TrinityStAndrewsShort Es
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Introducción
Índice
Introducción
Índice
1. La Palabra de Dios
1.1 El Dios de Jesús
1.2 Padre e hijo
1.3 El Espíritu del Padre y del Hijo
2. La fe de la Iglesia
2.1 Vida cristiana
2.2 Los primeros Padres y sus antecedentes
2.2.1 El Logos de los apologistas
2.2.2 La respuesta de Ireneo a la gnosis
2.2.3 Tertuliano y el modalismo
2.2.4 Alejandría y la cultura cristiana
2.3 Los concilios del siglo IV
2.3.1 Atanasio y Arrio: Nicea
2.3.2 El pensamiento capadocio
2.3.3 Primer Concilio de Constantinopla
3. El desarrollo teológico
3.1 Agustín
3.2 Edad Media
3.2.1 Una nueva reivindicación
3.2.2 Los grandes teólogos
3.2.3 Síntesis de Aquino
3.3 Evolución posterior
3.3.1 Perspectiva moderna
3.3.2 Recursos
3.3.3 El siglo XX
1
3.3.4 Tendencias
contemporáneas Lecturas
complementarias
Bibliografía
1. La Palabra de Dios
La imagen de Dios que caracteriza al pueblo de Israel es peculiar con respecto a sus vecinos.
A nivel de expresión, se pueden encontrar algunos elementos comunes, porque Israel
desarrolla su comprensión de Dios a través de un camino de siglos, que coincide con la
formación de su propia identidad. El pensamiento veterotestamentario surge del encuentro del
pueblo con el Creador y se nutre de la relación con Él y con sus diversas intervenciones en la
historia de Israel. Éstas conducen a una progresiva toma de conciencia de la grandeza y
espiritualidad de Dios. Al principio se le reconoce sólo como el mayor de los dioses, mayor
precisamente porque es el Creador; más tarde Israel se da cuenta de que Dios exige ser
adorado exclusivamente no sólo porque es el mayor, sino porque es el único. Cada una de
estas etapas teológicas reflexiona sobre la propia identidad de Israel, cada vez más
profundamente constituida por esta relación con el Creador.
Como indica inmediatamente la Epístola a los Hebreos, el Dios de Jesús de Nazaret es el
mismo que el de Abraham, Isaac y Jacob (Heb 1,1-2). Existe, pues, una perfecta continuidad
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Sin embargo, la misma Cruz de Cristo revela una
novedad absoluta. Ésta consiste en Su filiación al Padre, presentada como esencialmente
distinta respecto a la del pueblo de Israel.
Dios no sólo se comunica con la humanidad a través de Su palabra y sabiduría, sino que se da
a Sí mismo en Su Palabra y Sabiduría, es decir, Jesús. El Hijo, en efecto, se presenta como
distinto del Padre, pero uno con Él. Esta distinción en la unidad, que incluye a la Persona del
Espíritu Santo, constituye el Misterio mismo de la Trinidad, un Misterio que plantea un
desafío inédito y fecundísimo al pensamiento humano.
Jesús repite fielmente las enseñanzas de la Ley, que no deroga, sino que cumple (Mc 5, 17-
19). El mandamiento fundamental judío, el Shema Yisrael de Dt 6, 4-5, "Escucha, Israel: El
Señor es nuestro Dios, sólo el Señor" se repite con toda su fuerza (cf. Mc 12,29; Mt 22,37).
Así se aplican a Jesús los atributos divinos. Dios, aparte de ser único, es bueno (Marcos
10:18), eterno (Romanos 16:26), sabio (Romanos 16:27), fiel (1 Corintios 1:9; 2
Tesalonicenses 3:3) como en el Antiguo Testamento. Pero ahora estos mismos atributos son
(a) transfigurados por un tono paternal y (b) aplicados con toda su fuerza al Hijo encarnado.
Jesús responde al hombre que le llama "Maestro bueno" que sólo Dios es bueno, revelando el
fundamento de Su ser en Su identidad con el Creador (Marcos 10:17-22). Así pues, Cristo es
omnipotente, como demuestran Sus milagros, y es Señor de la vida, como se vio en la
resurrección de Laza- rus (Juan 11:1-44). Jesús es omnisciente y conoce los corazones y
pensamientos de los seres humanos (Lucas 5:22; 11:7). Y es misericordioso, ya que perdona
los pecados (Marcos 2, 5-11), además de estar por encima del Templo (Mateo 12, 6), la Ley
(Mateo 5, 21) y el sábado (Mateo 12, 8).
La dimensión paternal y filial de estos atributos es evidente en la parábola del Hijo Pródigo,
donde la fidelidad se presenta como una capacidad ilimitada de perdón, es decir, como una
apertura radical y una relación más fuerte que cualquier ofensa o pecado (Lucas 15:11-32).
Esto implica una dimensión paradójica, como se revela en la cruz, cuando Jesús no se apea a
pesar de que se le desafía a demostrar de este modo que es el Hijo de Dios (Mt 27:40-43). Así,
sólo habría mostrado una proyección de las expectativas humanas, es decir, un Dios más
fuerte que los seres humanos y, en concreto, que los romanos, sin el salto absoluto que
implica el Amor de Su Fa-
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ter. Por el contrario, para Él la omnipotencia se identifica con la misericordia, según ese
proceso de espiritualización y convergencia de los atributos divinos que comenzó con la
revelación veterotestamentaria, sobre todo en la literatura sapiencial, como muestran los
Salmos.
