la Iglesia y los sacramentos son válidos en sí mismos
independientemente de la calidad moral y humana de los ministros que la gobiernan y los imparten. En segundo
lugar, abre paso a una estrecha colaboración entre la Iglesia y el Estado que tendrá importantes consecuencias. Por
último, viene a reafirmar ese pesimismo latente en su pensamiento; la verdad y el bien no se bastan a sí mismos para
difundirse y van a necesitar el apoyo de la fuerza y el poder. Será posiblemente este pesimismo lo que más
negativamente influya, deformando con frecuencia un mensaje que originariamente se presentaba a sí mismo como
una propuesta optimista de liberación de todos los miedos que angustian a los seres humanos.
Aunque todo el drama anterior se centra en el ser humano concreto, tiene su adecuada correspondencia a nivel
social e histórico. Una de las aportaciones más originales de San Agustín se sitúa en la reflexión sobre el tiempo y
sobre la historia, siendo posiblemente el primero que elabora una filosofía de la historia, lo que supone un cambio
decisivo respecto a la historia realizada por los historiadores clásicos. Pero el cambio es más radical todavía en la
propia concepción del tiempo. El tiempo está ligado al interior de nuestra alma y aparece con una triple
presencialidad; hay un presente de las cosas pasadas en la memoria, un presente de las cosas futuras en la esperanza
y un presente propiamente dicho de las cosas presentes. La vida cristiana vive el presente, pero referida siempre al
recuerdo de la palabra hecha carne y a la esperanza de la plenitud futura. La celebración eucarística, ceremonia
central del cristianismo, es una articulación del pasado y el futuro en el presente. Por otra parte, en categorías filo-
sóficas, expresa esa concepción lineal de la historia que tiene un comienzo preciso y que, regida por la providencia
divina, se encamina hacia un final. La creación no comienza en el tiempo; el tiempo comienza cuando comienza la
creación y Dios existe eternamente lo que es tanto como decir que existe fuera de la temporalidad.
En la historia se va a reproducir el mismo drama existencial que se da en cada individuo concreto. El esfuerzo
realizado para alcanzar el bien, en este caso la sociedad perfecta o Ciudad de Dios, va a topar siempre con las
limitaciones radicales de los seres humanos, lo que hará imposible ir más allá de la Ciudad del Mundo. Para San
Agustín sólo se puede entender la historia si la vemos desde la providencia divina que rige su destino; esta
providencia garantiza, desde el momento de la creación, que la historia tiene un sentido y camina hacia una meta,
planteándose también aquí el problema de la predestinación. Por otra parte, preocupado por los problemas
propuestos por los maniqueos y por la presencia del mal en el mundo regido por la providencia, Agustín va a dejar
bien claro el sentido de fugacidad y peregrinaje que tienen las instituciones históricas y sociales. En cierto sentido,
para San Agustín la ciudad del mundo no tiene valor por sí misma, sino sólo en la medida en que en su interior, pero
al mismo tiempo de forma netamente diferenciada, se está realizando la Ciudad de Dios, es decir, la comunidad de
los que creen en Dios y siguen su mensaje.
Esto tiene una traducción inmediata en su concepción de la vida social y política. Su doctrina central es
considerar el Estado con la única misión .de ayudar a la salvación espiritual de los fieles. Es un mal necesario exigi-
do por la tendencia de los seres humanos a pecar y por la insuficiencia del poder espiritual para conseguir que las
personas hagan el bien. Su única función, por tanto, su función básica, es la de reprimir o contener el pecado, la de
crear instituciones que hagan posible el desarrollo y crecimiento aquí en la tierra de la Ciudad de Dios. Y esto es así
precisamente porque la misión de la sociedad es conseguir la paz de todos sus súbditos, pero la auténtica paz, como
la auténtica verdad, sólo se encuentran en Cristo. De esta forma, la autoridad temporal debe orientarse hacia la
caridad, de tal modo que, sin suprimir las jerarquías, cada uno contribuya a la salvación de los demás; hacia la
justicia, que consiste en evitar el mal y el pecado que se oponen a la gracia; y hacia la paz, que es Cristo y que
justificará la difusión del cristianismo y la persecución, en su momento, de los herejes.
