Textos
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TEXTO 1
A su argumento puso fin Laureta; y el rey, para no perder tiempo, volviéndose
hacia Fiameta, placenteramente le encargó novelar; por la cual cosa, ella
comenzó así: nobilísimas señoras, la precedente historia me lleva a razonar,
semejantemente, sobre un celoso, estimando que lo que sus mujeres les hacen, y
máximamente cuando tienen celos sin motivo está bien hecho. Porque los
celosos son hostigadores de la vida de las mujeres jóvenes y diligentísimos
procuradores de su muerte. Están ellas toda la semana encerradas y atendiendo
a las necesidades familiares y domésticas. Deseando, como todos hacen, tener
luego los días de fiesta alguna distracción, algún reposo, y poder disfrutar
algún entretenimiento como lo toman los labradores del campo, los artesanos
de la ciudad y los regidores de los tribunales, como hizo Dios cuando el día
séptimo descansó de todos sus trabajos, y como lo quieren las leyes santas y las
civiles, las cuales al honor de Dios y al bien común de todos mirando, han
distinguido los días de trabajo de los de reposo. A la cual cosa en nada
consienten los celosos, y aquellos días que para todas las otras son alegres, a
ellas, teniéndolas más encerradas y más recluidas, hacen sentir más míseras y
dolientes; lo cual, cuánto y qué dolor sea para las pobrecillas sólo quienes lo
han probado lo saben. Por lo que, concluyendo, lo que una mujer hace a un
marido celoso sin motivo, por cierto no debería condenarse sino alabarse.
G. BOCCACCIO. El Decamerón. Jornada séptima
TEXTO 2
ROMEO ¡Ah, cómo enseña a brillar a las antorchas!
En el rostro de la noche es cual la joya
que en la oreja de una etíope destella...
No se hizo para el mundo tal belleza.
Esa dama se distingue de las otras
como de los cuervos la blanca paloma.
Buscaré su sitio cuando hayan bailado
y seré feliz si le toco la mano.
¿Supe qué es amor? Ojos, desmentidlo,
pues nunca hasta ahora la belleza he visto.
TEBALDO Por su voz, este es un Montesco.-
Muchacho, tráeme el estoque.- ¿Cómo se atreve
a venir aquí el infame con esa careta,
burlándose de fiesta tan solemne?
Por mi cuna y la honra de mi estirpe,
que matarle no puede ser un crimen.
CAPULETO ¿Qué pasa, sobrino? ¿Por qué te sulfuras?
TEBALDO Tío, ese es un Montesco, nuestro enemigo:
un canalla que viene ex profeso
a burlarse de la celebración.
CAPULETO ¿No es el joven Romeo?
TEBALDO El mismo: el canalla de Romeo.
(…) ¡No pienso tolerarlo!
TEXTO 3
JULIETA Ah, padre consolador, ¿dónde está mi esposo?
Recuerdo muy bien dónde debo hallarme,
y aquí estoy. ¿Dónde está Romeo?
FRAY LORENZO Oigo ruido, Julieta. Sal de ese nido
de muerte, infección y sueño forzado.
Un poder superior a nosotros
ha impedido nuestro intento. Vamos, sal.
Tu esposo yace muerto en tu regazo
y también ha muerto Paris. Ven, te confiaré
a una comunidad de religiosas.
Ahora no hablemos: viene la guardia.
Vamos, Julieta, no me atrevo a seguir aquí.
JULIETA Marchaos, pues yo no pienso irme.
¿Qué es esto? ¿Un frasco en la mano de mi amado?
El veneno ha sido su fin prematuro.
¡Ah, egoísta! ¿Te lo bebes todo sin dejarme
una gota que me ayude a seguirte?
Te besaré: tal vez quede en tus labios
algo de veneno, para que pueda morir
con ese tónico. Tus labios están calientes.
GUARDIA (Dentro) ¿Por dónde, muchacho? Guíame.
JULIETA ¿Qué? ¿Ruido? Seré rápida. Puñal afortunado,
voy a envainarte. Oxídate en mí y deja que muera.
Se apuñala y cae.
