domingo, 24 de agosto de 2008

Canto Fúnebre por Enkidu




Enkidu, tu madre, la gacela, y tu padre, el onagro, te hicieron.
La manda salvaje, con su leche, te crió.
La manda del monte te dio los herbazales.
Que las veredas, Enkidu, del bosque te lloren,
Y no callen ni de día ni de noche.
Que te lloren los ancianos de la vasta Uruk, la bien cercada,
Que te llore la muchedumbre, que rezó por nosotros,
Que te lloren las alturas de las tierras de la montaña,
Que giman los pastos,
Que te lloren los bosques de boj, ciprés y cedro,
En los que nos metimos con tanta rabia.
Que te lloren el oso, la hiena, la pantera y la onza,
El ciervo y el chacal, el león y el bisonte,
La cabra montés y el rebeco, las manadas y animales del monte,
Que te llore el río Ulaya, el santo, en cuyas orillas paseábamos tan ufanos.
Que te llore el Eúfrates, el Puro, del que bebíamos las aguas de los odres.
Que te lloren los mozos de Uruk, la bien cercada, que vieron nuestra lucha al matar al Toro Celeste.
Que te llore el labriego,
Que te llore el pastor,
Que te llore el cervecero,
Que te llore la ramera,
Que lloren por Enkidu tu madre y tu padre,
En ese mismo día te lloraré también yo.