El planteamiento ofrecido por San Agustín es muy general, por lo que no se puede hacer una identificación
inmediata de la Ciudad de Dios con la Iglesia y de la Ciudad del Mundo con los poderes políticos, en concreto el
Imperio. El mismo fundó una orden monástica a la que dotó de una regla, intentando conformar un modelo real de la
Ciudad de Dios. Por otra parte, durante siglos de agustinismo político han sido diversas las relaciones entre el poder
espiritual y el temporal. Lo que sí queda claro es una profunda simbiosis de lo temporal y lo espiritual, así como un
sentido universalista de la comunidad humana que va más allá de los límites impuestos por cualquier tipo de
configuración política. La Ciudad de Dios se presenta no sólo como una lectura de la historia, sino también como
una fundamentación teórica de una determinada manera de entender la organización social que encontraría su mejor
expresión en eso que vino a llamarse la cristiandad.
La cristianización de la sociedad del Bajo Imperio se acelera a partir del edicto de tolerancia de Constantino y no
hace sino progresar durante todo el siglo IV y V a pesar de las dificultades que experimenta el Imperio por el empuje
de los pueblos bárbaros. El cristianismo se extiende incluso más allá de las fronteras; se potencian las iglesias
locales y se consolida el clero con una organización cada vez más jerárquica. Cuatro grandes sedes se disputan la
primacía: Alejandría, Antioquía, Roma y Constantinopla, siendo estas dos últimas las que terminarán alcanzando el
protagonismo. La de Roma, porque se considerará la sede primada de toda la Iglesia, sucesora del apóstol Pedro; la
de Constantinopla, porque vinculada al Imperio bizantino, que se considera legítimo sucesor del Imperio romano,
pretenderá ejercer una primacía similar a la que ejerce el emperador. No obstante se mantiene siempre un fuerte
espíritu ecuménico que se traduce en constantes reuniones de obispos, unas de carácter más local y otras de carácter
más universal. Estos son los decisivos concilios que, con representación de todas las iglesias locales, logran ir defi-
niendo el dogma cristiano durante los siglos IV y V. En la práctica, sin embargo, el protagonismo corresponde a la
iglesia oriental, primero a Alejandría y Antioquía y más tarde a Constantinopla, y en esa zona se celebran los más
importantes concilios ecuménicos de los orígenes del cristianismo.
Los cristianos empiezan por construir unos templos nuevos que no tenían ningún precedente en la cultura
antigua, mostrando así de forma clara en qué medida la incorporación de los elementos de la antigüedad termina
produciendo unos resultados muy distintos. La basílica cristiana, que con el tiempo se convertirá en el centro que
define una ciudad, parte de la planta basilical de edificios públicos antiguos, utiliza sus mismos elementos
arquitectónicos, en especial el ábside y los arcos, pero la función es diferente: permitir la reunión del pueblo
cristiano y la celebración eucarística. Por otra parte, en la basílica queda clara ya la disposición jerárquica que va a
caracterizar a la iglesia cristiana durante los siglos siguientes. El espacio para el clero que oficia la celebración
queda claramente diferenciado del espacio de los fieles. La cristianización del espacio abarca igualmente la
consagración de los lugares en los que habían sufrido martirio los cristianos que se convierte en espacios de
devoción. Y débilmente comienza también a llevarse a la práctica la idea de peregrinación a lugares significativos,
en especial Jerusalén y Roma, aunque también a esos lugares en los que se conmemoraba a los grandes mártires.
Esa cristianización cultural no afecta sólo a la ordenación del espacio, sino también a la del tiempo. Los cristianos
van imponiendo un nuevo calendario, que se basa en la semana de siete días con la celebración del domingo como
día del Señor. Junto a la semana, está la fijación de las grandes fiestas, como la Navidad, cristianizando las
celebraciones paganas del renacimiento del sol, o las de la Pascua y Pentecostés, basadas en el antiguo calendario
judío. Y todo el año se convierte así en un año litúrgico en el que el santoral va determinando las fechas en las que
se celebran los aniversarios de santos significativos. Las celebraciones paganas, sus aniversarios y sus días de
grandes festejos ceden terreno ante una concepción totalmente diferente del tiempo y de la fiesta. Con las fiestas los
cristianos no sólo pretenden «bautizar» celebraciones anteriores, sino infundir a la percepción del tiempo un sentido
diferente: una fiesta es la irrupción de lo sagrado en lo profano, el momento en el que de forma especial se puede
revivir esa tensión entre las dos ciudades, entre el tiempo del «ya, pero todavía no» que marca la actitud cristiana
ante el mundo. No olvidemos que San Pablo ya había dejado muy claro que la salvación es algo que ya ha
acontecido con la llegada de Cristo, si bien todavía no es completa pues la creación entera espera ansiosa la venida
definitiva del Hijo de Dios. Es ese tiempo de espera entre el acontecimiento único de la resurrección de Cristo y la
parusía final el que sitúa a los cristianos en ese peculiar lapso de tiempo en el que lo fundamental ya ha ocurrido,
pero todavía tiene que acontecer de forma definitiva.
