Y aquel jardín que un día fue florido, está ahora vacío de matas y vida. Sólo hierba mala nace de la tierra, donde antes crecían el verde y las flores.
Poco a poco se oye una voz que entona viejas cancioncillas que nunca escuché. Canta tan bonito que el tiempo se para y vuelve de nuevo todo a ser igual. De repente, veo a una viejecita rodeada de niños contándoles cuentos, los mismos que ella escuchó de niña; los cuentos del Páramo, de brujas y duendes. La misma señora que el séptimo día salía de su casa, derecho a la iglesia con un velo negro y un rosario claro. La que en el reclinatorio me sentaba a un lado haciendo silencio, demostrando fé. Yo la miraba con los ojos grandes mientras aprendía que eso de creer era cosa seria.
Son tantas las cosas que guarda la casa, por un puño lágrimas, por otro sonrisas. Y aunque nada queda de la vieja casa pintada de azul, gris en las ventanas y este tono sepia viste las paredes, rellena los huecos de los busca-entierros, yo siempre regreso como un muerto más.
Busco a la mujer regando sus rosas en pleno septiembre, rastrojo del viento, calor de fogón; busco a las niñitas, manojo de estrellas, flores de estación. pero sobre todo a misma la doña de la mecedora, que con su presencia coloreaba verdes en tierra de nadie, y entre mariposas sigue siendo ama, reina de la casa.
Poco importa todo. Ya no queda nada de todo ese mundo, sólo los recuerdos y la soledad... en el fondo oscuro unas mariposas que revolotean sobre una mujer que se balancea en su mecedora, susurra plegarias, espectro del sueño, me mira y me habla sin decirme nada. Soy sólo testigo de penas y luchas, de fe en el destino. Hoy las mariposas son dueñas de esa casa que queda en silencio, llena de fantasmas.