Por eso la resurrección desempeña un papel fundamental en la revelación del Dios trino, pues
confirma que Jesús es el Hijo de Dios en el sentido de que es la Vida (Juan 14:6). Por tanto, se
le identifica con los mismos atributos divinos, lo que suscitó la indignación de algunos de sus
contemporáneos. La unidad de Dios se abre así, se profundiza y se comprende de un modo
nuevo: ya no es una unidad necesariamente ligada a la soledad, sino que se entiende como la
unidad de una comunión de amor tan total que el Padre y el Hijo son uno en el Espíritu. Así,
el Creador es uno sin estar solo, porque es el Padre y es el Hijo y es su Amor eterno.
Jesús se atribuye a sí mismo el nombre de Dios revelado a Moisés: "Antes que Abraham
existiera, Yo soy" (Juan 8:58). Y en el juicio de la noche después de la Última Cena se aplica
a sí mismo el título mesiánico de Daniel proyectándolo en la naturaleza divina: "Veréis al
Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y viniendo con las nubes del cielo" (Mc 14,
62).
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ple, en la que el Logos está siempre presente (Juan 1:1-2). Así pues, este Logos debe ser Dios,
h a s t a e l p u n t o d e que (b) la creación misma se originó en Él, a pesar de la resistencia
introducida por el libre dom de la criatura (Juan 1:3-5). Por esta razón (c) el Bautista es
enviado para dar testimonio del Logos que viene (Juan 1:6-8) al mundo mediante (d) la
Encarnación, por la que la verdadera Luz brilla en él sin ser reconocida (Juan 1:9-11).
A este primer movimiento, que los Padres de la Iglesia leen como un éxodo, corresponde, tras
los versículos 12-13, un retorno (reditus). De hecho, en la segunda parte, el texto vuelve sobre
las etapas descritas en la primera mitad, explicando de forma más concreta la identidad de los
elementos ya introducidos en los primeros versículos. Así, el Logos y el arche se muestran
como el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, desde donde es enviado al mundo. Así,
al pasaje descrito en (d) corresponde (d') el Logos hecho carne (Jn 1,14), que a su vez (c') está
precedido por el testimonio del Bautista (Jn 1,15), presentado por primera vez en
(c). A la creación y resistencia en (b) corresponde (b') el paso de la Ley de Moisés a la gracia
de Cristo (Jn 1,16-17), hasta el desvelamiento en la correspondencia de (a) con el último
versículo del prólogo (a'), donde Cristo se revela como el Logos eterno que siempre ha estado
en el seno del Padre y, por ello, es el Hijo Unigénito que puede hablar de Él, a quien nadie ha
visto jamás (Jn 1,18).
Esta estructura sitúa los versículos 12-13 en el centro de todo el Prólogo, donde se afirma que
a los que han recibido esta Luz verdadera que viene al mundo, es decir, el Logos que se hizo
carne, Dios les ha dado el poder de convertirse en hijos de Dios por la fe, es decir, no por
naturaleza, sino por gracia. Aquí tenemos el punto central que hace posible que Pablo escriba
que la prueba de la filiación divina de los cristianos, por tanto de su posibilidad de vivir una
vida que no es limitada, sino que es la Vida infinita de Dios, es la presencia en sus corazones
del Espíritu del Hijo, que grita Abba, Padre (Ga 4,6).
Es importante señalar que el prólogo de Juan tiene una función antiadopcionista, similar a la
de las narraciones de la infancia de Jesús en Lucas y Mateo. El objetivo es mostrar que la
divini- dad es coextensiva con la vida de Cristo, que no es un simple hombre adoptado por
Dios en algún momento, como tendían a afirmar algunas corrientes judaizantes, como los
ebionitas.
La diferencia infinita entre el Creador y los seres humanos es salvada por Cristo, Dios
perfecto y hombre perfecto. Por eso Juan, que define la encarnación en términos muy
concretos, formula la preexistencia del Hijo de diferentes maneras. Así, el "antes que Abrahán
existiera, Yo Soy" (Juan 8:58) de Jesús se explica por su "Yo y el Padre somos uno" (Juan
10:30) y su oración de ser glorificado con la gloria que poseía antes de la creación del mundo
(Juan 17:5).
Se trata del mismo doble movimiento descrito por Pablo en Flp 2,5-11, donde las dos
"formas" de Dios y del hombre se unen en la obediencia de Cristo, que recibirá la adoración
de toda la creación para gloria de Dios Padre.
Estos textos hacen tomar conciencia al lector de la necesidad de un salto en la representación
de Dios, que no sólo es "padre" en el ámbito de la acción, sino que es Padre en sí mismo,
infinitamente, en el ser. En efecto, si el Hijo es uno con Él, esto significa que no comenzó a
ser Padre creando, sino que es Dios como Padre eterno del Hijo. En otras palabras, debemos
decir que la revelación neotestamentaria lleva a comprender que ser Padre y ser Hijo
pertenecen a la definición m i s m a del verdadero Dios.
Esto explica que Juan utilice en su Prólogo una terminología (arche, logos) que apunta
simultáneamente al Génesis, a cuyo comienzo se refieren literalmente las primeras palabras
del Cuarto Evangelio, y a la metafísica. No nos referimos aquí a la disciplina de Platón y
Aristóteles, entendida en un sentido técnico, sino a la necesidad de responder a la pregunta
"¿Qué es Jesús?", según la perspectiva de los atributos divinos, necesaria para que el pueblo
judío reconociera a Dios cuando se encontraba con Él. Los Padres de la Iglesia retomaron esta
forma de "utilización" de elementos previos y extrínsecos, transformándola en un verdadero
método de pensamiento, inspirado en la Escritura
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(Gnilka).