No todo fueron ventajas para la Iglesia en su reconocimiento como religión oficial del Imperio. Por descontado
que pudo salir al exterior, construir iglesias, extender el monacato, evangelizar más allá del Imperio, celebrar
concilios... Pero también es cierto que los emperadores tenían intereses políticos muy concretos en todo ello y desde
un principio buscaron sacar partido a su alianza con la Iglesia. Se multiplicaron las donaciones a la Iglesia, que
podía ser propietaria sin limitaciones; se concedieron privilegios a los clérigos, monjes y obispos, que
progresivamente pasaron a ir perteneciendo a la clase dirigente; los emperadores intervinieron cada vez más en
cuestiones doctrinales y en la convocatoria de los concilios. Y en todo ello se mezclaron luchas muy concretas por el
poder y la influencia, como se vio con claridad en el caso del arrianismo y el donatismo. Los emperadores
sufragaban los gastos de los obispos que acudían a un concilio, pero esto les permitía controlar quiénes acudían.
Atanasio sufrió en su propia carne esas políticas, siendo depuesto de su sede arzobispal y enviado al exilio en varias
ocasiones, si bien es cierto que él también participó activamente en numerosas intrigas que socavaron de alguna
manera el prestigio espiritual que debía acompañar a la función episcopal. Comenzaron entonces a fraguarse unas
complejas y conflictivas relaciones entre el poder espiritual y el poder temporal, con etapas y soluciones muy
diferentes.
En la gran oleada de invasiones del siglo V, el Imperio de Occidente no logra resistir el ataque y se fragmenta en
varios reinos controlados por diferentes pueblos bárbaros. Oriente, sin embargo, consigue aguantar el ataque, en
parte desviando a los invasores hacia Occidente, y se mantiene firme durante 1.000 años más. Esta división va a dar
lugar a dos formas muy diferentes de entender las cosas. La confusión en Occidente hace que se dé allí una total
quiebra de la cultura romana, aunque el número real de invasores nunca llegue a ser excesivo. Sólo se mantienen tres
reinos con algo de entidad: el reino visigodo que controla casi toda la península Ibérica, que entonces empieza a ser
considerada como una unidad política; el reino vándalo en África, y el reino de los ostrogodos en Italia. A pesar de
las enormes dificultades y del retroceso que se produce en todos los campos debido a los numerosos
enfrentamientos, en Occidente se mantiene siempre vivo el deseo de preservar el legado recibido de la antigüedad.
Ya en el siglo VI, dos figuras que viven en los extremos de las zonas romanizadas son fiel testimonio de este deseo
de continuidad. La figura emblemática del reino visigodo será San Isidoro de Sevilla quien realiza un enorme
esfuerzo compilador de todo el saber antiguo en una obra enciclopédica, las Etimologías, que se convertirán en libro
básico de referencia hasta el renacimiento cultural que se produce en Europa a partir del siglo XII. Beda el
Venerable en Inglaterra contribuyó al igual que Isidoro a la conservación de un latín riguroso y de la herencia
cultural clásica.
En el reino ostrogodo de Italia, la figura clave será Boecio, un hombre de clara formación romana, un patricio
que colabora con el rey Teodorico al mismo tiempo que se dedica a una intensa actividad filosófica. Traduce al latín
las obras lógicas de Aristóteles, únicas conocidas durante varios siglos en Europa. Es él el que introduce además un
tema que se convertirá en centro de una fecunda polémica, la discusión sobre el valor de los conceptos universales.
No obstante, Boecio no tuvo mucha suerte y fue víctima de intrigas palaciegas que lo llevaron a la cárcel y después a
la muerte en el año 524. En su estancia en la cárcel antes de ser ejecutado, todavía tuvo tiempo para escribir un bello
tratado, De consolatione, en el que realiza una profunda meditación espiritual sobre los reveses de la fortuna y el
destino de los seres humanos, siendo la filosofía la que le ayuda a superar su triste destino. En él todavía podemos
contemplar los últimos resplandores del mundo romano, pero ya con un brillo que procede de su reinterpretación
cristiana.
