En mi vida hay varias (muchas) relaciones cíclicas. La gente va y viene.
Dicen que esto es como un tren en el que la gente se sube y se baja... yo debo de ser como el metro, que lo coges cuando lo necesitas o te apetece ir a alguna parte.
No me quejo, no me va mal.
Soy un desastre con las relaciones humanas en general y, normalmente, solo perduran aquellos que perseveran, a los que no les importa que no les llame una vez a la semana (o a la quincena o al mes) o que se conforman con un emoticono del whatsapp de vez en cuando.
Soy así, no digo que sea bueno (que creo que no) pero yo no sé insistir. Siempre tengo mil cosas en la cabeza y, cuando me acuerdo de llamar, nunca puedo y cuando puedo no me acuerdo... (bucle).
También tengo mis cosas, que no todo es malo, claro que no. Que si tengo amigos por algo será.
Pero no voy a regalarme la oreja, que no es eso de lo que iba a hablar hoy.
Total, eso, que la gente por mi vida viene y va (los hay que pasan sin retorno y en algunos casos se agradece mientras que en otros se añora, como todo el mundo, supongo).
Entonces, hay épocas en que les da por volver.
Y no sé porqué, el motivo o la razón, vuelven en bandadas.
Siempre es así. No vuelve uno solo, son mínimo dos o tres.
Ahora estamos en época de retorno, ya van cuatro en una semana.
Y es guay. Para qué negarlo.
No soy alguien con quien compartir todo el camino, pero aún así, no me olvidan y regresan.
Una vez, alguien a quien quiero mucho, me dijo que soy un puerto seguro, quizá sea eso, un lugar al que acudir de vez en cuando, a repostar y llenar las bodegas de víveres y provisiones, antes de continuar.