Del Poema Épico de Gilgamesh

Propicios días, ciudadanos
Música: Babylon, de Stratovarius

domingo, 10 de agosto de 2008

Dorostolón




La niebla que impregnaba de forma débil todo en aquella mañana desapareció con el cálido sol de julio. El rio Danubio bajaba despacio, suave, sin prisas, para desembocar mucho más lejos en el mar. La pequeña flotilla de dromones traida hasta aquí descansaba anclada en el centro, atenta a cumplír su cometido con prontitud y diligencia. Tan sólo un par de noches antes, una partida de Rus’ había acabado con unos forrajeadores y el Emperador había amenazado con la muerte a los comendantes de la flota si volvían a permitir que alguien saliera de la ciudadela por mar.
“La ciudadela”- pensó Miguel mientras tomaba de las riendas a su yegua Eudocia- “volverás a nuestras manos”.
Dorostolón se alzaba silenciosa entre el paisaje, dejando ver desde allí tan sólo las partes más altas. Tan sólo el canto de algún pájaro ocasional interrumpía la quietud del paisaje. Miguel espoleó a su yegua y regresó al campamento donde sus compañeros ya preparaban las monturas con las pesadas cotas de malla. Una rutina que conocían bien. Hoy cabalgarían todos juntos de nuevo a la batalla. Los akontistai los miraban con envidia; ellos tan sólo se dedicaban a hostigar al enemigo y sabían que nadie les aclamaría tras la victoria.
Miguel ajustó las cinchas de la montura mientras veía la actividad del campamento. La empalizada se alzaba a algunos piés rodeando el perímetro de la pequeña y cuadriculada ciudad que se había levantado en pocas horas hacía algo más de una semana. Tras la campaña, volvería a desaparecer con la misma rapidez. Esa era la rutina del ejército romano, lo había sido durante siglos y lo seguiría siendo mucho después de pasar aquél año del Señor del 971. En el centro se alzaba el gran pabellón del Emperador, una suntuosa tienda de púrpuras y oro que contaba espacio incluso para los relicaros. Todos sabían que el Basileus Juan se había traido el icono de San Teodoro, su Santo Patrón, y que lo reverenciaba a diario.
“La Muerte Blanca, así le conocían los árabes y así le conocerán los Rus’ también”- murmuró mientras cubría la cabeza de Eudocia. Un paje le miró entre extrañado y perplejo ante tal afirmación, pero volvió al trabajo sin molestar a su señor.
La reverencia de los soldados por su Señor no tenía límite. Habían luchado ya muchas ocasiones bajo su mando aún antes de llegar a la púrpura y conocía bien a cada hombre que con él iba, cuan menos a los kataphractoi, la Niña de los Ojos de los dos últimos basileus. Nicéforo II Focas los había rescatado del olvido en sus reformas militares y, tras su muerte y el ascenso de Juan I Tzimiskes hacía dos años, la agresiva política imperial dictada desde Constantinopla no había decaido en esfuerzos que ahora los llevaban de nuevo a Bulgaria a terminar con el infame traidor Sviatoslav.
Dos pajes tendieron a Miguel parte de la cota del caballo mientras otros dos sostenían el resto. Con habilidad, Miguel ató las correas en la parte trasera. A su vera, su propia cota esperaba junto a la maza que portaría en una mano y el pequeño escudo de la otra.
Algunos jinetes se aprestaban ya a salir. Miguel se daba prisa, pero sabía que aún tenía tiempo, ya que los mercenarios pechegos que habían desertado del enemigo y los arqueros aún almorzaban mientras que algunos artilleros preparaban esa peligrosa mezcla incendiaria que lanzarían en sus sifones de mano. Nadie se acercaba a ellos.
“Señor, ¿cree que podré participar hoy?, me han dicho que necesitarán a gente que lleve agua con vino a los soldados durante la batalla”
La pregunta le sacó de su ensimismamiento. Miró a uno de sus pajes, un joven de unos 15 años que le tendía una lóriga con la cara sucia. Le recordó como Alexius, el hijo de un campesino siervo de las tierras de su padre. El muchacho había mostrado entereza en las largas marchas desde los thema orientales hasta Bulgaria, pero haría falta algo más para considerarlo un hombre.
“Seguro, cuando terminemos aquí vete a ver a Sergio el armenio y que te asigne un puesto entre los aguadores de los skutatoi”-dijo mientras sonreía. Al chico se le iluminó la cara y se apresuró a terminar de atar las correas de la yegua.
Le ayudaron a ajustarse la cofia de malla sobre la cabeza y a subirle sobre los lomos de Eudocia, quien aguantaba el peso sin quejas. Tomó la maza y el escudo adornado con la efigie de la Madre de Dios y se aprestó a colocarse entre sus compañeros que aguardaban en el exterior del campamento. Atravesó las tiendas de la caballeria, ya casi vacías salvo unos remolones exploradores, mientras que los pajes sacaban manojos de flechas atadas. Una procesión de soldados portando grandes escudos, los Skutatoi, salían por varias de las puertas a buen ritmo y con alegres caras. Sus vistosos trajes indicaban las partes del imperio de donde procedían: armenios, macedonios, árabes, eslavos, griegos,… todos ellos hombres valerosos y curtidos. Cuatro hombres portaban una especie de brasero encendido con jarrones dentro y Miguel se apartó instintivamente de ellos al reconocerlos como los artificieros del fuego griego. A Eudocia tampoco les gustaba tenerlos cerca y pifiaba nerviosa.
Atravesó la puerta en forma de gamma y vio que gran parte del ejército se había reunido ya al borde de la colina. En el centro se veía el estandarte imperial y varios capellanes ultimaban el altar a Dios junto a él. Todos los soldados estaban girados hacia los sacerdotes. Miguel se apostó en la esquina de la primera fila, su lugar en la última docena de batallas, como merarca de la unidad, y entonó el “¡Kyrie eleison!” junto al resto de sus hombres. Cuando todos giraron hacia el llano, vierno salir a los Rus’ en manadas, gritando de forma salvaje, portando obscenos estandartes y golpeando sus escudos con largas hachas de batalla y lanzas. Miguel observó su línea con ojos penetrantes y vio lo que la experiencia le mostraba. Los Rus’ estaban nerviosos. Llevaban encerrados en Dorostolón demasiado tiempo para ellos. Siendo tan primitivos, verse encerrados en una fortaleza decaía su ánimo y, aunque habáin logrado aguantar el embiste del ejército romano en las dos últimas ocasiones, su voluntad se quebraba, sobre todo tras la llegada de los dromones que cortaban la retirada hacia el norte. La última vez que salieron a campo abierto fueron derrotados y debieron refugiarse en la ciudadela a la carrera, pereciendo muchos en la retirada. Aquella noche se vieron muchas piras funerarias, los romanos no les molestaron. Sin embargo, eran un pueblo orgulloso y bravo, que se jactaba de no haber sido derrotado nunca. Sviatoslav había acudido a la llamada del Emperador Nicéforo para someter a los búlgaros levantiscos hacía tres años, cambiando de idea sobre la devolución del territorio. Ahora, libre el Imperio de los árabes, Constantinopla volvía los ojos sobre sus posesiones de los balcanes y miraba con malos ojos al salvaje príncipe de Kiev que se atrevía a desafiar a la Nueva Roma.
Al salir un enjuto hombre con túnica se cruzó con él, casi cayéndose de sus brazos unos rollos de pergaminos. Era Leon el Diácono, quien estaba escribiendo sobre la campaña y se dirigía hacia donde sus hermanos le habían preparado una mesa y una silla con algunos de los enseres de escritura.
Miguel vio cómo se había a prestado el ejército, siguiendo las órdenes dadas la noche anterior. En tres bloques se desplegaban unidades de caballería pesada en los extremos de una línea formidable de Skutatoi. Detrás de ellos se apostarían sus hombres como reserva, junto a los arqueros y honderos que debían arrojar una contínua lluvia de proyectiles por encima de las cabezas de sus compañeros. Otro grupo de kataphraktoi se apsotó en el otro extremo, dejando al ejército de forma simétrica ante los Rus’. Estos se detuvieron entre el bosquecillo que se extendía entre el campamento romano y Dorostolón y unas marismas junto a la orilla del rio. Miguel vio que no había mucho espacio para maniobrar allí y recordó cómo el Emperador les había explicado la maniobra de retirada fingida que tenía preparada para atraer a los Rus’ a un terreno más propicio.
Se giró hacia sus hombres y exclamó:
-¡Teodoro, cántanos sobre Armuris!”
Teodoro, un hombre de Seleucia con una poderosa voz, levantó su maza en señal de aprovación y comenzó a cantar mientras la unidad avanzaba al encuentro de los Rus’:
-¡Hoy otro es el día, hoy otro es el cielo,
en que saldrán a cabalgar los jóvenes señores!

Propicios días, ciudadanos
Música: Byzantium, de Suzane Vega

sábado, 9 de agosto de 2008

Joshua A. Norton I, Emperador de los EEUU y Protector de México




Todo el mundo entiende a Mickey Mouse,
Algunos a Herman Hesse,
Unos pocos a Einstein
nadie a Norton I

Principia Discordia
Malaclipse el Joven

Propicios días, ciudadanos
Música: Ukkonen, de Hedningarna

lunes, 4 de agosto de 2008

ASL




Ya terminé
Le corté las esquinitas a todas las fichas del ASL (unas 30 planchas de fichas, a 280/120 fichas cada una apróx dependiendo del tamaño de las fichas)
Ya puedo jugar tranquilo
jijijijijiji
Ná, es coña, auqneu me he currado las esquinitas, ha sido una estupenda terapia Zen para aguantar a los del CLub y sus cosas (sobre todo la partida de WiF)
ahora me tendré que buscar otro juego para hacer lo mismo y poder seguir soportando a estos...
Propicios días, ciudadanos
Música: Strange Machines, de The Gathering