
Y en estos jardines de luces irreales, caminé al amanecer junto a los colosales nidos a lo largo de la pileta. Tres ángeles, jóvenes descarriados y mestizos - desprovistos ya, de alas - aplaudían aquel nuevo ciclo de la Tierra. El cotidiano sol calentaba el viento que decidido mecía los altos y frondosos árboles. Era ese ritmo eólico quien denunciaba sus cabellos y atravesaba sus ropas ligeras, para el cielo casi olvidadas. Aquella luz, ¡ah sus sonrisas!, iluminó lo evidente. Yo, convertido en jardín, estaba vivo. Sobre las copas verdes flotaba un sabor a amor. Mi mirada posada en esos hippies celestiales comprendió quienes eran, mensajeros no heraldos. Uno de ellos tenía cicatrices en las muñecas, era un perdido suicida que bajo al mundo en un experimento más prudente que el de esa tarde en los olivos. Otro, aindiado con el rostro llagado de úlceras infectas. El tercero - el menor - brillaba sin mácula y hacía volar los pájaros... Desde entonces no estoy más solo, y al dormir por estos corredores vitales, desdeñado, paseo