
La mentira es inherente al ser humano, es necesaria a nivel social.
Quien haya visto Interestelar probablemente recuerde el debate sobre cuál es el porcentaje aceptable de sinceridad. Yo no sabría decirlo, ¿Un 80%? ¿Un 70%? Supongo que depende del contexto.
Por si hay algún puritano entre el público puntualizaré: hay grados de mentira y, ciñéndonos a la pura realidad, todos absolutamente mentimos.
Es mentir sonreír y decir
qué bonito, cuando nos dan un regalo que no nos gusta o nos enseñan un bebé feo.
Es mentir decir que
no pasa nada, cuando estás hirviendo de enfado o tienes un día muy malo.
Es mentir
reírle las bromas a tu cuñado, el graciosillo de tu grupo de amigos, tu jefe o tu pareja.
Mentimos a nuestros padres, cuando somos jóvenes para que nos dejen hacer cosas.
Mentimos a nuestros hijos, inventando historias, cuando no sabemos cómo explicarles según qué.
Y podría seguir así hasta mañana.
El tema es que no solo mentimos a los demás, también a nosotros mismos. Y esas son las peores mentiras. Tenemos tan integrados en nuestro sistema de pensamiento los convencionalismos sociales, que nos ponemos excusas para el comportamiento de los demás o el nuestro propio, pero especialmente, nos mentimos para no sentir cosas "inapropiadas" (como si hubiera emociones malas).
Yo he sido muy mentirosa en algunas etapas de mi vida, sobre todo en la adolescencia. No voy a realizar aquí un detallado análisis introspectivo, pero viéndolo ahora, se podría resumir en que buscaba aceptación. Con los años esa aceptación ajena dejó de ser tan importante y dejé de mentirle a los otros. Entonces empecé a mentirme mucho a mí. Tenía un esquema de cómo soy, una lista de adjetivos que quería que aplicasen a mi persona y me dediqué a deformar los sentimientos y las ideas para encajar en ella. Insisto, lo mío no es nada especial, todos lo hacemos.
Pero en el último año he ido aumentando mi % de sinceridad interior,
quizá no estemos aún al 100% pero nos vamos acercando. Empecé aceptando (no sin sudor y lágrimas) las ideas y sensaciones menos agradables de ser madre, esas cosas que si bien no tengo intención de airear y compartir con el mundo, decidí que no eran malas y que negándomelas me iba a hacer más daño. Y así, muchas veces muero de amor y otras, simplemente, no puedo con mi vida.
Lo curioso e inesperado fue que, una vez superado ese primer (enorme y duro) tabú, lo de decirme verdades como puños y aceptarlas, se fue extendiendo al resto de áreas de mi vida como una ola, un virus o una... ¿evolución?
Tal vez ahora sienta que no encajo tan bien en aquella lista de atributos, pero lo cierto es que me entiendo más y me siento
mucho mejor conmigo misma (y con las que me habitan).