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Personas, que son un solo Dios, una sola cosa, pero tres Personas distintas. Esta revelación
fecundará el pensamiento humano, lanzándolo a una aventura que ha ido reconfigurando la
manera de ver el conjunto de la realidad humana.
2. La fe de la Iglesia
Como muestra el discurso de Pedro en los Hechos (Hch 2,22-36), desde el primer momento la
pro- clamación evangélica presentó a Cristo y a la Trinidad juntos para afirmar la realidad de
la salvación ofrecida a toda persona: la vida verdadera es ahora accesible, porque Jesús es el
Dios verdadero, pero esto significa que Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así pues,
la fe cristiana es irreductible a una simple doctrina. Esta experiencia dio lugar gradualmente a
un pensamiento trinitario, con la reformulación de antiguos conceptos y términos, seguida de
la creación de nuevos conceptos y términos. Pero la fe en el Dios trino estuvo presente desde
el principio, porque la vida de la Iglesia se fundamenta precisamente en ella.
El elemento esencial de esta nueva vida era el bautismo, que, como muestra la Didajé de
finales del siglo I, se realizaba mediante una triple inmersión o tres efusiones de agua,
acompañadas de la invocación de las tres Personas divinas, en obediencia al mandato
misionero de Cristo (Mt 28, 19). Así, el bautismo se vinculó al símbolo de la fe, desarrollado
a partir de las tres preguntas originales "¿Crees en Dios Padre? ¿Crees en Dios Hijo? ¿Crees
en Dios Espíritu Santo?". La presencia de los símbolos de la fe está siempre presente en el
Nuevo Testamento (Hch 8, 37; Ef 1, 13; 1 Tim 6, 12; Heb 4, 14). Estos símbolos de la fe, que
pueden considerarse desarrollos de la verdad central "Jesús es el Señor" en Rom 10,9,
adquieren una fuerza particular en boca de los mártires que aceptaron la muerte sin renunciar
a la vida que les transmitía la Trinidad.
La referencia a la Trinidad caracteriza toda la liturgia cristiana, en particular la celebración de
la Eucaristía (Hipólito de Roma, La tradición apostólica, 4) y caracteriza la oración cristiana
en relación con la oración judía, como explica Orígenes (Sobre la oración, 32-33) y como
muestra la tradición de hacer la señal de la cruz.
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y la verdad de Su Encarnación.
Es con los Padres Apologistas del siglo II cuando asistimos a la formación de un primer
núcleo doc- trinal, cuyo objetivo es responder a los ataques contra la Iglesia, tanto del lado
judío como del pagano. Enfrentados a la persecución, estos primeros pensadores cristianos
escribieron Apologías, discursos defensivos, como el que Arístides dirigió al emperador
Antonino. Estos escritos presentan argumentos filosóficos que pueden ser compartidos por
todos los interlocutores; por ejemplo, demuestran la unicidad de Dios a partir del movimiento,
la belleza y el orden del cosmos.
Especialmente importante es la doctrina de Justino, un filósofo que nació en Palestina y murió
mártir en Roma en 165. Formuló una síntesis entre el platonismo y el estoicismo. Formuló
una síntesis entre el platonismo y el estoicismo. El primero ofrecía elementos útiles para
expresar la trascendencia divina, pero devaluaba la dimensión material y entraba en conflicto
con la doctrina de la creación. El estoicismo era, desde este punto de vista, especular, porque
presentaba una moral positiva, con el defecto de identificar metafísicamente a Dios con el
mundo.
Justino utiliza el Logos de Juan para expresar la unidad y la distinción del Padre y del Hijo. El
valor del término tanto en el contexto metafísico como en el del Antiguo Testamento le
permite utilizarlo para fundamentar la unidad del mundo y de la historia de la salvación en
Dios mismo. Por eso Sócrates y Heráclito pueden llamarse cristianos (Apología I, 46, 2,1-3,6),
como es cristiano todo el- emiento de la verdad dondequiera que se encuentre. El propio
Logos se presenta como un vínculo con el Antiguo Testamento, ya que se le atribuyen las
manifestaciones de Dios en la historia de Israel, como la zarza ardiente en Horeb (Éx 3,14).
La creación, en efecto, es idéntica para todo ser humano y la segunda Persona divina, como
Logos, puede presentarse como el pensamiento del Padre en el acto creador mismo, en la línea
de la literatura sapiencial (Eclo 1,1-11). El Logos, por tanto, es divino, pero es distinto de la
primera Persona de la Trinidad. El inconveniente de esta solución es que el Hijo permanece
ligado al mundo, como si fuera una función de él. El Logos sería así un mediador ontológico.
Por eso se le califica de inferior al Padre. La formulación teológica sigue sin romper con la
concepción metafísica griega, que prevé una escala graduada continua, necesaria y finita entre
el primer principio y el mundo. El Logos de Justino corre el riesgo de quedarse a medio
camino entre el Creador y el mundo, como el Eros platónico. Los límites se sitúan
evidentemente en el plano de la formulación y de la terminología, que aún deben elaborarse
para comunicar la novedad de la revelación.
El desarrollo posterior del pensamiento tuvo que evitar cuidadosamente la posibilidad de
reducir el Logos al mero nivel de la acción, y en su lugar reconocerlo plenamente en el ser de
Dios.
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La relación entre el ser divino y la acción divina es expresada por el obispo de Lyon a través
de una imagen que presenta al Hijo y al Espíritu Santo como las manos del Padre
(Demostración de la fe apóstol, 5).