Más fortuna que él tuvo su compañero Casiodoro, procedente también de la aristocracia romana que se puso al
servicio del nuevo rey ostrogodo. Temiendo por su vida, se retiró a un monasterio antes de que ocurriera lo peor. En
su retiro, propone un plan de estudios que tendrá mucho futuro, el trivium y el quadrivium, y consigue que los
monasterios acepten como tarea propia la conservación de la cultura clásica tanto en los estudios de los monjes
como en la elaboración de los manuscritos. El monacato va a tener una importancia decisiva en el desarrollo de
Europa. Con sus primeros orígenes en Egipto, se difunde rápidamente por toda la cristiandad, intentando llevar a la
práctica la radicalidad del mensaje evangélico, radicalidad que era inviable mientras se permaneciera en el mundo
cotidiano. En el caso del espacio ocupado antiguamente por el Imperio de Occidente, el monacato adquirió un
protagonismo cada vez mayor debido a la debilidad de las estructuras políticas y al progresivo empobrecimiento del
campo. Centros de cultura, pero también centros de trabajo, siguiendo la regla que San Benito de Nursia diseñó con
perfecto sentido práctico romano a principios del siglo VI, sin duda alguna preservaron la cultura clásica, y también
contribuyeron poderosamente a mantener la escasa producción agrícola de los siglos siguientes. Convertidos en
poderosos terratenientes, con numerosos campesinos a su servicio, fueron un importante factor de estabilidad en
tiempos inestables; eso les permitió una cierta independencia respecto al poder político, pero también les hizo
atravesar profundas crisis en la medida en que ese aumento de poder suponía una pérdida del espíritu con el que se
había fundado el monacato y con bastante más frecuencia de la debida hacía difícil distinguir entre un abad y un
gran señor poseedor de extensos latifundios.
En el Imperio oriental la situación era bien distinta. Se era consciente de ser los auténticos herederos del Imperio
romano y estaban dispuestos a mantener lo fundamental de aquél, algo que deja claro la enorme labor realizada por
el gran Justiniano en la recopilación de todo el Derecho romano. Por otra parte, allí no se había producido ningún
vacío de poder y el emperador y su palacio eran el centro de la vida política, social y cultural. Las relaciones entre el
poder político y el poder espiritual no se decantaron como en el caso occidental hacia la doctrina formulada por el
papa Gelasio de las dos espadas, con una relación jerárquica entre ellas que concedía primacía a la espada espiritual.
El emperador bizantino, siguiendo tradiciones helenistas, se convirtió en líder temporal y espiritual en un claro
cesaropapismo. Aunque teóricamente a él no le correspondía decidir en cuestiones doctrinales, el hecho es que
intervenía constantemente, nombraba y quitaba obispos y patriarcas y ejercía de auténtico jefe espiritual. Basta con
contemplar una de las producciones artísticas más logradas del arte bizantino para darse cuenta de esa sacralización
del emperador. Los mosaicos que representan al emperador y su mujer con sus respectivos séquitos, recurren a la
frontalidad y confieren a sus imágenes un hieratismo y una grandiosidad que tienen como función resaltar su
posición en la cúspide de la vida política y espiritual de su Imperio.
Una vez más nos encontramos con algo de lo que ya hemos hablado. Los artistas que realizan los mosaicos de la
basílica de Rávena conocen las técnicas de representación de la figura humana procedentes del mundo clásico, pero
las emplean con una finalidad totalmente distinta. Hay una evidente pretensión de claridad que lleva a prescindir de
todo lo que pueda resultar anecdótico y distraer de la finalidad esencial, representar una determinada concepción de
la figura del emperador y, en consecuencia, una determinada concepción de la sociedad. Saben cómo dibujar la
figura, el escorzo, la posición que deben adoptar los paños de los vestidos, incluso el hieratismo no impide que se
puedan distinguir los rasgos individuales de cada uno de los personajes. Pero todo eso está al servicio de algo
distinto; pretenden más que nada representar verdades eternas y abandonan toda pretensión ilusionista. La
estilización, que se mantendrá también en el arte medieval occidental, no se debe sólo a un empobrecimiento
técnico, que ciertamente lo hubo, sino a un programa teórico diferente y a una concepción neoplatónica de fondo.
Prueba de todo ello es que incluso en Occidente se sigue el programa artístico bizantino. Cuando allí se plantea
igualmente el problema de decorar las paredes de las iglesias, se vuelven los ojos hacia las soluciones ofrecidas por
los artistas bizantinos, aunque prescindiendo de la exaltación del emperador, que nunca gozó del mismo carácter
sagrado en Occidente. La misma disposición de la figura de Cristo en majestad y de la Virgen como reina, y siempre
para preservar y reforzar una concepción absolutamente jerárquica del universo. Pero el arte refleja también las
divergencias profundas entre Roma y Bizancio que terminaron conduciendo a la ruptura definitiva. El papa Gregorio
el Grande a fines del siglo VI consideró que la pintura era útil porque permitía a los fieles iletrados acceder a
aquello que trasmitían las escrituras. Defendía, por tanto, un arte útil, desprovisto igualmente de todo elemento que
distrajera la atención; la claridad y la sencillez eran igualmente primordiales en el arte de inspiración romana,
aunque por motivos distintos.
