Una vez más,
Una y otra vez más
te encuentro cansada
de saberte incierto,
cansada de soñarte nuevo.
Eres tú, el caballero medieval de azul mirar,
ese, de vuelta de tu batalla
de la batalla contigo mismo.
Hay amor, y miedo al amor
Y hay silencio
cuando uno quiere gritar te quieros.
Es Pub
noche de fiesta
excusa para la coincidencia
excusa para el eterno encuentro.
Me miras, te miro
nada más importa
si pierdo, gano, no importa.
Te miro
profundo el azul de tus ojos
nado
y me pierdo nuevamente.
Te acercas
lanzas tu anzuelo, me dejo pescar
conversación, mas miedo.
Se encienden universos.
El amor es aire, respiramos para morir de él.
Nos vamos
vuelta a casa, taxi
son las 2:30
amanecemos:
-ven. vienes
las manos se entrelazan
estoy perdida -yo
como para no perderse -él
dos veces, dos besos
Una vez más,
no existe el final.
Está perdida, lo sabe y esta vez con más sorpresa que nunca. Inesperadamente perdida cuando la esperanza de algo no existe. Sucede de nuevo. Y se pierde, nuevamente, se pierde.
Al regresar a casa busca desesperadamente una señal. Revuelve papeles para encontrar las cartas que el tiempo se encargó de desvanecer; rebusca el cajón de las fotos para leerse en aquel tiempo, no las haya. No se le es dado verse desde afuera, hay que mirar adentro primero.
Entiende que la memoria es una trampa de siete llaves, intuye que no ha podido tirarlo todo al olvido, que para salvarse en todo este tiempo ha aprendido a recordar sólo lo malo, sólo lo triste, lo que le infligió dolor y pena. Para lo bonito, no tuvo memoria y quiere, desesperadamente quiere, evocar lo que se empeñó en olvidar con tanta fuerza.
No encuentra las fotos, no encuentra nada. Pareciera absurdo querer encontrar lo que guardo el olvido. Descubre los diarios, no los ha abierto desde que escribió lo que celosamente guardan dentro. Tiene miedo. La memoria se enciende como la lámpara del ermitaño para vencer la oscuridad del olvido. Leer le permite robarle migajas al tiempo, atisbar una luz a través del cristal y verse. Mientras tanto se le escapa el corazón por los ojos, la respiración acelera su ritmo como en cada cita, en cada muerte y renacimiento.
Por lo pronto y con cada palabra que lee se llena de agua de lluvia. Es un chubasco quedo y manso, lluvia Inglesa, la precipitación que cala los huesos y estremece muy adentro. Afuera llueve como en cada encuentro, como en cada despedida. Sin embargo, ella es aluvión, desbordamiento. A pesar de todo, sabe que saldrá el sol, que vendrá la calma…siempre es lo mismo.
Tropieza con mujer que fue al vivir aquel momento intenso de aquel amor inmenso. La ve al mismo tiempo maga e inocente, amando al caballero medieval de azul mirar. Al que le vaticinaron un día antes del gran viaje, ese mismo que no creyó nunca encontrar. La de hace tanto tiempo, que hoy asustada se lee, página tras página, …Leerse duele, ver lo que ella misma escribió hace 18 años, le duele.
Contempla su historia, hoy los ve guardando cada momento como el más intimo secreto. Espiándose tras los rincones esperando cada atardecer para volar. Qué bello y profundo fue ese amor, lleno de torpezas y aturdimiento, lleno de temores e inmadurez. No hay duda sobre la magnitud del sentimiento. Fue un puente real y transitado, aunque hoy se lea como una historia sin final feliz.
Pero el tiempo ha pasado inexorablemente. Y su mundo y el de él cambiaron, sus sendas se separaron literal y geográficamente, muy a pesar de sí mismos, el hilillo connector de sus almas los ha mantenido invariablemente atados. Cinco visitas ha hecho él en todos estos años, y ella con ésta realiza su primera. Seis veces y en todos sus procesos de vida, se han encontrado respetando las distancias y los muros que con tanto empeño construyeron.
No obstante, la muralla cae después de la reticencia de evitar mirarse nuevamente a los ojos. Se desploma con el paso de los días, mientras juegan a estar cerca y no, al mirarse de soslayo detectan cambios, encuentran resquicios donde la comunicación es posible a pesar del mundo que los envuelve y separa. Así se tantean como dos ciegos. Son dos niños torpes que buscan tocarse para sentir el calor de sus presencias, y rompen el silencio con la inocencia de quien no sabe qué decir.
Entonces ocurre un momento sin vigilancia, lo dos solos en el salón, los dos fingiéndose ocupados mientras ejercen torpezas: „qué linda te vez con el pelo corto“ y ella no sabe que decir, se siente tonta. „Me gustan tus canas“, dice ella, y él hace un chiste sobre la madurez y una mueca. Entonces hay risas y abrazos, cercanía y besos. Ambos pidiendo a Dios, si existe, un lapso de tiempo largo para lamerse las heridas, para demostrarse que su amor no ha muerto.
Pero el reloj da la hora y otros actores hacen entrada en escena. Los amantes se vuelven a separar poniéndose sus mascaras, hasta nuevo aviso. Es que nadie tiene que sufrir a causa de ellos y así se vuelven a alejar a sabiendas de que mueren por un gesto.
Todo está claro, la fisura permanecerá abierta mientras no se nombre el sentimiento. Más tarde, conversación nocturna, el añil de sus ojos se aniega de lágrimas y realidades. Ella es calma y querencia. Él entrega lo que puede dar en ésta la derrota de ambos bandos. Se contemplan, y la profundidad de su mirada espeja ternuras, qué amor tan grande el que se sienten. El mínimo contacto enciende la llama, un nimio gesto es chispa de esperanza, la palabra más pequeña es declaración de paz, ya no hay guerra. Se abrazan y en cada abrazo hay una entrega, la necesidad de la fragancia de otro, tantas ganas de robase el aire mutuamente. Qué ganas de diluir las barreras que hoy los separan. Esas que son más reales que las que levantaron por miedo hace 18 años.
Ambos saben que hoy no, y que tal vez nunca más, habrá comunión que los consuma, aun a sabiendas que esta historia no es de otros sino de ellos. Reconocen que la magia del encuentro les regala una pompa de jabón, en el puente que transitan de tiempo en tiempo. Sólo ellos atestiguan el milagro, pero él allá con los suyos, ella aquí con los de ella. Ambos parecieran estar completos, solo ellos reconocen el vacío de esa esquina de su corazón, ese vértice que únicamente a ellos pertenece, y que reaparece cuando el destino les permite rozarse las manos, mirarse a los ojos y dejarse una caricia dibujada en las mejillas.
Ella escribe nuevamente en su diario, ese que lleva el nombre del hombre y el de una isla de mar agreste y frío, donde su corazón por siempre yace.