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entendido como increado.
El emperador convocó un concilio en Nicea en 325 para resolver la cuestión relevante para la
unidad del imperio. El núcleo teológico de la discusión fue la revelación de una nueva forma
de generación eterna, nunca antes conocida a nivel de criatura. Aquí el engendrador tiene
siempre prioridad temporal sobre el engendrado, que pasa de la potencia al acto. Pero si Dios
es Padre en el sentido de abba, y no meramente pater por la acción de crear, entonces el Hijo
también debe ser eterno, porque el Padre no sería eterno sin Él. Por tanto, ambos deben ser
eternos.
Íntimamente relacionada con esto estaba la cuestión exegética de aquellos pasajes en los que
Jesús aparecía inferior al Padre porque tenía hambre, lloraba e incluso moría, citados por
Arrio como prueba de sus afirmaciones. Pero tales pasajes contrastaban con aquellos en los
que el propio Jesús aparecía como sujeto de acciones que sólo Dios puede realizar, como
perdonar los pecados, conocer el corazón de sus interlocutores y resucitar.
Al Concilio de Nicea asistieron entre 250 y 300 obispos, de los cuales sólo cuatro eran de
Occidente, encabezados por Hosios de Córdoba, probablemente el delegado papal, porque
siempre era el primero en la lista de participantes. Al obispo de Alejandría le acompañaba su
deudo Atanasio, que le sucedería tras su muerte. El fin de la asamblea fue forzado por el
emperador, que amenazó a los obispos que no querían firmar el acuerdo. Esto condujo a un
turbulento periodo postconciliar, que duró prácticamente hasta el Concilio de Constantino- ple
en 381.
El símbolo de la fe aprobado al final del Concilio de Nicea se inspiró en el de la diócesis de
Cesarea y lo modificó en algunos pasajes para eliminar posibles ambigüedades de inter-
pretación. El objetivo era mostrar que la derivación del Hijo del Padre no implica inferioridad
ontológica. La segunda persona, de hecho, es generada, pero no hecha, es decir, no creada,
porque es de la misma sustancia que el Padre, que es eterna e infinita. Esto se expresó con el
término filosófico homousios, que aquí, sin embargo, según el enfoque típico de los Padres de
la Iglesia ya mencionados, se utiliza para expresar una novedad radical respecto a la doctrina
metafísica clásica. Pretende expresar la misma identidad que la inclusión "Dios de Dios, luz
de luz, Dios verdadero de Dios verdadero", es decir, que la derivación del Hijo del Padre es
puramente espiritual y excluye absolutamente cualquier forma de subordinación. Por eso la
segunda Persona divina es la misma que el Padre.
Esta formulación estaba perfectamente clara en la teología de Atanasio, para quien el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo son la única naturaleza eterna e increada, radicalmente distinta de la
creación finita y temporal (Contra los arrianos, 1, 18). Es importante subrayar que en la
concepción metafísica griega el primer principio y el mundo son a la vez finitos y eternos,
constituyendo un único orden ontológico. Sin embargo, el abrupto final del Concilio dio lugar
a una recepción problemática de homousios, que se entendía no sólo en el sentido de identidad
numérica y unidad de sustancia, sino también en el sentido de unidad específica, como entre
los dos miembros de una especie, o de la mera semejanza de dos sustancias diferentes (Ayres
2004).
En los años que siguieron al concilio, caracterizados por el viraje de muchos obispos y más
tarde incluso por el apoyo imperial a los arrianos bajo Constancio y Constancio, Atanasio,
como obispo de Alejandría, sufrió cinco exilios. Su pensamiento fue considerado fundamental
para la interpretación de Nicea. Había desarrollado el argumento soteriológico de Ireneo en
términos de la diferencia de naturaleza. De hecho, el ser humano sólo está auténticamente
deificado si Jesús es uno con el Padre, es decir, una naturaleza eterna con Él. La generación
del Hijo es, por tanto, radicalmente distinta de la de las criaturas (Contra los arrianos, 1, 14).
Pero esto implica que la identidad del Padre está relacionada con el Hijo, que es imagen de Él,
del mismo modo que la identidad del Hijo remite al Espíritu Santo, que a su vez es imagen de
la segunda Persona (Cartas a Serapión, IV, 3, 3). El pasaje es fundamental, porque el Primer
Principio, la fuente misma del ser, se identifica con una Persona y no con una realidad
anónima: todo procede de Alguien, que es la fuente de toda bondad (Zizioulas 2006: 32-34).
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Sin embargo, estos avances teológicos dejarían la puerta abierta a las críticas de los trópicos,
un grupo de origen egipcio que negaba la divinidad del Espíritu basándose en una exégesis
literalista. De hecho, Atanasio logra distinguir numéricamente la procesión de la segunda
Persona de la procesión de la tercera, pero no logra explicitar en qué consiste la diferencia.
Por esta razón, todavía no puede identificar la característica personal distintiva del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Este paso lo darán los Padres Capadocios, que se basarán en la
principal aportación de Atanasio, a saber, su reconocimiento de la existencia de una brecha
ontológica in- finita entre la Trinidad y la creación.
Las vidas de Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa abarcan el siglo IV.