En Constantinopla, sin embargo, las imágenes no tenían tan sólo un valor utilitario. Tenían un carácter sagrado y
en ellas se manifestaba de alguna manera la divinidad, del mismo modo en que se había manifestado en la
encarnación. Cuando estalló el movimiento iconoclasta, tanto los enemigos como los defensores de las imágenes
veían en ellas algo más que una ilustración útil para aquéllos que no sabían leer. Los iconoclastas se oponían
radicalmente a lo que consideraban una recaída en la idolatría propia del paganismo, influidos posiblemente por el
reciente triunfo de los árabes, quienes prohibían todas las imágenes. Pero también se oponían a las imágenes que,
precisamente por su carácter sagrado, contribuían a reforzar el poder de un monacato que cada vez era mayor y que,
con su aislamiento respecto a los asuntos temporales, se oponía seriamente al ejercicio del poder del emperador,
mucho más de lo que se oponían los monasterios occidentales, más entremezclados en los problemas políticos. Los
iconoclastas fueron finalmente derrotados, y eso determinó el destino del arte bizantino. Al ser las imágenes un
reflejo misterioso del mundo sobrenatural, el artista tenía la obligación de someterse a unos cánones y tipos ya
fijados, pues sólo así conseguiría que sus iconos fueran aceptados como objetos dignos de adoración.
Bizancio intentó durante un cierto tiempo recuperar el control de la zona occidental del Imperio, y consiguió
importantes avances con Justiniano. Sin embargo, no pudo consolidarse aunque siguió constituyendo para el resto de
Europa durante toda la Edad Media el ejemplo de riqueza y desarrollo cultural. Los nuevos movimientos migratorios
del siglo VI, la conquista de Italia por los lombardos, y del siglo VII, con el avance irresistible de los árabes,
pusieron un freno a sus deseos, restringiendo sus fronteras al mundo balcánico y la península de Anatolia. En medio
de todas las dificultades, los papas de Roma, que nunca se habían sentido cómodos con la tutela de Bizancio,
aprovecharon para reforzar su independencia y su influencia en toda la cristiandad, especialmente en el mundo
occidental. La gran reforma litúrgica y pastoral de Gregorio el Grande va a sentar las bases sobre las que se irá
tejiendo la contribución de la Iglesia cristiana a la identidad europea. Con un sentido práctico muy acorde con la
antigua tradición romana, va a diseñar las líneas maestras de una liturgia unificada, con el latín como idioma común
y el canto gregoriano como expresión de la fe. Su labor será, con el paso del tiempo, decisiva para unificar la Iglesia
occidental, una unidad que se basa precisamente en un mismo idioma, el latín, que facilita la circulación de ideas y
personas por Europa, y una misma liturgia que contribuye a formar también una misma mentalidad religiosa.
En todo caso durante los siglos V al VIII la situación general empeoró globalmente en toda la Europa occidental. No
existían condiciones mínimas de tranquilidad y las nuevas oleadas de invasores eran constantes. Cuando parecía que
por fin un reino como el visigodo se estaba consolidando, a pesar de las permanentes luchas internas, la invasión
árabe lo derribaba con una gran facilidad mostrando la fragilidad de lo realizado. Se entró en una época de ciclos
infernales en los que las sequías, el hambre y la peste se sucedían con excesiva facilidad, provocando prácticas
maltusianas de control de población. Como ya dijimos, los monasterios eran los que garantizaban de alguna manera
la persistencia de le economía rural y la preservación de unas técnicas de cultivo ya bastante empobrecidas. La
distinción entre esclavos y colonos libres disminuye en el campo al empeorar las condiciones de vida y son
frecuentes las tensiones sociales, con bandas que recorren los campos con ciertos tintes mesiánicos. Las ciudades se
mantienen al sur, sólidamente fortificadas, pero no son las ciudades antiguas, sino un nuevo modelo en el que la
aristocracia y el clero dominan y la mayoría del resto de la población viven a expensas de los primeros y de las obras
de caridad de los segundos. El comercio y las actividades artesanales son escasas.
