
Frente a mi ventana vivía un árbol, grande y frondozo.
No hacía nada, sólo le servía de casa a las golondrinas y se dejaba despeinar por el viento que viene del norte. Era hermoso ese árbol que detenía mi mirada, cuando intentaba perderse hacia el infinito de la mano de una taza de café cada amanecer. Ese árbol y su grandeza me abrigaban en los días más grises del invierno.
Ayer fue derribado por la mano del que cumple un deber sin preguntar. Ayer lloré por un árbol, lo admito. Ayer fui testigo de la desorientación de sus pájaros, ya sin nido y de los viejitos que desde hace siglos, pasan cada día, todos los días de su vida, por el que fuera un parque que pronto ha de convertirse en estacionamiento de motores y de hombres.
La mano que lo sembró hace más de 50 años, hoy tiembla y teme caídas de vida... sin embargo callada, recogió un brote de aquel árbol que nacía a la primavera y se lo llevó a casa con sus todos recuerdos y resignaciones.