Hoy tengo visita con Javier y
casi salivo al pensarlo.
Mi cuerpo lo necesita, me lo implora. El estrés de las últimas semanas está pasándole una factura muy alta a mis de por sí maltrechas cervicales y las lumbares me escupen de la cama en no más de siete horas. Así que sí, ronroneo de placer de pensar en músculos descontracturados y huesos recolocaditos.
Casi todo es culpa del trabajo pero ahora mismo escapa a mi control cambiar algo al respecto.
Quizá lo peor sea precisamente eso: la ausencia de control.
Sé que en la vida hay un alto grado de arbitrariedad, de caos, pero hay aspectos en los que podemos ejercer cierto orden y control. Y cuando esos se rebelan... no sé gestionarlo.
Sé la teoría que se basa en la maldita palabreja: relativizar.
Sé que si no está en mi mano, no puedo hacer más que dar ciertos pasitos, sembrar y esperar a ver qué sale.
Pero saberlo no significa que lo pueda hacer.
De hecho creía que lo estaba haciendo muy bien y mi cuello se encargó de demostrarme
(a base de tirantez y terrible dolor de cabeza) que no. Que me estaba engañando, que en lugar de relativizar
(en serio que la odio) estaba reprimiendo. Pero es que no sé ser paciente. Yo desespero y maquino posibilidades y me preparo para ellas, para los mil y un escenarios que mi mente pueda imaginar y desespero y desespero hasta que las cosas acontecen.
(Y aquí entra en juego también el otro frente abierto que me ataca los nervios.)
Supongo que esto forma parte de mi proceso de maduración, que en algún momento aprenderé a sobrellevar estas cosas.
(O no y seguiré desesperando sin remedio.)