WILLIAM SHAKESPEARE. Romeo y Julieta
TEXTO 4
La decisión de abandonar este mundo había ido tomando fuerza en la mente de
Werther. Desde su regreso al lado de Carlota, había contemplado la muerte
como el fin de sus males y como una opción extrema a la cual recurrir. Se había
propuesto, sin embargo, no acudir a ella con brusquedad y violencia. No quería
dar este último paso más que con toda calma y animado por un total
convencimiento. Sus incertidumbres, sus luchas se reflejan en algunas líneas
que aparentan ser el principio de una carta a su amigo. El papel no está
fechado.
“Levantar el velo y seguir adelante; es todo… ¿Por qué tener miedo?, ¿por qué
dudar? ¿Tal vez porque no se conozca lo que hay más allá, porque no se regresa
o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es
confusión y oscuridad en lo desconocido?”
Cada vez se habituaba más a estos funestos pensamientos, que llegaron a ser
familiares al extremo. Su proyecto fue al fin determinado de forma irrevocable.
J.W.GOETHE. Werther
TEXTO 5
NORA. (Haciendo un gesto negativo con la cabeza.) Nunca me quisisteis. Os
resultaba divertido encapricharos por mí, nada más.
HELMER. Pero, Nora, ¿qué palabras son ésas?
NORA. La pura verdad, Torvaldo. Cuando vivía con papá, él me manifestaba
todas sus ideas y yo las seguía. Si tenía otras diferentes, me guardaba muy bien
de decirlo, porque no le habría gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba
conmigo ni más ni menos que yo con mis muñecas. Después vine a esta casa
contigo...
HELMER. ¡Qué términos empleas para hablar de nuestro matrimonio!...
NORA. (Sin inmutarse.) Quiero decir que pasé de manos de papá a las tuyas.
Tú me formaste a tu gusto, y yo participaba de él... o lo fingía... no lo sé con
exactitud; creo que más bien lo uno y lo otro. Cuando ahora miro hacia atrás,
me parece que he vivido aquí como una pobre... al día. Vivía de hacer piruetas
para divertirte, Torvaldo. Como tú querías. Tú y papá habéis cometido un gran
error conmigo: sois culpables de que no haya llegado a ser nunca nada.
HELMER. ¡Qué injusta y desagradecida eres, Nora! ¿No has sido feliz aquí?
NORA. No, nunca. Creí serlo; pero no lo he sido jamás.
HELMER. ¿No... que no has sido feliz?...
NORA. No; sólo estaba alegre, y eso es todo. Eras tan bueno conmigo... Pero
nuestro hogar no ha sido más que un cuarto de recreo. He sido muñeca grande
en esta casa, como fui muñeca pequeña en casa de papá. Y a su vez los niños
han sido mis muñecos. Me divertía que jugaras conmigo, como a los niños
verme jugar con ellos. He aquí lo que ha sido nuestro matrimonio, Torvaldo.
H. IBSEN, Casa de muñecas
TEXTO 6
Allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los cielos
Fríos y claros el Trabajo se despierta, en que la basura
Empuja un sombrío huracán en el aire silencioso,
Un cisne que se había evadido de su jaula,
Y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,
Sobre el suelo' áspero arrastraba su blanco plumaje.
Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico
Bañaba nerviosamente sus alas en el polvo,
Y decía, el corazón lleno de su bello lago natal:
"Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?"
TEXTO 7
Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un
céntimo que consiguieran nada más llegar. Puesto que su mujer había dado su alma
por él, Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokua; no era posible pensar en otra
cosa.
En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.
—Mi mujer tiene la botella—dijo Keawe—, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán
acabado el dinero y la bebida por esta noche.
—¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio?—exclamó el
contramaestre.
—Pongámonos bajo el farol—dijo Keawe—. ¿Tengo aspecto de estar bromeando?
—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si vinieras
de un entierro.
—Escúchame, entonces—dijo Keawe—; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y
ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará
inmediatamente. Tráemela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo; porque
tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra.
Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te envía.
El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del
farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y
aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo
iluminado.
—Ya veo que la has conseguido—dijo Keawe.
—¡Quietas las manos! —gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás—. Si te
acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no es cierto?
—¿Qué significa esto?—exclamó Keawe.
—¿Qué significa? —repitió el contramaestre—. Que esta botella es una cosa
extraordinaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido por dos
céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no te la voy a dar
por uno.
—¿Quieres decir que no la vendes?—jadeó Keawe.