Los dos primeros eran amigos y compañeros de estudios en Atenas, mientras que Gregorio de
Nisa era el hermano menor de Basilio. A pesar de sus diferencias mutuas, que en algunos
casos llegaron incluso a ser contrastes, su pensamiento marca un momento fundamental en el
desarrollo de la doctrina trinitaria. Para Atanasio, los términos ousía e hipóstasis eran todavía
prácticamente sinónimos, porque el concepto de persona no había sido desarrollado por la
metafísica clásica. En cambio, la identidad y la distinción de las tres Personas divinas
reveladas en la Escritura exigían que el principio de individuación sustancial fuera
acompañado de un principio de individuación personal. En otras palabras, la pregunta "¿qué
es?" ya no era suficiente, sino que había que encontrar una terminología para responder a la
pregunta "¿quién es?". De hecho, para el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la respuesta a la
primera pregunta es la misma (Dios, la naturaleza divina), pero no así para la segunda.
Los capadocios introdujeron la fórmula "una ousía, tres hipóstasis", que ponía efectivamente
de relieve la diferencia de significado de los dos términos, que ya no pueden entenderse como
sinónimos, porque se distinguen por adjetivos numéricos diferentes. De este modo resultaba
imposible entender la fórmula en sentido modalista, porque se afirmaba la dis- tinción
personal real, pero al mismo tiempo se impedía también la lectura arriana, por la referencia a
la unidad sustancial. Así se demuestra que el significado de los términos viene dado por la
relación entre ellos. Esto es coherente con la misma realidad expresada, porque si el Padre no
sólo da algo de sí mismo al engendrar al Hijo, sino que lo da todo de sí mismo, entonces la
distinción entre las Personas divinas no puede hacerse en el plano de la sustancia, sino sólo en
términos de relación, porque el Padre, el Hijo y el Espíritu no tienen simplemente la misma
sustancia, sino que son la misma sustancia. La teología de los Capadocios lo expresa en los
siguientes términos: "En ellos se da un misterio inefable de comunión y distinción" (Basilio,
Carta 38, PG 32, 332).
De hecho, se enfrentaron a una reformulación lingüística del arrianismo, en la que la
naturaleza estaba necesariamente ligada a un único nombre. Así, el Hijo, engendrado por
definición, no podía ser Dios, cuya naturaleza tenía que ser unengendrada, en griego
agennetos. Esto exigía la distinción de dos significados del término. En efecto, éste puede
entenderse en referencia a la distinción entre Creador y criaturas, por tanto en sentido
sustancial, o puede aplicarse a la inmanencia de la subestancia divina, es decir, en sentido
personal. El Hijo es agennetos según la primera acepción, porque no es creado, mientras que
no es agennetos en sentido personal, porque es generado por el Padre en la eternidad de la
naturaleza divina única, infinita y absoluta. Esto implicaba el reconocimiento de una
dimensión interna de la sustancia de Dios, es decir, la inmanencia, significativamente llamada
theologia en griego, distinta de Su acción, definida por el término técnico oikonomia (Behr).
Esta distinción condujo a la introducción del apofatismo, es decir, la afirmación de que la sub-
postura divina no puede expresarse mediante palabras y conceptos, que se desarrollaron a
partir de la creación limi- tada (Zizioulas 1985: 89-92). El plano del lenguaje es diferente del
plano del ser-
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ing: no se puede captar lingüísticamente el ser mismo de Dios, pero, como afirma Gregorio de
Nisa, se puede hablar de Él a partir de su acción como del perfume que queda en una jarra
vacía se puede reconocer que antes contenía vino (Sobre el canto de los cantares, GNO VI,
36, 12 - 38, 2). Por otra parte, la naturaleza nunca puede ser definida, ni en el caso de Dios ni
en el de las criaturas (Contra Eunomio III, GNO II, 238, 19-20). Así, todo conocimiento
verdadero, de Dios y de la realidad, sólo puede darse en el asombro (Contra Eunomio III;
GNO II, 187,9-11). La razón por sí sola no puede conocer la inmanencia y, por tanto, la
Trinidad de Dios, sino sólo su ex- istencia y su unidad, porque las Personas actúan siempre
juntas en relación con el mundo. Sin embargo, una vez que se las ha encontrado en la historia
de la salvación gracias a la Revelación, se las puede reconocer por sus características
personales, que dejan una marca distintiva en su acción común: todas las acciones de Dios, en
efecto, nacen del Padre, son realizadas por el Hijo y se cumplen perfectamente en el Espíritu
Santo.
En otras palabras, según los capadocios, el Dios trino sólo puede ser conocido a través de la
relación personal porque Él es relación personal. De hecho, el Padre es Él mismo sólo en su
relación (en griego schesis) con el Hijo y el Espíritu Santo, y de forma similar para los dos
últimos. Hay, pues, una novedad metafísica radical porque la relación deja de ser un mero
accidente, según la concepción aristotélica, y se inserta en la propia sub- posición divina. Este
será el fundamento de la doctrina de la pericoresis, es decir, el ser mutuo de las Personas
divinas una en la otra.
3. Desarrollo teológico
3.1 Agustín
Tras la elaboración doctrinal del siglo IV, Agustín (354-430) fue el pensador más influyente
en la teología trinitaria. Su búsqueda de Dios se orientó hacia la interioridad del ser humano,
porque nada en el mundo exterior satisfacía su pregunta (Confesiones, 10, 6, 9). Se trata de
una novedad absoluta, como revela inmediatamente una somera comparación con la literatura
pagana contemporánea. El descubrimiento de la inmanencia divina se refleja en la
antropología. Así como en el interior del ser humano existe una relación con la Bondad, la
Verdad y la Belleza con las que se identifica la única sustancia divina, así también la Trinidad
de las Personas divinas se refleja en la tripartición que caracteriza las facultades internas del
ser humano. Éste tiene una mente (mens), de la que brota el conocimiento (notitia) y este
conocimiento mueve al amor (amor). Es la analogía psicológica a través de la cual el
pensamiento y la voluntad humanos se leen como signos de la imagen trinitaria y pueden
convertirse en una vía de acceso a ella. No es una demostración de la Trinidad ni la
proyección de una doctrina antropológica sobre Dios, porque el obispo de Hipona afirma
claramente el apofatismo y sigue una epistemología cristológica (Lewis 2010). Más bien
demuestra, siguiendo la inspiración de Gn 1,26, que no es absurdo afirmar que Dios es trino,
porque el alma humana también se compone de unidad y pluralidad.
