
Negro local enterrado donde bailamos con espasmos, tomamos, buscamos. Una noche más bajo tierra, en una discoteca en la que los días no existen. La música te electrifica la espalda, las luces te hipnotizan, las voces flotan estancadas como una ilusión, todos queremos pasarlo bien y nos esforzamos. Entre las muchas paredes de este alcantarillado que se bifurca y vuelve a cerrarse, entre los cuerpos apretujados, te plantas frente a mí como si hubieras aterrizado en paracaídas. Me hablas, te aceras. Una aparición, un fantasma alto de cara pecosa y largos cabellos pelirrojos selváticos.
—Estudiamos en la misma facultad, ¿sabes? —me dice, acercando sus pequeños labios gruesos.
A pesar del vodka, razono. Me conoce, no yo a ella. Llama la atención. Su negra blusa escotada es la concreción del deseo. No me ha escogido en este tupido cementerio de zombis bailongos, ya me había escogido antes, como un francotirador cuya mirilla no refleja nada. Dicen que los hombres proponen y ellas escogen. Hay unas pocas mujeres que se emboscan en la espesura, proponen sin preguntas, escogen y lanzan un dardo silencioso. Y mientras te derrumbas en el suelo, entiendes.
No sé de qué cojones hablamos los dos, lo que sí sé es que la noche se va abriendo como una rosa para recibir el rocío. Así, aislados en un rincón, mientras los otros gritan y gesticulan, me dice:
—Qué hacemos aquí, con tanta gente.
El aire fresco de la madrugada nos acompaña, mientras flotamos sobre las piedras mojadas del casco viejo de la ciudad. La luz de las farolas rasga la oscuridad húmeda y el hedor del puerto nos alcanza como una promesa de futuro, como una salida a este atolladero, el vivir sin saber porqué. Encontramos un nombre y un punto brillante en la mirilla de un portalón en una esquina desierta, la entrada al paraíso.
Pocas mesas de madera gruesa y un vinilo que rueda con alma de fin del mundo. Dos cervezas, una media luz que canta a Gardel, medias sombras que esconden a los enamorados. Nos besamos sin razones, nos separamos, nos contamos y volvemos a besarnos como si el tiempo fuera una falacia. Tiene ojos de bruja. Me habla de una ciudad del norte, donde nació, me habla de frío y albas escarchadas. «Dos cervezas más», le dice al murciélago que regenta aquel antro invisible. Al tercer morreo, percibo mi capitulación. Me hundo en su pecho, ¡tan blanco!, las formas se desvanecen y solo ella existe. Nos echan, el día empieza a amenazarnos.
Volamos, montados en mi vieja moto roja, sobre el tedio de los años, sobre las rutinas, veloces, por un instante magníficos, abriendo en canal esta ciudad que es bella cuando se vacía, dejando atrás calles y plazas, fachadas que nos pasan por los flancos como una película infinita. Dos cuervos radiantes cabalgando la noche.
Subimos a mi piso enorme y arruinado. Ella no se asusta. El suelo rojo se agrieta como un corazón desgajado.
—Qué muebles tan viejos —se sorprende ella—. Qué cama tan antigua.
No le explico que, dicen los vecinos, en esa cama murió una cantante de ópera olvidada en su ocaso. «Era mayor», afirman en el barrio.
Se desnuda con ceremonia, como lo haría una diosa babilónica, dejando a la vista el negro noche de sus bragas. La espero, devoto. Nos enredamos como dos náufragos. Hacemos el amor con furia, acaso conscientes de nuestra brevedad. El frenesí nos levanta y nos aplasta. Tomarte es un grito desesperado, un canto a la vida. Vivir, lamer tus pechos de hielo ardiente, hundirse una y otra vez en tu manantial; flor negra, flor roja, flor salvaje. Poseer tus nalgas prietas. Oír tus alaridos. Colmado. Recibir tus colmillos, sostener la desesperación. Las brasas que son tus ojos, desaparecer perdido en la carne, hundir mi lengua en tu boca hasta no saber, no recordar.
Odiar la luz. En algún momento me quedé dormido. Te despediste con un beso y un zarandeo. Tuve un momento lúcido y salté de la cama. Corrí a la puerta. Tenías los ojos rojos. Te alargué un papel, con un número de teléfono. Dijiste «no», y te quedaste en el umbral, como si esperaras ver pasar un tren. Al final, desapareciste tal como habías llegado, como una exhalación, escaleras abajo. Casi nunca soy capaz de comprender las cosas en el momento. A eso lo llaman ser listo. Cuando nació el nuevo día ya era tarde. Escabullida. Perdida. Perdido.
Semanas más tarde te volví a encontrar en las mañanas de la universidad. Bajabas por la gran escalera del vestíbulo acompañada por tu novio, el de toda la vida, seguida por una corte de admiradoras y admiradores. Me saludaste y presentaste. Entonces descifré aquella noche; habías escapado de la jaula de la que tú misma tienes la llave, que eras la mujer pantera y yo una ventana por donde escapar que, inconsciente y falto de valor en el instante, había cerrado para siempre.
37 Relatos para leer cuando estés muerto -Igor Kutuzov-