—¡Claro que no!—exclamó el contramaestre—.—Has de saber—dijo Keawe—que el
hombre que tiene esa botella terminará en el infierno.
—Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—; y esta
botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! — exclamó
de nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.
TEXTO 8
Si al menos nos comprendiese… -dijo el padre en tono medio interrogativo.
Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando
con ello que no había ni que pensar en tal posibilidad.
-Si al menos nos comprendiese –insistió el padre, cerrando los ojos, como para
dar a entender que él también estaba convencido de que era imposible–, tal vez
pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones...
Tiene que irse —dijo la hermana—. No hay más remedio, padre. Basta que
procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante
tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra desgracia. ¿Cómo puede ser
Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que unos seres
humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por su propia
iniciativa. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir viviendo y su
recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras que así, ese animal
nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere apoderarse de toda la
casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre —gritó de pronto—, ya empieza otra
vez!
Y con un terror que a Gregorio le pareció incomprensible, la hermana se apartó
del sillón, como si prefiriese abandonar a la madre que permanecer cerca de
Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre: éste, excitado a su vez por la
actitud de su hija, se puso en pie, extendiendo los brazos ante Grete con gesto
protector.
FRANZ KAFKA: La metamorfosis
TEXTO 9
Cabo. Lo que pasa aquí es que hace rato no hubo guerra. ¿De dónde habrían de
sacar entonces la moral?, me pregunto yo. La paz no significa más que
relajamiento. Sólo la guerra trae orden. Durante la paz la humanidad se
corrompe. Las gentes y las bestias se despilfarran, como si no valiesen nada.
Todo el mundo traga, como le viene en gana: sobre el pan blanco una tajada así
de queso y, encima del queso, otra lonja así de tocino. Cuánta gente y cuántas
bestias tiene esa ciudad ahí enfrente lo sabrá Dios. Jamás hicieron un recuento.
Yo estuve en regiones que en sesenta años no habían tenido ni una guerra. Pues
bien, las gentes ni tenían nombres ni se conocían a ellas mismas. Sólo donde hay
guerra hay listas ordenadas y registros, se vende el calzado en fardos y la mies
en costales, se recuenta y se lleva uno decentemente la gente y el ganado. Y eso,
¿por qué? Porque es cosa sabida, ¡sin orden no hay guerra!
Reclutador. ¡Cuán cierto es eso!
Cabo. La guerra, como todas las cosas buenas, al principio es un poco difícil de
hacer, pero cuando florece, a su vez, es pegadiza. Entonces la gente tiembla ante
la paz. Al principio se espanta frente a la guerra. Le resulta algo nuevo.
TEXTO 10
La abuela nos dice:—¡Hijos de perra!
La gente nos dice:—¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta!
Otros nos dicen:—¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos!
¡Gamberros! ¡Sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales!
Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos
escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas. No queremos ponernos rojos, ni
temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren.
Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los
ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.
Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los
ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces.
Uno:—¡Cabrón! ¡Tontolculo!
El otro:—¡Maricón! ¡Hijoputa!
Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos
entran siquiera en las orejas. De ese modo nos ejercitamos una media hora al
día más o menos, y después vamos a pasear por las calles. Nos las arreglamos
para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos conseguido
permanecer indiferentes.
Pero están también las palabras antiguas.
Nuestra madre nos decía: —¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! ¡Mi vida! ¡Mis
pequeñines adorados!
Cuando nos acordamos de esas palabras, los ojos se nos llenan de lágrimas.
Esas palabras las tenemos que olvidar, porque ahora ya nadie nos dice palabras
semejantes, y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada
para soportarla. Entonces volvemos a empezar nuestro ejercicio de otra manera.
Decimos: —¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero... No os abandonaré
nunca... Sólo os querré a vosotros... Siempre... Sois toda mi vida...
A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y
el dolor que llevan consigo se atenúa.