Esto facilita la distinción entre las procesiones del Hijo y del Espíritu, porque la primera es
análoga al proceder del conocimiento de la mente, y la segunda al de l a voluntad hacia la
cosa conocida. Estas procesiones no multiplican la esencia, ya que son inmanentes, es decir,
no salen de Dios. Así, el Espíritu es presentado por el pensador africano como el vínculo que
une al Padre y al Hijo, siendo el Amor hipostático y el Don que intercambian eternamente.
El lenguaje de Agustín es más existencial que el de los Padres orientales. Esta es a la vez la
fuerza y la debilidad de su doctrina trinitaria, porque facilita la presentación del mundo y de
los seres humanos a la luz de Dios, pero al mismo tiempo corre el riesgo de eclipsar el
ejercicio del ser divino sobre el creado. Así, el mundo se presenta como el desbordamiento del
Amor del Padre y del Hijo fuera de Dios mismo, es decir, como el efecto de esa Alegría suya
que es la tercera Persona misma (La Trinidad, 6,10,11).
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El planteamiento de Agustín implica también una conexión entre las dos procesiones, en el
sentido de que el Espíritu se presenta como procedente del Padre "y del Hijo" (Filioque). En
esta etapa, el conocimiento mutuo, también a nivel lingüístico, entre Oriente y Occidente
impidió que la cuestión fuera divisoria, como ocurriría más tarde en el periodo medieval. En
efecto, para el obispo de Hipona, la tercera Persona procede de la primera como principio
último (principaliter), mientras que procede del Padre y del Hijo en el sentido de su comunión
(communiter), es decir, como su vínculo de amor (Sobre la Trinidad, 15,17,29).
Para valorar el pensamiento de Agustín, es imprescindible tener en cuenta que también él
sigue el modo griego de reconfigurar el estatuto metafísico de la relación, que identifica a las
Personas divinas y, por tanto, no puede ser un mero accidente en el caso de Dios (Sobre la
Trinidad, 5,5, 6). Estamos, pues, ante una novedad radical con respecto a la metafísica clásica.
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Un ejemplo eminente de ello es Ricardo de San Víctor (m. 1173), que basó su tratado sobre la
Trinidad en la pluralidad que implica la identificación de Dios con el Amor. En efecto, para
hablar auténticamente del Amor, es necesario introducir una distinción entre el Amante, el
Amado y el Amor mismo. Esto llevó a Ricardo a introducir dos novedades: la definición del
per- son divino en términos de existencia incomunicable (Sobre la Trinidad, 4,22), ya que la
definición de Boecio en términos de sustancia individual de naturaleza racional (Contra
Eutiques y Nestorio, 3) habría conducido a la introducción de tres sustancias en Dios a partir
de la revelación de los tres Per- hijos, y la definición del Espíritu Santo como condilectus, es
decir, una persona amada conjuntamente por el Padre y el Hijo. En esta construcción parecen
introducirse razones necesarias, que corren el riesgo de presentar a las tres Personas divinas
como el punto de llegada de un razonamiento lógico, en el que no se pone claramente de
relieve el paso de la esfera de la razón natural a la revelación verdadera y propia. Por eso
Tomás criticó más tarde a Ricardo y subrayó la diferencia entre los elementos teológicos que
puede alcanzar la razón y la dimensión propiamente trinitaria.
Aquí vemos cómo la herencia patrística podía ser recibida de diferentes formas (Friedman).
La escuela dominica enfatizaba más la distancia entre la Trinidad y el orden creado, mientras
que la escuela franciscana, sin negar el elemento anterior, daba más énfasis al enfoque au-
gustiniano que veía el mundo como el fruto del desbordamiento del amor divino. De este
modo era más fácil reconocer a las Personas divinas en el resultado de su acción. Uno de los
iniciadores de este enfoque fue Alejandro de Hales (m. 1245), con su escuela parisina, de la
que surgió la Summa Halensis.
Alejandro sigue esencialmente el planteamiento de Ricardo de San Víctor. Su punto de partida
es la consideración de Dios como el Bien, recurriendo al argumento de que el bien es de por sí
difuso para explicar las procesiones. Por tanto, no hay mayor difusión de Sí mismo que la del
engendramiento del Hijo. En la misma línea trata también de mostrar que de esta bondad brota
la espiración del Espíritu Santo (Schumacher: 164-174).
Esta misma línea seguiría Buenaventura (m. 1274), el representante más significativo de la
escuela franciscana, también vinculada a la Universidad de París. Fue también ministro
general de la Orden franciscana. Consideraba imposible dudar de la existencia de Dios,
mientras que creía que la tarea de la teología era mostrar la credibilidad del hecho de que es
tri- une. Se sitúa en la tradición agustiniana, en dependencia de Anselmo y de su maestro
Alejandro de Hales. También es importante la presencia de Juan Damasceno y Pseudo-
Dionisio en su pensamiento.
