20.6.15
Dolores y alegrías de la Cayena
Me ha tomado algún tiempo poder sentarme a juntar palabras. La violencia que a diario se vive en Venezuela, tocó a mi familia de cerca hace tres meses. Lo que antes era parte de las páginas de sucesos de los periódicos, lacera la piel del venezolano a diario, esos seres de bien que salen cada mañana a trabajar y no saben a ciencia cierta si regresarán sanos y salvos a su hogar. Y es que en Venezuela no existe el estado de derecho desde hace mucho tiempo, y dicha carencia se ha acrecentado más en los últimos 17 años, todo gracias a un discurso demagógico y populista, y al resentimiento social sembrado en los estratos más humildes que junto a la carencia de educación y de valores logra un caldo de cultivo perfecto para la ignominia y la vergüenza.
No ha sido, todavía, no es fácil entender como la maldad desmedida que hoy vive mi país puede causar un dolor tan grande en apenas segundos. La injusta partida de mi padre un viejo de 74 años, su muerte a manos de malhechores a pleno día en un abasto de hortalizas, me hizo sentir doblemente huérfana, porque también mi última idea patria murió con él.
El vivir en el extranjero hace que a diario experimente la sensación de una vida doble. Soy una Cayena en tierra fría. Mi mundo europeo junto al gran contraste al que las redes sociales e internet me dan acceso: Venezuela y con su deterioro social, moral y económico.
Ha sido un tiempo difícil para mi y los míos. Creo que cuando alguien a quien queremos se enferma gravemente, se nos da tiempo de prepararnos mentalmente para lo peor. Si alguien querido sufre un accidente mortal, el golpe más fuerte siempre es la noticia de la partida. En el caso de mi padre, se le suma la forma violenta e injusta de su muerte. Justamente es eso lo que he estado tratando de digerir. No obstante, dudo que habrá forma posible de entender tanta maldad.
Los tres últimos meses he estado actuando casi automáticamente cuando se trata de realizar mis labores diarias, es que „la procesión va por dentro“. Sin embargo, el apoyo, la presencia y el amor de mi compañero han sido mi sustentos. Sin él todo habría sido muy distinto.
En Alemania la muerte da más miedo que en nuestros países, se le evade no nombrándola, el luto no se nota o dura poco y todo se esconde detrás de un silencio que denota más temor que respeto. Es una cuestión cultural que tras 17 años en este país he aprendido a entender y a aceptar. Pero soy diferente y es cosa nuestra compartir dolores...
Después de haber asistido a la Misión Católica Española a una hermosa misa para mi padre en un castellano muy venezolano, caí en cuenta que realmente mi mundo es alemán y que no me sentiría mejor si no compartía mi dolor con mi gente de aquí. Así que sin muchas esperanzas de respuesta positiva - porque las misas de difunto no son comunes - pedimos ayuda a la pastora de la iglesia Protestante de mi pueblo.
Ella es una mujer abierta y muy mágica, conocedora de los símbolos y del lenguaje sencillo. Vino a nuestra cita en mi casa-torre, respetuosamente recogió mis lágrimas y mis recuerdos, y así con gran comprensión y gran mística de oficio fue creando engranaje para un servicio religioso que será recordado por mucho tiempo como la despedida más bella hacia un ser querido que haya vivido esta ciudad.
Mi padre visitó mi pueblo por motivo del nacimiento de mi hija hace ya 13 años. Y dejó una huella de la que la señora Christ se sirvió para hacer participes de mi tristeza a conocidos y desconocidos.
Todo fue perfecto, bajo el lema de „la distancia y la cercanía“ se desarrolló un concepto para el servicio religioso: „para todos los que viven por alguna razón dejos de su país de origen, para los que sufren persecución por guerra o por política, para los que huyen de sus países por hambre o por miedo a perder la vida. Para los que teniendo cerca a sus queridos sienten que una gran distancia los separa y para los que como yo viviendo lejos estamos muy cerca de los que dejamos“.
El coro de mi mejor amiga cantó maravillosamente. Un ángel caído del cielo tocó a la guitarra tres piezas latinoamericanas, entre ellas una venezolana; mi amante-compañero fue mi voz con unas palabras llenas de amor y de profundo entendimiento que le salieron del alma. La verdad es que esperábamos que no muchos asistieran al servicio religioso, sin embargo la iglesia se llenó de amigos, de conocidos y hasta de desconocidos también, que al final, expresaron sus deseos por un mundo mejor. Me sentí muy acompañada y sobre todo muy querida. Ese compartir me ha ayudado mucho a levantarme y a seguir camino. Tengo la suerte de estar en un lugar del que soy parte y en donde me siento en casa.
Una de las cosas fundamentales que mi padre me dejó fue el don de la comunicación y del gesto que es al final lo que nos queda cuando alguien se va. De él aprendí a decir, a no callar. Ahora estoy más consciente que nunca que es necesario expresar los sentimientos, no llevarnos nada al otro mundo: abrazar cuando se sientan ganas de hacerlo, llorar a cántaros todo cuanto se necesite, decir porque decir es abrazar con palabras. No dejar nada por mostrar, pues no sabemos donde nos puede encontrar la muerte.
Ya son tres meses. No quiero seguir contado los días de esta gran herida. Decido más bien, seguir teniendo a mi viejo vivo en mi corazón con todo lo bueno y lo malo que tuvo; con todo lo que me dio y de lo que nutrió mi vida. Me queda su recuerdo; su sonrisa bonachona; la sinceridad de su gesto y palabra; la forma de su amor tosco, pero amor al fin, esa que yo también heredé, y sobre todo el mirarme cada mañana al espejo para encontrarme con él.
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