Se sentó en su mesa favorita de la cafetería, sacó la libreta que siempre la acompañaba allá a donde fuera y, cuando le trajeron el café, comenzó a escribir.
"Te has ido, me has dejado aquí, presa de esta vida gris y monótona que nos convierte en ladrillos, en piedras en medio del camino, en losas pesadas.
Me pregunto qué hacer ahora con todas las cosas que te escribí pero no llegué a enviarte.
Todas las poesías que no te leí y las canciones que no te canté para dormir.
¿Qué le digo a mis labios que hagan con todos esos besos que te guardaban y ya nunca te darán?
¿Dónde meten mis manos todas esas caricias que llevan tu nombre?
¿Cómo hago que mis ojos dejen de buscar a sus iguales entre los rostros que ven?
Me preguntó cuándo me pondré ese sujetador que esperaba una ocasión especial para enseñarte.
O quién me romperá ahora las bragas y hará a mis nalgas enrojecer.
Si alguna vez podré hacer todas esas maldades que tenía pensado hacer contigo.
¿Dónde me guardo todos los orgasmos que te debo?
¿Con quién me beberé esas botellas de vino o iré a esos museos de arte?
¿Quién me nombrará si solo tú conoces mi nombre?
Tú que fuiste alas, argumento para sueños, fuente de anhelos.
Dices ahora que no crees en aquella magia que un día me hiciste sentir.
No sé, entonces, qué sentido tiene nada."
Tomó la taza aún calentita entre las manos y recordó cómo se los bebía él, aún humeantes, sin pestañear.
Apuró el café y metió el sobre en el buzón.
Un sobre en blanco, sin sello, dirección de envío, destinario o remitente.
Una carta a ningún lugar.