En este contexto, las monarquías son débiles y muestran una frágil fusión de elementos germánicos y romanos,
con influencias también de elementos bizantinos en aquellos casos en los que, como en el reino visigótico, se logra
avanzar más. También aquí la monarquía adquiere una doble función política y sagrada, siendo la Iglesia la que
infunde ese carácter teocrático y la que acuña la concepción del poder real como servicio y ministerio: serás rey si
obras rectamente; en caso contrario, no lo serás. No se produce todavía una clara fusión entre los viejos patricios
romanos y los nuevos señores germánicos, lo que incrementa el conflicto entre la monarquía y la aristocracia por el
control del poder y de la tierra. Esta es lo fundamental; la base del poder es precisamente la posesión de la tierra y
ésta exige contar con una fuerte clientela armada que pueda defenderla. Mantener esa clientela exige, a su vez,
disponer de suficiente tierra, lo que termina engendrando un cierto círculo vicioso, así como sentando las bases de
un sistema económico que puede considerarse ya casi feudal.
Carlos Martell pone fin a la expansión árabe en Occidente en la batalla de Poitiers, en el 732. Su hijo, Pipino el
Breve, termina heredando todo el reino que amplía, implantando definitivamente la dinastía carolíngia; llamado por
el papa Esteban II, acude en su ayuda y pone a Roma bajo la protección del reino franco. Su hijo, Carlomagno
completa y lleva a plenitud la obra realizada por su padre y su abuelo realizando el primer gran renacimiento que se
produce en Europa occidental después de más de tres siglos de inestabilidad y crisis. Es cierto que emplea elementos
que no proceden de Francia para realizar su empresa. En primer lugar, recluta monjes y eruditos de los lugares en los
que la tradición cultural no ha desaparecido del todo. Dos de sus colaboradores son hispanos que han huido de la
invasión árabe; otros tres proceden de Italia. El más importante de todos, Alcuino, es un monje procedente de York,
en Inglaterra, una escuela que, gracias a la evangelización realizada por el papa Gregorio, se había consolidado en
aquella zona haciendo posible una recuperación notable de la cultura romana y del latín de la que Beda el Venerable
había sido su figura principal. Monjes procedentes de Irlanda e Inglaterra son los que dinamizaron el proceso de
evangelización y recuperación cultural de Francia y Alemania durante el siglo VIII.
La importancia de la reforma cultural de Carlomagno y Alcuino es enorme para el destino posterior de Europa.
Carlomagno asume un papel protagonista en la renovatio Imperii y sienta las bases de una unidad cultural y religiosa
que marcará los siglos siguientes. Interviene en cuestiones doctrinales y pastorales. Se preocupa seriamente de la
formación religiosa del clero y los obispos, así como de los monasterios, imponiendo la regla de San Benito. Gracias
a esta gran primera reforma monástica, se ve reforzado el papel de los monasterios en la conservación y transmisión
de la cultura, así como su notable peso en la vida económica y política de su tiempo. Lleva adelante también una
profunda renovación litúrgica introduciendo el rito gregoriano romano que va a convertirse en el rito común de toda
Europa. Al mismo tiempo impone el latín como lengua común de la enseñanza en las numerosas escuelas dedicadas
a la enseñanza del clero y de miembros de la nobleza, y normaliza la escritura Carolina. En unos pocos años sientan
las bases que van a permitir una unificación cultural y religiosa que rompería la fragmentación anterior y dotaría a
Europa occidental de una claridad y un orden que se preservaría incluso en los momentos difíciles que siguieron a la
disolución del Imperio carolingio. Mandó igualmente recopilar los cantares antiguos bárbaros en los que se recogían
las batallas y hechos heroicos de los héroes de la época de las invasiones, sentando así el germen del que, con un
sentido diferente, más adelante brotarían los cantares de gesta.
Pero quizás más importante que todo ello fue el hecho mismo de que Carlomagno se considerara heredero legítimo
del Imperio romano, algo que fue ratificado en la consagración como emperador por el papa León III en el año 800,
confirmando así definitivamente la ruptura con el Imperio de Bizancio y consolidando una alternativa que terminaría pre-
valeciendo sobre la bizantina. Si bien el Imperio carolingio fue breve, pues desapareció con Carlomagno, tuvo una gran
importancia. En primer lugar, dotó a los pueblos de Occidente de un sentido de unidad por encima de la división que se
había producido a lo largo del doloroso proceso de las migraciones e invasiones. Se mantenía un sentido universalista,
entendido en este caso más bien como cristiandad, y una concepción jerárquica y bien organizada en la que el emperador
y el papa constituían la cabeza y todos los demás poderes lo eran más bien por delegación. La unidad estaba basada, por
tanto, en la cristiandad, más que un orden estrictamente político. Con Carlomagno se daba por primera vez en la historia
la posibilidad de llevar a la práctica el ideal agustiniano de la Ciudad de Dios: la vida política sólo tenía como función
última el garantizar a los fieles la posibilidad de llevar una auténtica vida cristiana que les acercara a la Ciudad de Dios.