La argumentación de Buenaventura niega la posibilidad de pensar en el ser divino como Bien
sin considerarlo simultáneamente difusor de Sí mismo. Si Dios es el sumo bien, su
comunicabilidad debe ser también la más alta. Por tanto, no basta una "pequeña" difusión,
como en la creación y en la santificación, sino que es necesaria una máxima difusión, es decir,
la comunicación total y plena de la Persona del Padre en el engendramiento del Hijo y en la
espiración del Espíritu Santo. Como Alejandro de Hales, también Buenaventura piensa que las
Personas divinas no están constituidas por relaciones, sino por sus orígenes, que sólo se
manifiestan por relaciones. Desde esta perspectiva, el hecho de que el Padre no proceda de
nada significa que en Él reside la "plenitud de la fuente" (plenitudo fontalis) y que aquí se
encuentra, como en su manantial, toda la plenitud de la divinidad (Wozniak: 215).
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El 6 de diciembre de 1273 dejó de escribir, ordenando a su secretario que destruyera toda su
obra. Este acontecimiento debe considerarse un verdadero criterio hermenéutico de su
doctrina.
En el planteamiento teológico del Aquinate, la distinción entre la reflexión sobre la unidad de
Dios (STh, qq. 2-26) y la reflexión sobre la Trinidad (STh, qq. 27-43) protege el exceso de la
mis- teria sobre las capacidades cognitivas humanas, es decir, el apofatismo (STh q. 3 intr).
Así, la Summa theo- logiae, su obra principal, tiene una estructura narrativa, en el sentido de
que tiene en cuenta todas las objeciones a la posición defendida, dejando siempre una huella
del camino seguido para llegar a la conclusión. Así pues, la dimensión relacional ocupa un
lugar preponderante tanto en el contenido como en la forma. En efecto, la Trinidad no puede
demostrarse, sino que sólo puede conocerse a través de la relación personal (STh, q. 32, a. 1,
ad. 2 y Sobre Boecio, q. 1, a . 4).
La estructura de la Suma está determinada por su intención pastoral y contemplativa, porque
todo está orientado hacia la teología de las misiones divinas y la inhabitación de la Trinidad
en el alma. Por eso Tomás comienza con las procesiones (q. 27), analiza después las
relaciones (q. 28) y sigue con las Personas divinas, que son presentadas como las tres
relaciones eternas de paternidad, filiación y espiración. En efecto, el Evangelio indica el
camino de las procesiones y relaciones mediante la revelación de los nombres mismos de las
Personas divinas. Pero las procesiones, que en sí mismas indican el origen de una realidad a
partir de otra, pueden ser inmanentes a la misma sustancia (como cuando se concibe una idea
en la mente) o trascendentes, es decir, dotadas de un término externo a ella (como cuando esta
idea se expresa con palabras). La Escritura revela que Dios se caracteriza por ambas cosas,
porque por un lado crea y da lugar así a una procesión transitoria, y por otro tiene en sí mismo
generación y espiración, que son procesiones im- manentes. En la línea de Agustín, el
Aquinate vincula estas procesiones a las procesiones de pensamiento y amor características de
todo ser espiritual. Pero como se trata de Dios, la per- fección de este conocimiento y amor
implica que la realidad conocida y la realidad amada son una con el Conocedor y el Amante
(STh I, q. 27, a. 1, ad 2). Por tanto, las relaciones que surgen de tales procesiones, en cuanto
distintas entre sí, son subsistentes, es decir, se identifican perfectamente con la sustancia
divina, siendo eternas, absolutas e infinitas (STh q. 29, a. 4, in c.). Esto supone una
reformulación de la definición de persona elaborada por Boecio y revisada por Ricardo de San
Víctor, ya no en términos de sustancia individual de naturaleza racional, ni de existencia, sino
como subsistente de naturaleza racional (STh q. 29, a. 3, in c.), expresión que tiene el gran
mérito, a diferencia de las definiciones anteriores, de ser aplicable tanto a Dios como a los
seres humanos.
Aquí el camino de replanteamiento teológico de la relación, inaugurado por los Capadocios en
Oriente y desarrollado por Agustín en Occidente, encuentra una formulación completa, que
muestra la novedad metafísica de la doctrina trinitaria. Se evita así cualquier riesgo de
subestimar la sustancia divina como sujeto de la generación, afirmación condenada en el IV
Concilio de Letrán (1215). En la Trinidad no hay prioridad de la esencia sobre las Personas,
sino que todo el Ser divino se identifica perfectamente con las tres Relaciones eternas
constituidas por las operaciones del Amor y del Conocimiento.
Esto permite releer el mundo creado a la luz de la Trinidad. En efecto, el Aquinate, al mismo
tiempo que subraya la distancia entre el Creador y la criatura, muestra una profunda
continuidad entre las procesiones inmanentes y las misiones del Hijo y del Espíritu, que
comienzan a estar presentes de un modo nuevo en el mundo, en la persona humana, que es
transformada por su presencia. Así, el don de las misiones comunica a la persona humana algo
de la característica personal de las Personas divinas enviadas por el Padre (STh I, q. 43, a. 2,
ad 3 ), haciéndola capaz de reconocer al "Verbo que respira Amor" (STh I, q. 43, a. 5) como
medio del mundo y de la historia.
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los seres humanos y Dios puede considerarse uno de los puntos culminantes del pensamiento
trinitario que, en cierto sentido, también anticipa e inspira la investigación contemporánea.