AGOTA KRISTOF. El gran cuaderno
TEXTO 11
Las ocasiones de poder celebrar este tipo de reuniones no se presentan muy a
menudo hoy en día. Los grandes años de la Barbacoa del Negro ya han pasado
y las viejas leyes se han ajustado a presiones externas. Aquí hay gente que aún
recuerda el linchamiento de Sam Hose, allá en Newman, en 1899, cuando
pusieron trenes especiales para que más de dos mil personas, llegadas de sitios
remotos, pudiesen ver cómo la gente de Georgia trataba a los violadores y
asesinos negratas. A nadie le importaba el pequeño detalle de que Sam Hose no
hubiese violado a nadie y que hubiese matado a Cranford, el dueño de una
plantación, en defensa propia. Su muerte serviría de ejemplo para los otros, y
por eso lo castraron, le cortaron los dedos y las orejas y le despellejaron la cara
antes de rociarlo de petróleo y arrimarle una antorcha. La multitud recogió los
restos de sus huesos y los guardó como recuerdo. Sam Hose fue una de las
cinco mil víctimas de los linchamientos llevados a cabo por el populacho en
menos de un siglo; algunos de ellos por violación, o eso decían, y otros por
asesinato. Y luego estaban los que se limitaban a fanfarronear o a proferir
amenazas a la ligera, cuando lo mejor hubiese sido que mantuviesen la boca
cerrada. Hablar de esa manera tenía el riesgo de que irritaba a muchísima gente,
lo que no hacía sino agravar el problema. Esa manera de hablar tenía que ser
reprimida antes de que degenerase en griterío, y no había modo más seguro de
acallar a un hombre o a una mujer que la soga y la antorcha. Gloriosos días,
gloriosos días aquellos.
JOHN CONNOLLY. El camino blanco
TEXTO 12
Nunca he prestado demasiada atención a la familia Truly. Miranda Truly, la matriarca
del clan, tuvo ocho hijos fruto de su relación con Walt, diabético, fumador
empedernido, bebedor insaciable y devorador de comida, que murió de forma trágica
pero nada sorprendente en la cincuentena; le fallaron tantas partes del cuerpo que no
merece la pena enumerarlas. De esos niños, seis llegaron a adultos, cinco se libraron de
la cárcel, cuatro no cayeron en el crack, tres trabajaban de cuando en cuando, dos se
mantenían sobrios y uno encontró a Jesús. Todos ellos se pasaban la vida procreando.
Clark Truly, el pequeño de la familia, consiguió evitar la cárcel, las drogas y la religión,
pero no la botella. Tiene cuarenta y tantos, está casado con Shawna Ridge, trabaja en
una empresa de transporte y es el padre de cinco hijos, entre los que están Tiri y
Camio.
Estoy segura de que hubo un día en que esta casa estuvo limpia y era bonita, en que no
tenía partes desvencijadas, descoloridas o retorcidas por negligencia o mal uso, y en
que era el clásico símbolo americano de la esperanza y las oportunidades. Lo mismo
podría decirse de Shawna Ridge Truly; su cara, reluciente y encantadora, sonríe sobre
un cuerpo esbelto y envuelto en virginal encaje blanco en una foto de boda amarilleada
que hay sobre un estante detrás de la mujer grande y apática que es desde que pasó a
ser la persona que ocupa el centro del sofá, antes de pana azul y ahora cubierto por una
pátina gris de hollín, brillante por el roce a la altura de las rodillas. Su cabello, largo y
lacio, es color mondadura de patata, y tiene una mirada oscura y apagada que no para
de pasar de mí al televisor de plasma que llena casi toda la pared que tengo a mi lado.
No se ha ofrecido a apagarla, ni siquiera a quitar el sonido.
La mesa auxiliar que tiene delante está llena de pilas de revistas del corazón, latas de
refresco volcadas, unos calcetines de deporte, pañuelos sucios, un táper de plástico
transparente y vacío con manchas de glaseado azul, una fuente con espirales de
kétchup reseco e incrustado, y un biberón a medio llenar de algo marrón y espumoso.
La habitación tiene pegado el olor a fritanga, pañales sucios y trapos mojados. Al pasar
sobre la moqueta, hace unos instantes, se ha hundido bajo mis pies como una babosa
chapoteante.
La hija mayor de Shawna, Jessyca, está de pie junto al sofá, con un bebé colgando en
una cadera y manejando un iPhone con gran pericia con la otra mano. Un considerable
michelín, con un agresivo bronceado, se desparrama entre la camiseta corta y los
vaqueros recortados. Los diminutos deditos del bebé agarran la tela de la camiseta e
intentan llevársela a la boca. Mira al bebé de reojo, llena de cariño maternal; es
evidente el amor que se profesan la una a la otra.
TAWNI O´DELL. Ángeles en llamas