Antes me hubiera sentido muy orgullosa de ello. Agitaría la bandera de la fortaleza sobre mi cabeza como quien gana una guerra. La clavaría en el territorio conquistado tras la contienda, reclamándolo mío.
Y sí, es mío. Mis guerras lo hicieron mío. Eso me lo concedo, me lo merezco.
Pero con los años aprendí (o mi cambio de foco me enseñó) que es un territorio yermo, muerto, en el que no crece nada bueno. Ser la autosuficiente, la que no necesita a nadie, la que puede con todo, la que no se hunde pase lo que pase, la que mantiene la nave a flote... ser la fuerte, a la que todos acuden cuando necesitan algo pero que no acude a nadie cuando ella necesita ayuda, porque ella no la necesita. No, eso es un desierto helado. Un lugar en el que debería haber vida (confianza?), quizá algún día la hubo, pero ya no. Ahí solo habitan monstruos y bichos: dolor aprendido, indefensión, traiciones, decepción, soledad e injusticia.
No, (ya) yo no quiero ser la fuerte.
No quiero convertirme en diamante por la presión.
Quiero que me sostengan, que me abracen, que me cuiden.
Quiero ser cristal frágil en manos de alguien que no me deje caer.