En desarrollos posteriores, por ejemplo con Juan Duns Escoto (m. 1308), hubo un intento de
desarrollar una filosofía propiamente cristiana, que por tanto se centró en aquellos elementos
intro- ducidos por la Revelación. Así, la categoría central pasó del ser, elemento común
también al pensamiento no cristiano, al infinito, categoría típica del pensamiento
judeocristiano. Al mismo tiempo, el núcleo del concepto de persona pasó de la relacionalidad
a la incomunicabilidad.
De este modo, la relación entre Dios y el mundo comenzó a deslizarse hacia una concepción
dialéctica, que ya no podía basarse en la analogía. Esto provocó el paso al nominalismo, que
tuvo en Guillermo de Ockham (m. 1349) su principal representante. El equilibrio entre la
realidad y la fe, entre el pensamiento y la voluntad, se inclinó a favor de esta última. Se
afirmaba que el poder de Dios podía hacer que algo malo fuera bueno y viceversa.
3.3.2 Recursos
Esto condujo, en el siglo XX, a un verdadero renacimiento teológico. El pensamiento trinitario
desempeñó un papel fun- damental en esta transición, precisamente porque caracteriza
propiamente la reflexión teológica por oposición a la investigación filosófica. En efecto, la
revelación trinitaria puede considerarse la verdadera "Fuente" que inspiró cuatro movimientos
teológicos de retorno a las fuentes.
El primero fue el bíblico, que empujó a redescubrir la Sagrada Escritura como alma de la
teología. Ligado a él está el movimiento litúrgico paralelo. Ambos tienen muchos puntos de
contacto con el movimiento patrístico, que busca en los Padres de la Iglesia la inspiración para
devolver a la teología la vitalidad que proviene del contacto constante con la Biblia y la
liturgia. Por último, el desarrollo del ecumenismo, especialmente a partir de la experiencia
misionera, empujó en la misma dirección, llevando a profundizar en las fuentes para
redescubrir las raíces comunes de las distintas confesiones cristianas, es decir, la unidad de
quienes creen en el Dios trino y son bautizados en su nombre.
3.3.3 El siglo XX
Esto condujo a un florecimiento trinitario en la segunda mitad del siglo XX, cuando surgieron
numerosos teólogos destacados. Dentro de la tradición reformada, Karl Barth reaccionó a la
"filosofización" del pensamiento trinitario haciendo hincapié en la trascendencia absoluta de
Dios, es decir, en el principio patrístico de la brecha. Por esta razón, el propio lenguaje para
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expresar la distinción de
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las tres Personas divinas está configurada por él sobre la categoría de la revelación: el Padre
es la fuente de la revelación y el que habla, el Hijo es el acto y la Palabra del que habla, y el
Espíritu Santo es el sentido y el resultado de ese decir (Barth 1947: 383-384). Esto no reduce
la Trinidad a su dimensión económica, porque se mantiene el principio del apofatismo (Barth
1947: 352-353), eliminando así cualquier posible confusión con el idealismo. Este
planteamiento le llevó a negar la concepción de la Persona trinitaria desarrollada por l o s
Padres y los teólogos medievales, sustituyendo la analogía del ser (analogia entis) por la
analogía de la fe (analogia fidei). Desde esta perspectiva llegó a hablar de la kenosis del Padre
en la Cruz (Barth 1955: 399).
Esto influyó en Moltmann, quien, a la luz de la experiencia de la Shoa, radicalizó la po- sición
insertando el dolor y el sacrificio en la Trinidad misma a partir de la identificación de Dios
con el Amor. En comparación con Barth, aquí el apofatismo de la tradición patrística queda
ensombrecido. De hecho, la Trinidad, según Moltmann, se constituye en la cruz misma, como
acontecimiento y proceso, borrando toda frontera entre el ser y el actuar de Dios. De este
modo, el teólogo alemán no pretende hablar de la muerte de Dios, sino sólo de la muerte en
Dios (Moltmann: 207).
Especialmente importante en el ámbito trinitario es la aportación de Karl Rahner, quien se
preguntó provo- cativamente si los creyentes concretos notarían realmente un cambio si se
borrara abruptamente la Trinidad del catecismo. De ahí su esfuerzo por mostrar el significado
de esta doctrina para la vida humana (Rahner, 10-14). Así, en respuesta a Ludwig Feuerbach
introdujo su "principio fundamental" (Grundaxiom) según el cual la Trinidad económica es la
Trinidad inmanente y viceversa (umgekehrt). Esto significa que verdaderamente en la historia
la humanidad se ha encontrado con las tres Personas divinas (Rahner: 21-24). Al mismo
tiempo, el "viceversa" corre el riesgo de socavar el velo apofático y la brecha. No es ésta la
intención de Rahner, pero su recurso filosófico al método de la inmanencia introduce esta
cuestión. En efecto, al situar la posibilidad de conocimiento del Dios trino a priori en la
estructura antropológica, sigue la vertiente individualista que caracteriza al sujeto según la
lectura de la modernidad.
El intento de von Balthasar es diferente. Su proyecto enciclopédico parte del reconocimiento
de la crisis de los universales Bueno y Verdadero tras la modernidad y, por ello, intenta
presentar el significado de la teología para el pensamiento humano a través del universal
Bello. La inspiración patrística de su pensamiento le lleva a reconocer la raíz del valor mismo
de la historia y la tradición en la inmanencia divina (Balthasar 1964). Aquí, desprendiéndose
de la distinción entre economía e inmanencia de los Padres, sitúa también la kenosis en la
propia vida intratrinitaria (Balthasar 1994: 327-28 y 1998: 84).
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