Es uno de esos grises, con la cabeza más grande que el cuerpo, como con rallitas y antenas. Eso. Pero... tamaño XXL.
"Si cuando baje se ha ido, no lo mato", me digo.
Me pego a la pared contraria en mi ascenco para alejarme al máximo de él, imaginando al insecto saltando sobre mí.
Subo, desayuno, me recreo dándole tiempo a huir. Finalmente bajo armada con la escoba (para limpiar que no para matar a un pobre bicho) y sigue ahí, plantado en la pared, cual lagartillo al sol.
Le doy con la escoba, cae el suelo y sale corriendo.
"Si se esconde y no lo veo más, no lo mato", me digo.
Realizo mis qué haceres hogareños y, cuando me dispongo a subir, se me cruza por en medio. Casi lo piso.
"Es un bicho suicida", pienso y, al final, lo mato. -ahorraré los detalles melodramáticos del asunto-
Al rato el pensamiento prehomicida vuelve a mí y divago sobre la posibilidad de que los bichos que normalmente viven ocultos a nuestros ojos, salgan cuando desean morir.
Que sea, por así decirlo, la forma de suicidio "bichil".