Las cosas no eran, sin embargo, tan sencillas. Ya vimos cómo en Bizancio se había resuelto el problema subordinando la
Iglesia al cesaropapismo del emperador. Pero Gelasio, con su teoría de las dos espadas, había establecido una
jerarquización en la que los dos poderes, el temporal y el espiritual se complementaban. Lo difícil era saber cuál de los
dos, incluso reconocida la autonomía de sus funciones, debía predominar. Desde la coronación de Carlomagno hasta bien
entrado el siglo XIV la idea de un Imperio romano, en el fondo la idea de un Imperio cristiano, se mantuvo, pero con un
conflicto permanente entre los dos grandes poderes, el emperador y el papa, para saber cuál de ellos debía predominar y
cuáles eran las funciones que a cada uno le correspondían. Un poco antes de la coronación de Carlomagno se había
falsificado en Roma un documento, la Donación de Constantino, con el que los papas pretendían mostrar su superioridad.
A esa falsificación siguieron otras ya en el siglo IX, los falsos decretales, que insistían en la misma primacía del papado.
En época de Carlomagno los problemas no fueron muy grandes y la colaboración entre ambos poderes fue fecunda, pero
desde entonces la fecundidad fue en gran parte consecuencia de las numerosas tensiones que generaron y de las
innumerables disputas respecto a la primacía.
El hecho es que el intento carolingio duró poco. Su Imperio se fragmentó, en parte por la costumbre de dividir el reino
entre los hijos, pero en parte también por una nueva oleada de invasiones. Los normandos empezaron a asolar las costas
de Inglaterra, Francia, España y llegaron hasta Italia. Los árabes saqueaban completamente Roma en el 846. A pesar de
ello el ideal del Imperio no se perdía, como tampoco la unidad cultural iniciada por Alcuino y Carlomagno. Juan Escoto
Eriúgenea viene de Irlanda a dirigir la escuela palatina llamado por Carlos el Calvo. Durante su estancia en París
desarrolla una importante labor filosófica que arraigará en el pensamiento posterior, convirtiéndose en punto de referencia
indiscutible. Su mayor contribución, sin negar otras importantes, consiste en haber trasmitido todo el pensamiento del
Pseudo-Dionisio al mundo posterior. De ese autor neoplatónico del siglo IV recoge, en primer lugar, la tesis de la absoluta
trascendencia de Dios, que no puede quedar debilitada por las interpretaciones panteístas y emanatistas que dominaban en
el pensamiento neoplatónico. Esa trascendencia le lleva también a insistir en algo que ya mencionamos, la importancia de
la vía negativa para conocer a Dios: de Dios en realidad no se puede afirmar nada, tal es su trascendencia; a lo sumo
podemos negar.
Al estudiar las divisiones de la naturaleza, distingue cuatro fases, desde la naturaleza que no es creada y crea, Dios
como origen de todo, hasta- la naturaleza que no es creada ni crea, Dios como destino final del universo. En el medio está
la naturaleza que es creada y crea, el logos o la sabiduría de Dios, en el que debemos entender las ideas ejemplares,
causas eficientes a su vez de todo lo existente gracias al Espíritu Santo; y por último, la naturaleza que es creada y no
crea, este mundo en el que vivimos, mundo continente, teofanía de Dios. Lo más importante de este modelo de Escoto es
su profunda visión jerarquizada de toda la realidad, de la que lógicamente se deriva la jerarquía del orden social. La
filosofía de Escoto servía así para reforzar el orden feudal naciente y también el Imperio romano cristiano, haciendo de
este orden una imitación del orden celestial. En la unidad completa de todo lo creado, la distinción entre poderes
temporales y espirituales era secundaria, aunque garantizaba el adecuado orden jerárquico. Lo espiritual y lo temporal
iban unidos, aunque era el primero el que debía predominar. También iban unidas la fe y la razón, que no era necesario
distinguir en una sociedad cristiana, pero sería siempre la fe la que guiara.
Y ese universo feudal que se puede asociar a la reflexión de Escoto es el que empieza a implantarse en la crisis del
Imperio carolingio y partiendo precisamente de las estructuras en las que Carlomagno había basado su propio Imperio.
