Este es un texto escrito hace unos cuantos años. Su huella y él todavía están aquí.
Las pisadas no parecen conducir a ningún lado, ¿o sí?. Si uno las mira bien puede imaginar cómo se hicieron. Su profundidad corresponde a la fuerza con que decidieron quedase.
Las huellas pueden ser dejadas en cualquier lugar, el hombre las va desparramando por doquier, sin darse cuenta, al lanzar una mirada, al silbar una tonada, al soltar un suspiro retenido por la cavidad caliente de sus pulmones.
El hombre también recoge rastros en forma de memorias, recuerdos de infancia, una puerta, un terremoto, imágenes que tal vez son poesía, historias que quizá soñó o imaginó mientras deseaba cambiar su realidad. Un hombre escapado de las barras de un libro-premonición, de un libro-vida.
Las huellas son parte de uno y son al mismo tiempo el lazo entre el pasado y el futuro.
Casi nunca buscamos las huellas que dejamos en el camino, si acaso cuando es demasiado tarde.
Es verdad, el dejar algo es parte de esa necesidad intrínseca del hombre de plantar un árbol, escribir un libro o tener un hijo, vivimos para esparcir huellas, las derrochamos en cada forma de vida.
Al amar es cuando más dejamos huellas, allí en ese estado de la existencia, el más pleno de todos, en ese terreno en donde todo parece posible, somos dueños del arcano y a cada segundo disgregamos nuestro ser, tal vez sin la conciencia de la holladura de ese nicho raspado por el viento.
Ese rastro es inmenso, no importando su tamaño se graba en la piel que tocamos, en los ojos, en las manos. Se esculpe sin dolor de solo tacto. Como el trazo acabado de un artista, marcamos y nos marcamos y así dejamos que nos marquen. Es un milagro ese de dejar huella, ese de andar caminos e ir dejando rastros visibles que nos salvan del olvido.
A cada pisada de nuestro ser cambian las cosas para no ser más las mismas y al mismo tiempo, dejamos indicios de los crímenes del corazón, el gran ladrón, en los que casi nunca la razón tiene inherencia: La vez y te gusta, medio puente, te ve y le gustas, puente entero. Hay búsqueda y al fin, después de seguir las huellas llega el encuentro. Y todo es mágico y hermoso. Luego el tercero entre dos, el tiempo, ese que marcha a destiempo en cada cuerpo. Ese que como una bomba puede, si quiere, predecir el final. Tic tac, tic tac, la cuenta regresiva, indicio de un comienzo, comienzo del final.
Un rastro es más que eso, es polvo de estrellas fugaces que se me pega en las manos, es lo que queda para siempre grabado, es el silencio de un gesto que se escucha en la distancia. Es el inicio de todo, hasta de lo que no fue.
Algunas huellas son como huequitos, coladuras por las que se escapa el alma y uno que otro latido para dejarnos vacíos. Otras son espejos de agua que cambian las perspectivas si te les acercas suficientemente.
Y es que la huella es la mínima unidad de pertenencia. Esa que por su presencia hace propio lo ajeno y viceversa: un pañuelo que se guardó el sudor de un hombre, una cinta que lleva en sus hebras la energia de quien te la hizo pensando en ti .
Pertenecemos a cuantos hoyamos con nuestra voz y nuestros gestos, tanto como ellos nos pertenecen a nosotros quiéranlo o no.
Hay huellas que se cuelan entre líneas como las notas en el pentagrama. Hay palabras que se disfrazan de otras que no nos atrevemos a decir. Un abrazo es una huella que una vez pedí.
No me puedo quejar de los trazos dejados, de lo construido a costa de ti y de mi. Eso que está ahí como un rastro, una huella, como el epígrafe de una historia antigua, lápida inconclusa por miedo a las verdades o porque así tenía que ser. Poco a poco llegará el polvo de la ingratitud para cubrirlo todo con su sutil manto. Y ya no me recordarás por lo que fui... sin embargo podrás reconocer mi huella en tu piel y esa brisa tibia que se paseara por los laberintos de tu memoria. Mi cara se borrará sin que me duela y quedará lista para que le pongas la máscara que tu elijas, esa que se aprenderá de memoria mis recuerdos. Así me pasará a mi cuando me tope con tu rastro guardado en la nieve del tiempo.