Los principados periféricos se independizan y se van consolidando los señoríos banales, lo cual no se consigue por
cierto sin una fuerte dosis de violencia. La servidumbre era, sin duda, una relación social más benigna y humanitaria
que la esclavitud, todavía muy frecuente en Europa. Pero era más dura que la condición de campesino libre, y
lógicamente éstos no se sometieron siempre por las buenas al dominio del señor. La situación de inseguridad en la
que se vivió en aquellos años favoreció la implantación del feudalismo, como también la favoreció el que por fin se
había producido la fusión entre la aristocracia de origen romano y la de origen germánico. Los normandos desde el
norte, los húngaros desde el este y los árabes que no cejaban de presionar desde el sur, suponían una amenaza
constante para la supervivencia, por lo que la implantación de una organización social basada en las relaciones de
vasallaje y con clara división de funciones podía convertirse en el eje de la recuperación. Ni el emperador existía ni
el papado ofrecía ninguna garantía. Los papas de Roma a. finales del siglo IX son personajes bastante
impresentables, sometidos a los caprichos de las grandes familias romanas y en algún caso de mujeres dominantes,
como la legendaria papisa Juana.
Sólo en el 955 Otón I logra una batalla importante sobre los magiares lo que va a permitir frenar las sangrías
anuales de las invasiones, al menos las que proceden del Este, pues no se puede decir lo mismo de las otras. Pero
sobre todo tiene interés el hecho de que Otón reaviva la idea del Imperio que había quedado dormida desde la
muerte de Carlomagno. Su nieto, Otón III va a ser el que lleve más lejos esta nueva versión del Sacro Imperio
romano germánico, llamada a tener una mayor continuidad. Los principios básicos son los mismos que habían
animado a Carlomagno, aunque el hecho de que su madre perteneciera a la familia real de Bizancio pudo influir en
los tintes cesaropapistas de su concepción del Imperio. En todo caso, él cuenta con bases más sólidas para llevarlo
adelante. La sociedad europea ha ido consolidándose poco a poco gracias a ese orden feudal; se ha producido una
nueva reforma monacal, esta vez todavía más importante que la anterior, la de Cluny que supone una fuerte
revitalización de todo el tejido religioso y cultural, apoyada además por las primeras llamadas a la peregrinación a
Santiago de Compostela. Los monjes de Cluny logran llevar adelante con rigor y profundidad el programa de San
Benito, así como la labor cultural, educativa y económica de los monasterios.
Y el sueño de Otón III no hubiera sido posible sin la labor de su maestro Gerberto de Aurillac, quien
posteriormente fue papa con el nombre de Silvestre II. Es una figura ejemplar en la construcción de una ciencia y
filosofía europea. Formado en la disciplina reformada de la orden de Cluny, acude tres años a estudiar a España,
donde entra en contacto con la espléndida cultura que entonces se desarrolla en el Califato de Córdoba. Es un
antecedente de la riqueza que el mundo árabe va a suponer para el despertar de Europa. No aporta una gran
elaboración filosófica, pero su enorme cultura le permite abordar muchos temas. Exalta el papel de la razón y de la
dialéctica que cultiva. Intenta aplicar la filosofía a la política en sus relaciones con Otón III y lo hace con cierto
éxito, aunque la prematura muerte de ambos hace que su sueño compartido no llegue a cuajar. Contribuye a
introducir las matemáticas, difundiendo el ábaco y los guarismos árabes. Interviene también en geometría y
astronomía, todo lo cual es de enorme utilidad para ayudar a resolver el problema de la fijación del calendario que
entonces era algo necesario. En esa misma línea construye astrolabios, esferas armilares y un reloj astronómico para
Otón III. Su inquietud lo lleva igualmente a la música, que estudia llegando a construir un monocordio. Silvestre II
se convierte así en una figura premonitoria de algo que, una vez mejoradas las condiciones de vida, será cada vez
más frecuente.
Los tiempos no eran, sin embargo, todavía del todo propicios y las buenas relaciones que mantienen el
emperador y el papa no son continuadas, iniciándose otro largo período de conflictos de poder en torno a la llamada
guerra de las investiduras. El modelo de cristiandad ya está prefijado, pero no acaba de encontrarse una adecuada
articulación. A esos conflictos se suma la persistencia de las invasiones de normandos y la progresiva decadencia de
la orden de Cluny, destruida por su propio éxito. Eso no es óbice para que en los monasterios se siga manteniendo
una intensa vida cultural. Y prueba de ello son las bellas obras de teatro de una de las monjas cultas que en esa época
se dieron. Hrotsvita, monja en el monasterio de Gandersheim, con un perfecto dominio del latín, se dedica a elaborar
el primer teatro cristiano siguiendo el modelo de Terencio. Su intención de fondo es la misma que había animado a
todos sus predecesores; se trata de recuperar la herencia clásica, pero sometida completamente al servicio de algo
que ese mundo clásico nunca buscó ni pretendió: la propagación y difusión de un universo cristiano.

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